Entre Almeida y una alameda, está claro lo que elegimos
¿Pero qué tienen nuestros dirigentes contra los árboles? ¿Qué le pasa al polémico alcalde Almeida para emprender semejante cruzada arboricida en Madrid, más cuando la crisis climática y las olas de calor agobian cada vez más a las grandes ciudades? Hoy dedicamos nuestra ‘Área de Descanso’ de agosto a los árboles, al estudio que informa de sus beneficios al capturar metano y al libro ‘La poesía de los árboles’ (Nórdica), una antología de textos de grandes escritores e ilustraciones de Leticia Ruifernández sobre los árboles, a los que no solo deberíamos respetar, sino incluso venerar.
Con los árboles y las plantas me ocurre como con los animales: cada poco, una nueva investigación nos descubre propiedades desconocidas hasta el momento. Hace unas semanas leí en EFEVerde que los árboles no solo capturan CO2, también metano, un gas responsable del 30% de las emisiones causantes del calentamiento global. La investigación, publicada en Nature y liderada por la Universidad de Birmingham y en la que ha participado el Centro de Investigación Ecológica y Aplicaciones Forestales (CREAF), se ha llevado a cabo en bosques de Inglaterra, Suecia, Panamá y Brasil, y concluye que los árboles que más metano capturan son aquellos que están en climas más húmedos y calurosos.
Numerosos estudios han demostrado que vivir cerca de los árboles alarga la vida y mejora el estado de ánimo de las personas. Y son la tecnología más eficaz para reducir la temperatura en las ciudades, disparadas cada año por el avance del cambio climático. Los árboles nos cobijan a los humanos, pero también a muchas aves e insectos que viven en ellos. Propician la biodiversidad. Nos hacen más resistentes. Nos consuelan. Los árboles podrían vivir sin nosotros, pero no al revés. Es algo que nos enseñan o al menos enseñaban en la escuela y que muchas veces no recordamos por lo obvio que es, como el respirar, que también se lo debemos a ellos.
En estas páginas me contaba hace no mucho el escritor Basilio Sánchez cómo los grandes poetas han cantado siempre a la naturaleza y a los bosques, sobre todo cuando van cumpliendo años. Quizás sea una manera de prepararse para el final, de buscar el encuentro del lugar del que venimos. “Yo le tengo miedo a la muerte. / Más a veces cuando pienso / que bajo de la tierra he de volver / abono de raíces, / savia que subirá por tallos frescos / árbol alto que acaso centuplique / mi mermada estatura, / me digo: –Cuerpo mío: / Tú eres inmortal”, escribió Juana de Ibarbourou en Carne inmortal, poema recogido en La poesía de los árboles (Nórdica), una antología a cargo de Ignacio Abella y con ilustraciones de Leticia Ruifernández que tengo siempre muy a mano.
En el hermoso prólogo, Abella recuerda al poeta Virgilio en sus Geórgicas: “¡Que habite Palas las ciudades que ella misma fundó! Pero a nosotros lo que por encima de todos nos place son sin duda los bosques”. El poeta dominicano Franklin Mieses Burgos canta en uno de los poemas recogidos en la antología, Esta canción estaba tirada por el bosque: “Yo entonces ignoraba que también las canciones, / como las hojas muertas caían de los árboles”.
Algunos se ríen de la costumbre de abrazar a un árbol, pero como asegura la poeta costarricense Julieta Dobles Izaguirre: “… yo estoy segura / que el árbol se estremece si le pasas la mano / por su tronco plenario, / y en las noches de luna, / algo como un temblor de hojas jadeantes / parece recordarnos un aullido lejano / en el patio de todos los recuerdos”.
Ahora que muchos estamos aprendiendo a meditar, o eso parece, el mejor lugar para hacerlo es en la naturaleza, nos recordaba la poeta y monje budista Ryōnen Gensō (1646-1711), quien, al ser rechazada por su belleza, tuvo que quemarse la cara para entrar en un monasterio: “Han pasado 66 otoños, he vivido mucho tiempo. / La luna llena, radiante ilumina mi rostro. / No hay por qué debatir los principios del kōan. / Escuchad con atención el viento que sopla entre los pinos y los cedros”.
El gran Juan Ramón Jiménez le hablaba a los árboles y ellos le respondían: “¿Cómo decirles que no / que yo era solo el pasante, / que no me hablaran a mí? / No quería traicionarles. / Y ya muy tarde, ayer tarde, / oí hablarme a los árboles”. Herman Hesse, contemporáneo de Juan Ramón, también escribió sobre el vínculo sagrado que debería haber entre los humanos y los árboles. En un fragmento de El caminante, leemos: “Los árboles son santuarios. Quien sabe hablar con ellos, quien sabe escucharlos, llega a saber la verdad”.
A veces, ya de viejos, en los bosques los árboles se suicidan, nos recordó Gloria Fuertes en En los bosques de Pensilvania: “Cuando un árbol gigante se suicida, / harto de estar ya seco y no dar pájaros / sin esperar al hombre que le tale, / sin esperar al viento, / lanza su última música sin hojas / sinfónica explosión donde hubo nidos, / crujen todos sus huecos de madera, / caen dos gotas de savia todavía / cuando estalla su tallo por el aire, / ruedan sus toneladas por el monte, / lloran los lobos y los ciervos tiemblan, / van a su encuentro las ardillas todas, / presintiendo que es algo de belleza que muere”.
Sí, algunas veces los árboles mueren de viejos, pero la mayoría de las veces los talamos. Se va con ellos la belleza y una parte de nuestra historia, de lo que somos, se convierten en una herida. “Una vez plantaron un árbol en el patio de mi casa, luego con los años cuando el árbol se hizo grande y levantó el suelo, los vecinos nos hicieron cortarlo. La cicatriz sigue ahí, como todas las cicatrices”, escribe la poeta y artista madrileña María Sotomayor.
En Madrid, precisamente, y no por los vecinos, sino por sus dirigentes, se perpetra desde hace años una guerra contra los árboles y las plantas. Gallardón proyectó talar los árboles centenarios del Paseo del Prado. Los ecologistas y los vecinos se opusieron. Pero el regidor solo se echó atrás cuando la mismísima baronesa Thyssen se encadenó a uno de ellos. Al menos, para compensar, Gallardón dio luz verde a la renaturalización del Manzanares, que pedía Ecologistas en Acción, y que ha convertido este tramo del río en un lugar de anidamiento y de llegada de aves, un remanso entre la cacofonía del tráfico que lo rodea. Pero el nuevo alcalde, José Luis Martínez-Almeida, ha hecho bueno a Gallardón. Como Milei, ha tomado la motosierra como símbolo de su gobierno y no hay zona de Madrid que no quiera talar, dejar calva y encementarla, desde la plaza de Santa Anta, el mismo Manzanares o los aledaños del Ifema. Una política que va en contra de las necesidades de nuestro tiempo.
¿Por qué odia tanto a los árboles Martínez-Almeida?
Una ciudad con árboles es una ciudad más protegida, como nos recuerdan estos hermosos versos de la poeta mexicana Irma Pineda: “El árbol es frondoso / amplía su sombra / largos y fuertes sus brazos / para que no exista día en que el sol te lastime / ni viento del norte que te derribe”.
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