Las siete pícaras vidas de una gata

Foto: Pixabay.

Ponemos aquí punto final a los Relatos de Agosto en colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado. Con perros y gatos como inspiración. Hoy, la protagonista es una gata, cuya picaresca le lleva a vivir siete vidas o más. Nuestro relato 25. “Desde entonces he pasado por varias casas de acogida y de todas he huido o me han echado”.

POR CARMEN DORADO VEDIA 

Nacida de padre desconocido en una casa de postín y, por tanto, sin pedigrí me separaron de mi madre con doce días para llevarme a un refugio. Allí me alimentaron con biberones hasta que alcancé el peso y la talla suficientes para ser adoptada.

Desde entonces he pasado por varias casas de acogida y de todas he huido o me han echado.

La primera adonde me llevaron era de un marino. El hombre había viajado mucho y tenía en aquella tal acumulación de trastos que parecía más un museo que un hogar. Era oscura y húmeda, la única luz se introducía por los vitrales de la cúpula y al atardecer proyectaba sombras sobre la escalera, que yo aprendí a esquivar. Mi lugar favorito era la biblioteca. ¡Qué diversión revolver entre los mapas de navegación y desgarrar el papel! Al fondo, un jardín que nunca pisé con varias especies de pájaros exóticos. Cómo me hubiese gustado horadar la tierra, arrancar las hojas de los arbustos y probar aquella carne que se me antojaba exquisita. El hombre me enseñó el lenguaje del mar y pude distinguir la botavara de la cangrejera, la tramontana del mistral y que abarloar no era lo mismo que abordar. No viví mal, tenía espacio para explorar y una dieta rica en pescado fresco, además de contar con muchos lugares para afilar mis uñas, pero el marinero no volvió de uno de sus viajes y los parientes vendieron la casa con todas sus pertenencias. A los nuevos dueños no les gusté y me echaron.

Así deambulé por las calles hasta que los del ayuntamiento me recogieron y de vuelta al refugio. De allí me sacó un cura de sotana regia, cabeza de alfiler y cuerpo de lanza. El ojo derecho viraba a poniente, el izquierdo, hacia oriente, no se le fuese a colar en la iglesia algún infiel. Se dirigía a mí en latín y compartíamos homilías y rosarios. Al igual que sus fieles, la comida era escasa; el vino nunca faltó en su mesa y cuando el hombre caía por los efluvios del etílico, yo aprovechaba para rebañar la escudilla. ¡Y maldita la gota que se perdía! Una mañana lo descubrí mientras engullía las hostias sin consagrar. Si es bueno para él, también lo será para mí –pensé, y así calmé, por un tiempo, el ruido de mis tripas. Me marché el día en que quiso bautizarme.

Después me adoptó una familia con dos niñas indolentes y mal criadas que se empeñaron en hacer de mí su muñeca. Me disfrazaban con vestidos rosas y hasta me agujerearon las orejas para colocarme unos aretes. Me obligaban a dormir en una pequeña cama al lado de las suyas, cuando lo que yo quería era escapar y conocer a otros colegas. Todo era soportable porque el pienso era bueno, y nunca faltó la carne y el pescado, si bien echaba de menos el vino, pues aquella casa era de creyentes en la religión del Profeta. A pesar de eso, aguantaba con resignación estoica sus mamarrachadas, hasta que un día la pequeña quiso introducirme en la bañera. ¡No! Hasta aquí hemos llegado –pensé. Saqué las uñas y, con placer, las clavé en la carne rosácea y tierna de la niña. Emitió tal grito que produjo una tempestad en la casa, que yo aproveché para saltar y marcharme.

Volví a la calle y aprendí a distinguir, por la basura, los buenos de los malos barrios. Perdí peso, pelo y compostura. Sin embargo, las noches eran divertidas. Me junté con una pandilla de desahuciados con la que asaltábamos las casas para robar. También presencié multitud de peleas y por primera vez fui cortejada, seducida y penetrada. ¡Qué desengaño! La decepción me duró varios días y maldije al cielo por haberme dejado encandilar, y con la promesa de que nunca más se acercaría a mí un macho, me separé de aquella caterva y busqué refugio en un parque abandonado. Allí me encontró una anciana con cuerpo de santa y espíritu profano, además de contar con olfato y movimientos felinos.

Ahora vivo con ella. Me llama Nerón, no creo que sepa que soy hembra. Aprovecho cuando está despistada para robarle algún que otro manjar de una despensa bien abastecida, donde recreo vista y  estómago. No le importa que arañe los sillones, ni que destroce las plantas, ni que me suba a la mesa cuando come. Hemos llegado a encariñarnos. Las tardes las pasamos en el sillón oteando la calle y saltamos juntas por la ventana cuando vemos posible una captura. Ella se encarga de los pájaros, yo de los ratones. De las vecinas, molestas y cotillas, nos encargamos las dos.

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