Despedida de Los Chichos, ni más ni menos

Una icónica imagen de Los Chichos en 1991.

Sobrepasado ya el medio siglo de existencia como buque insignia de la rumba suburbial y callejera, Los Chichos cuelgan los guantes con la gira de despedida ‘Hasta Aquí Hemos Llegado’, que está a punto de finalizar y lleva desde principios de año recorriendo la geografía peninsular. ‘El Asombrario’ se acercó a la cita que el trío, compuesto por los fundadores Emilio González (76 años) y su hermano Julio (72), junto a su hijo Emilio Junior (55), tenía con su público en la plaza de toros de Toledo. Este viernes, 4 de octubre, dan concierto en el WiZink Center de Madrid. Le seguirán Granada (10 y 12 de octubre), Tarragona (19), Arcos de la Frontera (26)… En noviembre, Santander y Barcelona.

Se despiden, con la mano en el corazón ante un coso que presenta un lleno moderado, con una de sus canciones más emblemáticas, La historia de Juan Castillo, el que fuese su tercer single, allá por 1974, y culpable, junto al Te estoy amando locamente de Las Grecas (del mismo año), de que desde entonces sucesivas generaciones de españoles hayan integrado los nonainos como un tarareo identitario e idiosincrático del ser y sentirse de este país. El respetable está entregadísimo en la recta final, es un público trasversal, conformado por un variopinto muestrario de la sociedad: del abuelo con pelotazo y puro al adolescente techno dancer, de chonis y cuñaos a oficinistas descorbatados, de porreros indisimulados a amas de casa en noche de desmelene.

Esta rumba, prima trasatlántica de otros tótems de la música popular hispanoamericana como el corrido Contrabando y traición, de Los Tigres del Norte, o las salsas Pedro Navaja, de Rubén Blades, y Juanito Alimaña, de Héctor Lavoe, es, junto al resto de su cancionero, responsable directo (no son los únicos, obviamente) de hacer del flamenco un género pegadizo, entendible y accesible, aunque, ojo, en sus producciones musicales ha habido mucha enjundia, siendo arreglistas y directores artísticos como José Torregrosa y Alfredo Garrido (que juntos o por separado ya habían trabajado con Nino Bravo, Paco de Lucía, Raphael, Víctor Manuel, Ana Belén, etc., etc.). los que dotaron a sus rumbas acústicas y barriales de un musculoso colchón sónico que se emparentaba con el soul, el funk, el rock progresivo y la Motown.

Para la traca final del concierto se han reservado otros pesos pesados de su repertorio, que cumplen tantos años como ellos y que fueron incluidos en sus dos primeros singles: Quiero ser libre, La cachimba y Ni más, ni menos que, junto a La historia de Juan Castillo, aparecían en su histórico debut, Ni más, ni menos. La concurrencia se descoca y todos se arremangan camisas y faldas y hacen amagos amateurs de braceos, floreos y palmeos, demostrando que, en este momento, únicamente son chicheros: “Ahora me encuentro metido entre rejas, y con mis niños solos en la calle, Virgen bendita de la Macarena, apiádate de ellos que no son culpables…”.

El legado del Jero, esencia ‘chichera’

 En la despedida se hace patente la ausente omnipresencia del compositor principal del grupo, fallecido hace casi tres décadas y con un periplo vital digno de protagonizar una de sus propias canciones. El pucelano Juan Antonio Jiménez Muñoz llegó siendo un adolescente a Madrid, donde se buscaba la vida con la venta ambulante, de ahí su apodo, Jero o Jeros, de ajero. Casado a los 17 con una cría de 14, pronto demostraría una inusitada facilidad para hacer pegadizas rumbas de los avatares de la vida diaria: de los dimes y diretes de las relaciones sentimentales, donde indefectiblemente la culpable era la mujer, al cotidiano de los gitanos y payos de extrarradio, cuyos métodos de supervivencia les hacían acabar inevitablemente entre rejas. Historias tristes de perdedores orgullosos de las que extrae un irrefrenable instinto de libertad.

Jero se integró en el trío Los Chichos, junto a los hermanos Julio y Emilio González Gabarre y, desde el poblado chabolista del Tío Raimundo, en Vallecas, descubiertos por el padre de Paco de Lucía, debutan con el single Quiero ser libre, primera piedra de un imponente edificio discográfico que dejaría un legado de 15 discos de estudio en los 16 años que se mantuvo la formación original. Su último trabajo con Los Chichos fue un directo en 1990 que produjo Joaquín Sabina, Esto es lo que hay; después, abandonó la banda, editó un par de discos que pasaron desapercibidos y, tras caer en una profunda depresión que lo tuvo una larga temporada sin componer, se suicidó. Dejó viuda, cuatro hijos y un puñado de canciones indisociables del acervo popular del país, las cuales han sido la base permanente con la que sus antiguos compañeros han mantenido viva la llama chichera hasta nuestros días, superando el medio siglo de historia.

 

En aquellos discos se encuentran la mayor parte de las canciones que conforman el repertorio de los actuales Chichos: No juegues con mi amor (Esto sí que tiene guasa, 75); A dos amigos (No sé por qué, 76); Sea como sea y Son ilusiones (homónimo, 77); Amor pecador y Calla, chiquitín (Hoy igual que ayer, 78); Odio, Vente conmigo gitano y Amor de compra y venta (homónimo, 80); Mujer cruel y Bailarás con alegría (homónimo, 81); Déjame solo (homónimo, 83); Ni tú, ni yo (homónimo, 82); y El Vaquilla, de la celebrada banda sonora original (Yo, el Vaquilla, 85). De todas formas, el seguidor medio de Los Chichos no suele conocer su discografía, y se ha acercado a sus temas con alguno de los innumerables recopilatorios: de la época de las casetes de gasolinera se cuentan casi el centenar y medio de referencias de grandes éxitos, llegando su discográfica a darles, hasta en una docena de ocasiones, los reconocimientos de Casetes de Oro y de Platino por las abultadísimas ventas. La suma total de toda su discografía ronda los 20 millones de copias vendidas.

Te vas, me dejas y me abandonas

Tras la salida de Jero, tanto Julio como Emilio, dos supervivientes natos que, según ellos mismos han relatado en algún momento, han pasado por situaciones vitales peliagudas: el primero llegó a estar en la cárcel de Málaga por posesión y el segundo consiguió superar las adicciones redimiéndose en la religión (“el culto”), tuvieron siempre claro que Los Chichos tenían que seguir e incluyeron en el grupo a Junior, el hijo de Emilio, que ha sido desde entonces, durante 30 años largos, el que ha defendido, sin el genio compositivo de su antecesor, pero con el tesón, la profesionalidad, la soltura y la naturalidad del que lleva dentro el entertainment de feria, la posición escénica de ser “el de en medio de Los Chichos”.

Junior lleva el peso de la actuación, sus cuerdas vocales se mantienen firmes en contraste con las fuerzas mermadas que exhiben las de su padre y su tío, que permanecen venerablemente sentados cantando a los lados del escenario. También introduce casi todos los temas, jalea al público y presenta a los músicos: una hercúlea banda que incluye un trío de coristas femenino y un dúo masculino (algunos de los cuales son familia y tendrán su momento de gloria haciendo de solistas hacia la mitad de la gala), dos teclistas, un guitarrista eléctrico y uno flamenco, bajista y baterista.

El cuadro se complementa con una pantalla trasera que emite vídeos de una época que ya no existe, pero a la que ellos representan y de la que han sido sus eminentes cronistas: la de aquellos barrios sin aceras ni alcantarillados ni futuro; la de aquellos coches, los R12 y los 1430, que estaban siempre listos para huir de cualquier fechoría; la de aquellos quinquis cuya urgente chulería se ahogó en una hipodérmica; la de aquellos billares, recreativos y autos de choque donde su música reinó junto a la de otros embajadores del asfalto y el desengaño como Burning o Leño.

El momento más icónico de la noche es cuando invitan al escenario a Manuel Fernández Salazar, de Los Chunguitos, separados hace ya unos años, y con una carrera llena de paralelismos, homologable a la de Los Chichos. Con su despedida, Los Chichos dejan en el panorama un hueco que será insustituible, porque los tiempos son otros, quedando para siempre su música: esa rumba de arrabal donde lo excelso y lo chabacano se dan la mano, donde se hace fuerte la poética de la marginalidad, donde las tragedias (del drama presidiario al desencanto amoroso) se envuelven en tintes festeros, y la verdad, sin artificios, canta noinonai, noinonai

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