‘Soy Cuba’, la gran película que cubanos y rusos olvidaron

Imagen de una pareja de amantes en ‘Soy Cuba’.

‘Soy Cuba’ iba a exhibirse como el icono cinematográfico más valioso de la revolución cubana. Su película definitiva. Dirigida por el mejor cineasta ruso de entonces, Mikhail Kalatozov, y coproducida por la Mosfilm soviética y el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), con gran despliegue de personal y extras, los augurios se disolvieron cuando la presentaron en La Habana en 1964. En pocos días la retiraron de las pantallas. No pareció entenderse su acusado formalismo ni su épica poética, que exaltaba a la gente común y dejaba, al fondo, casi invisibles, a los barbudos revolucionarios que habían derrocado la dictadura de Fulgencio Batista. Casi nadie volvió a acordarse de ella, hasta que Martin Scorsese y Francis Ford Coppola la descubrieron asombrados en la década de los 90 y apoyaron su restauración y difusión. El pasado sábado se cumplieron 60 años de su estreno en Cuba.

Mikhail Kalatozov aterrizó en Cuba en octubre de 1962, el crítico mes en que estuvo a punto de estallar la tercera guerra mundial, cuando Estados Unidos detectó la existencia de misiles nucleares que la Unión Soviética había instalado en la isla caribeña. Pero en apenas unas semanas, las gestiones diplomáticas desesperadas entre ambos países desactivaron el conflicto y a finales de octubre el armamento soviético fue devuelto a su país. Cuatro meses después, empezó el rodaje de Soy Cuba, que, de modo insólito para una cinematografía tan precaria como la cubana, duraría 14 meses, en los que además de actores profesionales y no profesionales participarían más de 5.000 extras.

Salvo Que viva México, del director de El acorazado Potemkin, Sergei Eisenstein, filmada en los años 30 en el país centroamericano, las relaciones cinematográficas entre la URSS y el área latinoamericana eran inexistentes. Pero, tras el triunfo de la revolución cubana, la colaboración ruso-soviética prendió irremediablemente. Los soviéticos promovieron el rodaje de una película epítome de la revolución encabezada por Fidel Castro y enviaron al director que en 1958 había ganado la Palma de Oro del Festival de Cannes con Cuando pasan las cigüeñas, que la crítica cubana eligió como el mejor filme estrenado en la isla en 1959.

A quienes preguntaron al cineasta por Soy Cuba, les contestó que era un poema en imágenes. Quizá por lo inesperado de su forma poética, simbólica, cuando se estrenó decepcionó a cubanos y soviéticos. En la revista Bohemia, el crítico Luis M. López tituló su reseña Yo no soy Cuba, pero otros críticos elogiaron justamente el formalismo del filme, según recuerda el estudioso del cine cubano Juan Antonio García Borrero en un ensayo escrito para la distribuidora Criterion. La película no se vio más que en los dos países coproductores, de modo que cuando al poco tiempo desapareció de los cines cayó en el olvido, hasta su reestreno en Estados Unidos en 1992 y, sobre todo, la restauración realizada por la distribuidora Milestone en 1995 con el respaldo de Scorsese y Coppola.

La conmoción que provocó entre los cineastas y la crítica norteamericanos fue enorme. Scorsese dijo que su carrera cinematográfica habría sido mucho más fácil si la hubiera visto cuando se estrenó y Paul Schraeder, el guionista de Taxi Driver y director de Mishima, aseguró que se quedó en shock al contemplarla por primera vez. “Era todo lo que había escuchado y más. Qué locos estos cineastas rusos, con qué libertad rodaron y crearon esas escenas extravagantes”, según recoge el dosier de prensa que publicó Milestone cuando presentó, en 2018, la última restauración del filme en formato digital 4k.

Y, sin embargo, qué contradictoria es Soy Cuba. Espectáculo y propaganda simultáneos, describe –poéticamente, como dijo Kalatozov– el tránsito de los meses previos al desembarco de Fidel Castro y sus compañeros en la isla en 1956 al estallido de la guerra revolucionaria. Una voz dulce, femenina, que se dice Cuba misma (“Soy Cuba…”) aparece y desaparece entre los cuatro relatos de la película, ensalzando la tierra “más hermosa que ojos humanos vieron”, según anotó Cristóbal Colón en su diario; tierra, para los yanquis, de casinos, bares y hoteles; y tierra de niños y viejos, de lágrimas y sangre, de las que responderán “los hombres sobre los que después se escribirán leyendas”.

Estas palabras dichas por esa voz susurrante condensan los cuatro relatos sucesivos de la película: el mundo de la noche en un club, con la relación que establecen una prostituta y un yanqui; la constatación del fracaso vital de un agricultor que cosecha azúcar con sus dos hijos y al que su patrón comunica que debe abandonar las tierras porque las ha vendido a la United Fruit Company estadounidense; la conspiración de unos estudiantes universitarios contra el régimen, algunos de los cuales intentan asesinar al jefe de la policía; y la conversión a la causa revolucionaria de un campesino descreído, después de que él y su familia sufran los bombardeos de la aviación gubernamental, ya en pleno combate en la selva.

Toda la película avanza de modo impúdico como una glorificación de la revolución y del cine como arte. A medida que uno la ve intenta dejar de lado la intensa apología, el encumbramiento de mural de sus personajes, la mayestática exaltación del país y sus gentes, la caricaturesca representación de los que ya eran entonces, antes de la revolución, y seguirán siendo, sus enemigos: los yanquis (empresarios y marineros), que ostentosos, superiores, bajan a la isla para divertirse, alternar con prostitutas, despreciar a los cubanos y exhibir su fachada moral de amos de una colonia.

Deja uno de lado, por tanto, el proselitismo y se entrega al deslumbramiento que produce el majestuoso estilo de Kalatozov y su director de fotografía, Sergey Urusevsky, con la cámara moviéndose elegantemente por las calles de La Habana y los campos de caña de azúcar y la selva intransitable, moldeando los escenarios con objetivos de grandes angulares que distorsionan objetos y personajes. Y mecido por ese flujo llega al inolvidable plano secuencia que casi vale por toda la película y que capta el entierro de un estudiante muerto a manos de la policía. La cámara se eleva inverosímilmente desde la calle por donde pasa el cortejo hasta lo alto de un edificio, cruza hacia el de enfrente y entra en él por una ventana abierta a una inmensa habitación, donde hombres y mujeres trabajan sentados liando puros, y la cruza hasta un balcón desde el que algunos de esos trabajadores despliegan la bandera de Cuba, y sale al aire como un pájaro, y lentamente sigue desplazándose por encima de las pequeñas cabezas de la procesión funeraria que avanza y se pierde diminuta allá abajo por La Habana.

Este prodigio, parangonable al plano secuencia del comienzo de Sed de mal de Orson Welles y a la escena del bar en Vértigo, se alterna con otras secuencias que se desvían de lo puramente cinematográfico hacia lo propagandístico y crean una discordancia que atenúan el valor de Soy Cuba. Además, algunas de sus imágenes acusan la duración de la película y, rebasadas las dos horas, se vuelven redundantes, se debilita su fuerza expresiva, como una melodía que suena fascinante en los primeros compases y disuena cuando se escucha por vigésima vez.

En 1964, la revolución no ha sufrido aún graves desperfectos; pero la dirección estaba marcada: una dictadura socialista que cuatro años después se exhibirá, ya tocada, en otra producción cubana, Memorias del subdesarrollo. La épica que enaltecía la obra de Kalatozov ha desaparecido, el trampantojo revolucionario se tambalea y si uno quiere escapar, tiene ante sí la evaporación interior o el exilio. Nada de esto, naturalmente, se intuye en Soy Cuba, que se proyecta en un lienzo coral de esperanzas en grandes transformaciones. Uno la ve como una fugaz y errada ensoñación política y, en sus grandes momentos, como una imborrable realidad cinematográfica.

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