Retratos de la DANA: ‘Salvem les fotos’ y la zapatera ‘francesa’

Ana Carmen Llobel Chambó, de Algemesí, sostiene en sus manos la foto de su madre, su tía y su abuela. Foto: Victoria Iglesias.

Segunda entrega de Retratos de la DANA: ”Salvem les fotos”. Hoy con la familia de Ana Carmen Llobel Chambó, de Algemesí. Una iniciativa puesta en marcha por la Universitat de València para intentar recuperar las fotografías que el agua deterioró gravemente. Buscando entre ellas, me encuentro con la historia de Ana y su zapatería… y la foto de la madre, la tía y la abuela. “No sé si la volveré a abrir”.

“Esta mañana los pajarillos que anidan en el árbol frente a mi ventana me avisaron.

Inquietos y revueltos me decían: la naturaleza ha amanecido enfadada”.

Y así sucedió, como el comienzo de este relato que escribe la zapatera francesa, y que de momento no puede continuar. La pena no le deja seguir. Está bloqueada. Es esa tristeza mojada que se ve en su rostro.

Escribe cuentos por afición y es “francesa” por las vicisitudes de la vida, las del padre que tuvo que emigrar para pintar las paredes de las casas en París.

Pero francesa, francesa, tampoco; solo porque vivió en Francia. Ya que ella, la madre, la tía y la abuela, y el resto de la familia, nacieron en Algemesí, Valencia.

Ellas son las que aparecen en una de las fotos que quiere restaurar, la que tiene en la mano. Desde la DANA, con un marco de barro y engordada por el agua. Estaba junto a la infinidad de cosas que guardaban en el trastero del garaje cuando el Almagro se desbordó.

Fotografía de la madre, la tía y la abuela de Ana Carmen Llobel Chambó.

Fotografía de la madre, la tía y la abuela de Ana Carmen Llobel Chambó. Foto: Victoria Iglesias.

Toda la familia, y toda la vida que los vertebra, ahora se ha quedado en manos del río, en este recodo que justo va a desembocar al Xúquer. En el agua, que vilmente empujó todo, navegaron como pudieron sus zapatos; parte de la nueva colección de invierno apareció encallada en cajas de cartón a la deriva. Náufragos de tacón intentando escapar por las persianas metálicas que permanecen cerradas en la calle Cervantes, y que Ana mira de soslayo al pasar por esa esquina. Duda, duda mucho: “No sé si la volveré a abrir”, dice.

A ella le avisó la naturaleza, y el marido al que le dieron permiso en la obra antes de la hora de salida, porque el viento trae agua, porque cuando llueve no abras la tienda, mujer, que no va nadie. Pero el marido a las 19.00 se fue al dentista, y como aquello se ponía feo se dio la vuelta y se asomó al garaje, junto a los otros vecinos que al principio pensaron que eso se solucionaba con un parapeto de telas y madera. Fue inútil, como la ola que te tumba el castillo, y al revés, como cuando intentas llenar un abrevadero con grietas para hacerte una bañera.

Sobre las 8 sonaron la alarmas en los teléfonos, y entonces se preguntaron para qué. Ya era tarde. A esas horas el foso del ascensor estaba lleno y abnegada la vivienda del hijo. A los vecinos los arrastraba el agua, y a otros no, porque les ayudaba un árbol, una cuerda y otro vecino. Finalmente, todo se volvió oscuro, mientras seguían sonando desgastando las baterías.

Fue cuando vinieron los golpes, cuenta Ana. Un sonido oscuro que retumbaba con cada coche y con cada contenedor que movía la avalancha. Un sonido de muerte, repite.

Algo que se escuchó toda la noche, con ese intenso olor que te calaba.

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