‘Sabrina’, la Cenicienta de Billy Wilder vuelve por Navidad
Ha pasado casi un año desde la última vez que ‘El Asombrario & Co’ me permitió compartir con sus lectores y lectoras la que seguramente sea la liturgia favorita de mi pagana y cinéfila Navidad, que consiste en visionar desde hace muchos años, una vez finalizadas las correspondientes comidas de los días de Navidad, Año Nuevo y Reyes, las mismas películas de mi querido y admirado Billy Wilder. Si para comenzar el año creo que no hay nada mejor que el bocado con sabor agridulce que ofrece ‘El apartamento’ (1960) y como regalo de Reyes el mecano que con una construcción narrativa perfecta brinda ‘Uno, dos, tres’ (1961), para tal día como hoy –con el aperitivo del cuento de navidad de ‘Smoke’ (1995)– alterno cada año dos filmes de muy distinta factura: uno es una las más perfectas comedias de todos los tiempos, ‘Con faldas y a lo loco’ (1959), y la otra, la que toca hoy, una dulce comedia romántica, ‘Sabrina’. Ojo, me refiero a la primera versión, la de 1954, no confundir con el inane y predecible remake que Sydney Pollack dirigió en 1995.
Este artículo no pretende ser una exhaustiva crítica cinematográfica con un concienzudo análisis cinéfilo trufado de profundos y sesudos referentes semánticos y semiológicos; lo que con él pretendo es compartir con quien lo lea una serie de detalles y curiosidades fílmicos, ya sean narrativos o visuales, que lo hagan interesante a quien ya conozca la película, descubriéndole elementos que hasta ahora pudieron pasarle desapercibidos, o despertando en quien no supiese de ella la curiosidad suficiente para visionarla por primera vez. Por ello, me permitiré desvelar pequeños pormenores de la trama esperando que entre los lectores y lectoras no existan –doy por hecho que no los habrá si han leído hasta aquí– muchos enemigos del espóiler –sí, ya se escribe así– o estajanovistas visuales del speed watching, y sí, verdaderos amantes del cine.
De manera recurrente se habla de esta película como una nueva versión del cuento de la Cenicienta en la que Billy –acompañado en esta ocasión por Ernest Lehman a la hora de elaborar el guión– fue capaz de dotarlo, con su ironía, cinismo y juego de dobles sentidos, engaños y transformaciones, de una factura que la hace totalmente rompedora y moderna.
Aquí encontraremos a una protagonista, sí, una bella muchacha, de extracción social humilde, pero para nada maltratada y explotada; no encontraremos ni rastro de madrastra o hermanastras, pero sí un padre adorable y protector; aquí no hay un príncipe, sino dos, y a falta de un hada madrina lo que hallaremos, si acaso, es un noble benefactor.
Sabrina abandona el consabido esquema y los arquetípicos protagonistas que, atravesando un camino lleno de vicisitudes, lleva a Cenicienta desde su humilde posición hasta la consecución del amor de su Príncipe Azul, para adentrarse, gracias a la mente prodigiosa de ese magnífico cuentista del séptimo arte que fue Wilder –recuerden, “un cerebro lleno de cuchillas de afeitar”– en una trama de personajes y situaciones que, como sucede en tantas de sus películas hasta convertirse en algo así como el ‘toque Wilder’, evolucionan, se disfrazan, se enmascaran, se ocultan y transforman cual crisálidas, como veremos que le sucede a la misma protagonista de esta historia.
Como ocurre en tantas creaciones de este director, la confrontación y oposición entre conceptos o ideas constituye otra de sus peculiaridades; al consabido enfrentamiento entre sexos consustancial a cualquier narración romántica clásica –máxime cuando, como veremos más adelante, entran en juego tres personalidades tan maleables–, se añade aquí el antagonismo de caracteres entre los dos protagonistas masculinos, además hermanos, la diferencia de clases sociales –no limitado aquí por un techo de cristal, sino por uno que separa el delante y el detrás– y la confrontación entre dos culturas, la europea y la norteamericana.
Pero comencemos por presentar a los personajes principales de este cuento contemporáneo.
Por una parte tenemos a Sabrina (Audrey Hepburn), la romántica y soñadora hija de un chófer que fue importado junto a su Rolls Royce desde Inglaterra y que está al servicio de los Larrabee, una acaudalada familia neoyorquina residente en una fastuosa mansión en los Hamptons, al este de Long Island.
Por otro lado, tenemos a los hermanos Larraby, David (William Holden) y Linus (Humphrey Bogart).
El primero, mujeriego, frívolo y tarambana, arquetipo del libertino playboy, conduce coches deportivos tocado con un pintoresco sombrero de paja y le gusta vestir americanas blancas, lo que a ojos de su padre le hace parecer un camarero; esta última apreciación dará lugar a una réplica interna –recurso utilizado habitualmente por Wilder–, en este caso visual, que hará que uno de los asistentes a una de las fiestas de los Larrabee sea confundido con un sirviente precisamente por llevar puesta una chaqueta blanca y acabe sirviendo bebidas a otros invitados.
Por su parte, Linus se presenta como un auténtico reverso de su hermano David; serio y responsable solterón, casado, si cabe, únicamente con su trabajo. Por lo general, en la mayoría de las escenas en la que le vemos en un automóvil, lo hace conducido por su chófer camino de su oficina en Manhattan; suele vestir el típico traje de un ejecutivo, ir tocado con un sombrero serio y formal de ala recta –lo que en palabras de Sabrina le hace tener pinta de enterrador– y portar paraguas aunque el día sea espléndido.
Sólo quisiera destacar a dos personajes más, en concreto al padre de ella y al padre de ellos.
El primero es Thomas Fairchild (John Williams), el chófer que por su distinción y flema británica muy bien podría encarnar a Jeeves, el inimitable mayordomo creado por P.G. Wodehouse. El otro, Oliver Larrabee (Walter Hampden), el patriarca, un personaje desternillante e histriónico, especialista en la elaboración de martinis y prestidigitador de puros, que parece salido de una ilustración de Nicolas Bentley para una edición del Antrobus de Lawrence Durrell; atención a la escena en la que este, en una reunión de los tres hombres de la familia, suelta una jocosa diatriba en contra de los amoríos de David, escena que finaliza cuando este acabe sentado sobre unas copas de champán y que tendrá su réplica, por parte de su padre, hacia el final de la película, y hasta aquí puedo escribir.
Pero volvamos a nuestros protagonistas.
Podríamos pensar, dado que hemos calificado esta película como una comedia romántica y al ser tres sus personajes principales, que estos conformarían el arquetípico triángulo amoroso, reflejo de una situación en la que, en este caso, el vértice femenino mantendría una relación afectiva con cualquiera de los otros dos personajes, y en la que el otro –el tercero en discordia– intentaría inmiscuirse entre ambos para conseguir la mano –y el resto de la anatomía– de aquella.
Pero no, Wilder –a partir de la obra teatral de Samuel Taylor del mismo título– no se conforma con un argumento tan manido y crea una trama de geometría variable con bastantes similitudes con El apartamento, otra de las cumbres en la trayectoria del director austriaco.
Resulta curioso descubrir cómo en ambas películas, de marcado sentimentalismo romántico las dos –aunque con enfoques dramáticos diferentes–, donde priman los sentimientos amorosos, con sus consabidos momentos de enajenación mental transitoria y los efectos secundarios pertinentes como son dudas, celos, engaños y autoengaños…, aflore de una manera tan explícita y descarnada el tema del suicidio. En El apartamento, el motor de la acción será puesto en marcha por el intento de quitarse la vida por parte de Fran (Shirley MacLaine) en el domicilio de Buddy (Jack Lemmon), que este abortará a base de café y paseos, y este mismo hará alusión a una acción similar pero fracasada por la intervención de un policía; además, encontraremos dos falsos suicidios originados por un escape de gas uno y el descorche de una botella de champán el otro. Mientras, en Sabrina, seremos testigos del intento de nuestra protagonista de morir asfixiada por los gases de los automóviles, siendo salvada en el último momento por la aparición de Linus, mientras que este mismo le relata cómo, a causa de una relación fallida, él intentó arrojarse desde el balcón de su oficina, acción de la que finalmente desistió, al ver jugar a unos niños en la acera. Curiosamente, en ambas películas son las protagonistas femeninas a las que vemos llevar a cabo su decisión de suicidarse, mientras que de ellos sólo tenemos el relato de sus acciones frustradas. ¿Puede tratarse esto de una muestra de la misoginia de la que en muchas ocasiones se acusó a Billy Wilder?, ¿o precisamente todo lo contrario, mostrando la decisión y determinación de los personajes femeninos frente a la inacción de los hombres? Bueno, esa es otra historia, o al menos otro artículo.
Pero volvamos a la acción. Todo comienza con una relación unidireccional en la que Sabrina se siente enamorada de David sin que este, obnubilado por sus habituales conquistas, haya reparado nunca en ella. Por ejemplo, en una de las primeras escenas, cuando Sabrina se encuentra encaramada en la rama de un árbol contemplando una de las fiestas en la mansión de los Larraby, anhelando participar, cual Cenicienta, en sus bailes, y pasa por allí David, este le comenta: “Eres tú, Sabrina, creí que había alguien por aquí”. Así, nuestra protagonista, cual gato de Cheshire, es invisible a los ojos de David, y lo que en ella queda cuando este se aleja, no es ni siquiera la sonrisa característica del quimérico felino, sino un serio semblante.
Todo cambiará cuando Sabrina, en un intento de su padre para alejarla de David con la intención de que se olvide de él, viaje a París para participar en un curso de cocina y regrese –con el patrocinio de un barón que actúe a modo de hada madrina moderna– convertida en una mujer chic y sofisticada, vestida de Givenchy, habiendo olvidado la cola de caballo y portando ya un discreto tocado. A su cambio externo se une, aparentemente, un cambio interior al haber –sólo en apariencia– olvidado sus sentimientos hacia David, quedando, como único y a la vez que mordaz vestigio de los mismos, el hecho de llamar a su caniche con el mismo nombre que aquel.
La metamorfosis de Sabrina es la más rápida y expeditiva que se da en la película, pero no la única. Así, David, sin reconocerla en la estación a su regreso de París –de alguna manera seguía siendo invisible para él– queda atraído por la que él percibe únicamente como una nueva conquista, pero de la que poco a poco comienza a enamorarse, hecho que trastocaría la boda de conveniencia que para él había planeado Linus con la hija de un potentado de la caña de azúcar. Una lenta y tortuosa transformación de David le llevará en las escenas finales de la película a reconocer los verdaderos pero caprichosos sentimientos hacia Sabrina, a aceptar su empalagosa boda, a abandonar su antigua indumentaria olvidando su ridículo sombrero y adoptando uno mucho más serio de ala recta, e incluso a interesarse y tomar el volante, no de un deportivo, sino de los negocios familiares.
Precisamente es el miedo por parte de Linus de que la boda concertada de David fracase lo que hace que el primogénito entre en la trama para convertirse en el tercer vértice de un triángulo sentimental. Lo que comienza como una acción puramente estratégica para que Sabrina olvide a David acaba convirtiéndose, sorteando toda una serie de maquinaciones y negociaciones casi comerciales, en un sentimiento real de atracción hacia ella; la mutación de Linus, diametralmente opuesta a la que sufre su hermano, le llevará finalmente a enamorarse de Sabrina y huir con ella hacia Europa en un barco llamado, significativamente, Liberté.
La metamorfosis de Linus queda clara en la utilización concreta que de un efecto óptico hace Wilder para reflejarla, algo poco corriente en su cine, donde los efectos visuales son escasos; en este caso lo hace cuando, en un contrapicado, enfoca el semblante de Bogart visto a través de una superficie plástica que en su balanceo lo distorsiona, ocultándonos así, de alguna manera, su verdadero rostro y con ello sus verdaderas intenciones.
Fijémonos ahora en algunos aspectos que pudiesen resultar episódicos pero que forman parte, como pequeñas ruedas dentadas, de la perfecta maquinaria de relojería que constituyen las películas de Wilder, construidas a partir de unos planos dibujados sobre guiones que elaboraba por lo general acompañado de otros, al menos en su época norteamericana, ya que nunca llegó a fiarse de que su inglés pudiese ser fiel a su vitriólico pensamiento fílmico.
Comencemos por fijarnos en la importancia que Wilder le ha otorgado al tema de los sombreros en muchas de sus películas como elemento manifestador de la psicología y las circunstancias de los personaje que lo portan. Recordemos cómo tanto en El apartamento como en Uno, dos, tres, sus correspondientes protagonistas, Buddy –C.C. Baxter en la empresa para la que trabaja– como Otto (Horst Buchholz) lucen, avanzadas ya sus respectivas historias, sendos sombreros de hongo como símbolo de ascenso profesional en el primero, y social y de clase en el segundo.
Tal vez el interés mostrado por Billy por los sombreros y tocados pudiese provenir de la influencia que Ernst Lubitsch ejerció sobre él –recuerden el famoso Cómo lo haría Lubitsch que, diseñado por Saul Bass, Wilder tenía en su despacho–, tanto en la configuración de sus tramas como en la importancia en la utilización de ciertos recursos visuales. Sólo un ejemplo de lo que podría ser el origen del caso que les comento: en la película Ninotchka, la mutación que sufren los comisarios soviéticos hasta convertirse en emprendedores hombres de negocios se simboliza por el plano fijo de un perchero en el que hay colgados unos bastos sombreros de piel que mediante un fundido se transmutan en elegantes sombreros de ejecutivo, mientras que la trasformación de Nina Ninotchka Ivanovna (Greta Garbo) se manifiesta, olvidando su boina original, luciendo un altivo sombrero.
Pues bien, en la película de la que hoy les hablo, junto a los sombreros que lucen tanto David como Linus a modo de sinécdoque visual, Sabrina comienza la historia llevando el pelo recogido en una sencilla cola de caballo para lucir, ya al regreso de su etapa parisina, diversos tocados –siempre bastante discretos, acorde a su personalidad– a lo largo de toda la cinta.
Una escena que merece la pena ser recordada en relación a este asunto es aquella en la que Linus, durante la preparación de una cita con Sabrina, se prueba un ridículo gorro juvenil, muy alejado de los sobrios borsalinos que Bogart solía lucir a lo largo de su carrera; en este caso, no debemos buscar ninguna significación especial en dicha gorra, sino únicamente el reflejo de las tensas relaciones que durante el rodaje se establecieron entre director y actor, y que seguramente llevaron al viejo cabrón de Billy a intentar ridiculizar al viejo Bogie –además, para multiplicar el escarnio, reflejado en un espejo de tres cuerpos– recordándole quién mandaba allí.
Otro elemento significativo en cuanto a complementos en la indumentaria es el uso que Wilder hace del paraguas; como volverá a hacer siete años más tarde en Uno, dos, tres, donde su protagonista, MacNamara (James Cagney), lo utiliza en todo momento a modo de bastón de mando y como símbolo de sus ambiciones y aspiraciones de ascenso profesional que lo llevarían a ocupar un cargo relevante en Londres en la multinacional para la que trabaja, pero que finalmente cede generosamente a Otto, su futuro yerno, como culminación del meteórico ascenso de este, tanto social como profesional. En Sabrina es Linus quien, como atributo significativo de su posición preeminente en la dirección de las empresas familiares, lo porta en todo momento más allá de que pudiese hacer un uso propiamente utilitario de él; es curioso ver cómo Sabrina, en sus sinceros anhelos de que Linus sea feliz en su hipotética estancia en París, le sugerirá que, pudiéndolo hacer alguien de su posición, encargue lluvia, le recomiende a su vez que se deshaga de su paraguas, sin duda deseosa de que, despojado de sus obligaciones, sea libre.
En este punto –sintiendo tener que corregir al maestro– quisiera incidir en un posible error en la utilización que Wilder hace de este complemento como elemento significativo. En la secuencia final, durante la reunión del consejo de administración, David, habiendo sufrido ya su metamorfosis completa –tanto a nivel vital como de apariencia–, hace acto de presencia llevando un paraguas a modo de declaración de intenciones para hacerse cargo él de la dirección de los negocios de los Larrabee y liberar así a Linus de sus obligaciones para que pueda huir con Sabrina camino de Europa. El fallo de guión, a mi modo de ver, radica en que cuando Linus opta finalmente por escapar en pos de la libertad –Liberté– David le hace entrega de sombrero y paraguas, cuando a mi entender, sobre todo con el otorgamiento de este último objeto, se trasmite el mensaje de que el poder lo sigue ostentando el hermano mayor a pesar de su huida. La única justificación que podemos encontrar en que Linus vaya al encuentro de Sabrina en el barco portando un paraguas es la creación de un pequeño gag con el cual se representa precisamente la nueva vida que tendrá Linus liberado de sus obligaciones, aunque creo que hubiese sido suficiente con el juego cómplice creado a partir del arreglo del ala del sombrero. Un último inciso precisamente sobre esta última escena: Sabrina descansa en una tumbona con su caniche –recordemos, de nombre David– en su regazo dejándolo escapar y olvidándole completamente cuando camina cogida del brazo de Linus por la cubierta del barco; una auténtica salida de plano realmente simbólica.
Pasemos ahora a fijarnos en algunos detalles en cuanto a la ambientación y la decoración de esta película.
Resulta significativa la utilización de muebles de estilo Thonet de madera curvada para ambientar la habitación de Sabrina, exactamente el mismo tipo de mobiliario que podremos ver posteriormente, en 1960, en el domicilio de Baxter en El apartamento. Digo que es significativa porque en ambos casos, además de un guiño a los orígenes centroeuropeos de Wilder y su relación con Viena, su elección refleja de alguna manera, con sus curvas, arcos y alabeos, los estados de dudas y vaivenes emocionales por los que tanto Sabrina como Buddy atraviesan a lo largo de sus historias. Una escena donde esta relación entre mobiliario y psicología queda plasmada de una manera bastante evidente es en la elección de una mecedora, con su balanceo, el lugar en el que Sabrina, ante su inminente viaje a París, intenta aclarar sus sentimientos. Y como punto culminante de la relación de ambas películas en el caso concreto del que hablamos es el hecho de que el cabecero de la cama de nuestros dos protagonistas es exactamente el mismo, convirtiéndose asimismo en el telón de fondo en el que se proyecten circunstancialmente las incertidumbres, temores e indecisiones de Fran durante su convalecencia, una vez salvada por Buddy.
Es curioso comparar la fluidez y liviandad del que dota el mobiliario Thonet con la rotundidad y contundencia de la cama del padre de Sabrina, reflejo seguramente de una sólida personalidad y de unos principios éticos asentados en la tradición.
Otro detalle, en este caso en cuanto a un elemento de iluminación: en una escena en la que Sabrina, ya en París, escribe una carta a su padre, lo hace iluminada por una lámpara de estilo Tiffany, elemento que refleja en este caso la añoranza de su hogar en Estados Unidos y a la vez un pequeño homenaje de Wilder a su país de acogida, al igual que hará posteriormente en el domicilio de Buddy, donde cohabitaban los muebles vieneses de madera curvada con las típicas lámparas neoyorquinas.
Por último, en relación al interiorismo de esta película, fijémonos en el despacho de Linus, su espacio vital, lo que él mismo considera su verdadero hogar, que con sus líneas modernas y funcionales, su amplitud y grandiosidad, contrasta con los espacios que le son propios a su hermano David, como son pistas de tenis, restaurantes y salas de fiestas, pero sobre todo automóviles en movimiento. Es curioso destacar que Wilder, siendo poseedor de una importante colección de arte moderno, sólo introduzca de manera prominente un móvil de Calder –metáfora plástica de los vaivenes emocionales de nuestros protagonistas– en comparación con la cantidad de obras –reproducciones obviamente– que Buddy tiene en su apartamento.
Por último, demos un repaso a la música, un elemento al que Billy suele concederle una atención especial haciendo uso de ella en ocasiones de una manera un tanto peculiar.
Frente al tema Sabrina creado expresamente por Friedrich Hollaender, y que creo que peca de una excesiva orquestación, son dos las composiciones de factura más ligera que se presentan como verdaderas coprotagonistas de la banda sonora. Una es Isn’t it romantic, que Wilder ya había utilizado en dos de sus películas anteriores, El mayor y la menor (1942) y Berlín Occidente (1948); y la otra, La Vie en Rose, melodía que por ejemplo se cuela a través del balcón abierto, mientras Sabrina redacta su carta y que posteriormente estará ligada al personaje de Linus como señal premonitoria de su futuro parisino.
Como verdadera curiosidad para cinéfilos del ala melómanos, comentar que en el primer disco que suena en el fonógrafo durante el paseo en barco de Sabrina y Linus suena Yes, We Have No Bananas, una pegadiza y sincopada canción de Frank Silver e Irving Cohn; la cito como curiosidad, no porque desentone con el tono desenfadado de la cita entre ambos, sino porque es precisamente la canción que estará interpretando la orquesta en el Gran Hotel Potemkin cuando, siete años más tarde, en la película Uno, dos, tres, McNamara acuda acompañado de su secretaria a una reunión comercial con la delegación comercial soviética formada por tres estrafalarios personajes que podrían recordarnos a los comisarios soviéticos de la película Ninotchka. Otro detalle al respecto –en una especie de cadena de curiosidades– es que el director de dicha orquesta, y quien interpreta la canción, es el compositor Frederick Hollander, creador por ejemplo de la letra de la banda sonora de El ángel azul (1930) y que creo que acompaña al piano –digo sólo que lo creo, tras unas cuantas visualizaciones adelante y atrás– a Marlene Dietrich en una de sus actuaciones en el cabaret Berlín Occidente.
Y una anécdota para cinéfilos recalcitrantes: la première de la película tuvo lugar en Londres –tal vez hubiese sido más apropiado en París, ¿no?, incluso habiendo contratado la productora un día lluvioso–, lo que podría explicar el cameo de Humphrey Bogart en la secuencia final de una producción de la Ealing Studios, la comedia La lotería del amor (1954), cosa que seguramente no hizo mucha gracia a David Niven, su protagonista.
Bueno, como supongo que este artículo ha despertado unos deseos irrefrenables de ver esta maravillosa película entre muchos lectores y lectoras, aquí lo dejo, emplazándoles para que, justo dentro de un año, nos encontremos para desentrañarles las anécdotas y curiosidades de Con faldas y a lo loco, una –otra– obra maestra de Billy Wilder.
Feliz Navidad.
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