Conspiranoicos al ataque: ¿y tú en qué complot crees?

El autor de ‘Teorías de la Conspiración’, Pablo Francescutti, en un ‘conspiranoico’ montaje fotográfico.

Pablo Francescutti, licenciado en Antropología social y doctor en Sociología, autor de numerosos estudios sobre el cine, el cómic, el audiovisual, la comunicación de la ciencia y la ciencia ficción, nos deja ahora un nuevo libro que analiza esa cara oculta de la realidad y que se aleja completamente de lo empírico: ‘Teorías de la Conspiración’ (editorial Comares). Hablamos con él sobre conspiranoicos de toda calaña, desde históricos hasta la más incendiaria actualidad con la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump, el Gran Conspiracionista en Jefe, especializado en denunciar los complots más inverosímiles. Entramos en las narrativas de las cloacas más oscuras que han abordado desde el asesinato de Kennedy al 11S, el 11M, la pandemia por covid y las vacunas, el cambio climático, Soros, Bill Gates, el Club Bilderberg…   

En obras anteriores, te has enfocado mucho hacia los aspectos científicos de la vida; como ‘persona empírica’, me imagino que las teorías conspiranoicas te sacan de quicio. ¿Cómo surge el libro, Pablo?, ¿cuándo, por qué?

Mi experiencia de periodista científico me predisponía en contra de los negacionismos del covid o del cambio climático que manipulaban o distorsionaban los datos de la ciencia, y dediqué energías con mis colegas a refutar esas pseudo-explicaciones. Sin embargo, noté con frustración que esos esfuerzos, junto a los de los fact-checkers, no evitaban su proliferación. En paralelo, mi formación sociológica me decía que era preciso ahondar en el porqué del auge del conspiracionismo, su atractivo para cuantiosos públicos y su inmunidad a la refutación. Por eso, tras escribir artículos puntuales acerca del tema, me pareció más conveniente un tratamiento abarcador de su historia, su explotación política por la derecha, el centro y la izquierda, sus tipologías, sus públicos, sus autores, las predisposiciones psicológicas, las necesidades sociales que satisfacen, los modos de refutarlas y la dificultad para acabar con ellas; sin olvidar las posturas de quienes sostienen que el sambenito de “teoría conspirativa” es utilizado para desprestigiar las voces críticas, y sin negar el papel progresivo de algunas, como el Gran Miedo que propició la Revolución Francesa. El resultado es este libro.

En tu libro explicas cómo las narrativas conspiratorias son más viejas que la tos, con el Imperio Romano, la Edad Media, los judíos como habituales chivos expiatorios (excepto ahora, cuando parece que se están tomando la revancha en forma de genocidio israelí), con los masones, las brujas, los comunistas… ¿Cuáles te han parecido las más brutales y expandidas?

Conviene distinguir los bulos dirigidos a buscar chivos expiatorios –comunes a todas las culturas– de las teorías conspirativas, narrativas más complejas en las que no interviene lo sobrenatural, se presentan como racionales, y son exclusivas de la sociedad moderna. Dicho esto, opino que las narrativas conspiracionistas más dañinas han sido la del complot judío para adueñarse del mundo, la de la conspiración universal comunista (utilizada hasta el hartazgo por el franquismo y las dictaduras latinoamericanas) y las teorías sobre maquinaciones contrarrevolucionarias que en la Unión Soviética y en muchos partidos de izquierda se emplearon para estigmatizar a la disidencia. Las tres teorías condujeron al asesinato de millones de personas y le arruinaron la vida a otros tantos millones.

Hay un caso paradigmático, el del asesinato de Kennedy, ¿no?, que ha dado lugar y sigue dando lugar a todo tipo de teorías…

Las narrativas sobre la muerte de Kennedy son paradigmáticas de un tipo muy definido de teoría conspirativa: la que afirma que el complot se organiza desde el interior del Estado y los conjurados ocupan altas posiciones en su estructura (las teorías anteriores consideraban que la minoría maligna que mueve los hilos es externa al Estado, como los judíos o los rojos). Ese tipo de teorías culpa del asesinato de Kennedy a la CIA, atribuye al complejo militar-industrial estadounidense los atentados del 11-S, y al Deep State el círculo pedófilo del Pizzagate y el supuesto fraude electoral en perjuicio de Donald Trump en las elecciones de 2020. Coincido con el Comité del Senado sobre Asesinatos de 1976 en que es probable que Kennedy muriera de resultas de una conspiración, pero una cosa es una conjetura –juicio provisional y lícito– y otra afirmar categóricamente la existencia de dicho complot y señalar sin pruebas a sus presuntos autores, tal como hizo Oliver Stone en su película JFK.

¿Crees que hemos llegado al paroxismo en el siglo XXI, con los atentados del 11S y la pandemia por covid? ¿Pueden influir en su peligrosa expansión algo que antes no existía: las redes sociales, que dan voz y altavoz a cualquiera?

Es un tema controvertido porque no tenemos un conspiranómetro para comparar con épocas anteriores. Un estudio sobre la prensa estadounidense detectó una gran repercusión de las teorías conspirativas a fines del siglo XIX, en coincidencia con el surgimiento de los monopolios económicos y su interferencia en el proceso democrático; otra entre fines de los años 40 y principios de los 50, cuando el macartismo veía comunistas hasta debajo de la cama; y otro en 2010, simultánea con la gran recesión desatada por las hipotecas sub-prime en Estados Unidos. Pero tales datos valen solo para este país. No me atrevería a decir si hay más conspiracionismo, pero sí que por primera vez le hemos dado el rango de fenómeno global preocupante, debido en buena medida a su amplia circulación a través de las redes, y a su desautorización de las instituciones que se encargan de decir qué es lo verdadero y lo real.

¿Y puede influir en la expansión de las conspiraciones el actual desprestigio del periodismo?

El periodismo ha jugado un papel contradictorio. Su prestigio ayudó a la difusión de ciertas fabulaciones. El Times de Londres dio por bueno Los Protocolos de los Sabios de Sión, la patraña sobre el designio de los grandes rabinos para adueñarse del planeta; The Daily Mail, otro periódico británico, reprodujo la carta del jefe de la Internacional Comunista –una falsificación– llamando a la revolución social en Gran Bretaña con la finalidad de arruinar la campaña electoral de los laboristas. La televisión cubrió las audiencias inquisitoriales del senador McCarthy, reforzando su credibilidad. Y en España, la cadena Cuatro le ha brindado una plataforma a Iker Jiménez para difundir toda suerte de teorías conspirativas.

En justicia, muchos medios han batallado contra las narrativas conspiracionistas. El mismo Times reveló al cabo de un tiempo que Los Protocolos era una falsificación antisemita. El periodista Edward Murrow utilizó su programa televisivo para demoler a McCarthy (un duelo bien recreado en la película Buenas noches y buena suerte). Y El País y ABC se batieron el cobre para refutar la teoría conspirativa del 11M propagada por El Mundo y la COPE.

Volviendo a tu pregunta, la respuesta es afirmativa. La crisis general de credibilidad en las grandes cabeceras –en buena medida justificada por su complicidad con los poderosos– ha generado un vacío de confianza que otros se han encargado de ocupar: nuevos medios e influencers apoyados en las tecnologías digitales. Algunos de estos han renovado las mejores tradiciones periodísticas; otros han visto en las teorías conspirativas un eficaz reclamo para captar audiencias escépticas de todo lo que venga de las instituciones dominantes.

La teoría del Gran Reemplazo a mí personalmente me causa escalofríos. ¿Qué otras teorías de la conspiración de ahora mismo te producen más horror, por lo expandidas, absurdas, bien urdidas?

Comparto tus escalofríos, ya que el Gran Reemplazo está siendo aprovechado por Vox y Aliança Catalana para fomentar el odio a los inmigrantes y a las oenegés que los asisten. Igualmente me desvela el negacionismo climático de nuevo cuño. Quienes cubrimos como periodistas desde los años 90  la campaña de las industrias contaminantes para negar el origen humano del calentamiento global y cómo estas terminaron por aceptar su responsabilidad en el trastorno climático, vemos que el negacionismo resurge como el relato de un gigantesco engaño perpetrado por científicos, ecologistas y empresas de energía renovable con fines espurios. En momentos en que la temperatura sube y sube, y los desastres climatológicos se multiplican, narrativas de esa calaña nos distraen de los tremendos retos que debemos afrontar. Quizá lo más inquietante sea lo que revelan en cuanto a la falta de credibilidad en las instituciones científicas, actitud que ya se puso de manifiesto en la pandemia del Covid, aunque el grueso de la población se vacunó, demostrando que, a menudo, el barullo mediático del conspiracionismo tiene menos arraigo social del que aparenta.

¿Qué personajes contemporáneos crees que han sufrido mayores y más brutales ataques conspiranoicos? Leyendo tu libro, yo citaría a Bill Gates, Hillary Clinton y Soros…

Esas personalidades han sido objeto de teorías aberrantes, y, en el caso de Soros, casi todas antisemitas. A la lista se añade ahora Keir Starmer, el primer ministro británico, al que Elon Musk acusa de haber encubierto una red de pedófilos (es notable la obsesión con la pedofilia de muchos conspiracionistas). En España hubo bulos que implicaban a Begoña Gómez, la esposa de Pedro Sánchez, en el tráfico de drogas con el servicio secreto marroquí. Es evidente el uso de estas teorías como instrumentos de desprestigio. Como es habitual, desvían la mirada de los problemas de  fondo: si hay algo que reprochar a Gates no es la demencial historia del chip en las vacunas contra el covid, sino su negativa a liberar sus patentes.

¿Por qué nos gustan tanto estas teorías?, ¿nos pone que haya secretos, ‘Estados profundos’ más allá de la aburrida y anodina realidad que vive mucha gente?, ¿necesitamos que haya algo más que las fuerzas centrípetas del capitalismo?

Para no sobrecargarse, nuestra mente necesita explicaciones rápidas de lo que sucede en el entorno, especialmente de los hechos complejos y dramáticos. Las explicaciones que señalan de inmediato una causa e identifican un culpable, aunque superficiales, son cognitivamente económicas, nos ahorran hacer sudar las neuronas. Todos somos espontáneamente un poco conspiranoicos, y no es extraño que demos por buena alguna historia conspirativa, incluso relativas a las competiciones deportivas. Cosa muy distinta es ver el mundo en clave de conspiración y considerar que la historia marcha a golpe de los complots de grandes titiriteros mientras el pueblo llano confunde el decorado con la realidad y piensa que la política visible es la verdadera. Pero la gente que razona de este modo constituye una minoría muy reducida.

Por otra parte, los complots ponen un toque de misterio a la vida, por lo general bastante prosaica, y eso nos gusta, como indica nuestra afición a series que, en gran parte, versan sobre conspiraciones. Sobre todo, nos fascina el secreto; pensamos que todo secreto es negativo y siempre oculta actividades nocivas para la sociedad, cuando la mayoría son irrelevantes. El conspiracionismo se ceba con nuestra ansiedad ante el secreto, pues el complot es, por definición, secreto. Y explota nuestra avidez por conocerlo prometiendo inminentes revelaciones que siempre se frustran, como ocurre cuando se abren los archivos clasificados sobre OVNIs y no aportan las prometidas pruebas sobre el ocultamiento de platillos voladores.

A estas condiciones generales se suma una variable relativa a nuestra circunstancia actual: el descrédito de las ideologías liberales y progresistas, el cual se ha contagiado a las instituciones que funcionaban como garantía del progreso: la ciencia, la democracia, la prensa, el sistema judicial… Esto multiplica el escepticismo en las versiones “oficiales”. Y como no podemos vivir en la incredulidad total, se genera una demanda por versiones “alternativas”.

Pero, a veces, sospechar es bueno, ¿no? Y las cloacas del Estado existen, vaya si existen… Sospechar es el primer paso para destapar esas cloacas.

Vivimos en un mundo donde se conspira a discreción; conspiran los bancos, los políticos de todos los colores, las mafias, los evasores fiscales, las agencias de inteligencia… Pero la mayoría de esas tramas fracasan. En cualquier caso, si resolvemos destaparlas (yo no destaparía las que persiguen fines que valoro positivos, como las filtraciones sobre abusos ilegales organizadas por Anonymous), debemos hacerlo con fundamento, pruebas contrastadas y no indicios; causalidades confirmadas y no asociaciones y coincidencias; y sin inferir que el beneficiario de un hecho es necesariamente su autor, como hacen los que sostienen que, como Lyndon Johnson accedió a la presidencia gracias a la muerte de Kennedy, fue él quien planeó el magnicidio. Los periodistas tienen una cultura de la sospecha y ven manos negras por doquier, y está bien como acicate para emprender una investigación, pero no podemos contentarnos con presunciones. Estoy abierto a creer en cualquier conspiración –creo en varias, la del GAL y las que organiza Putin para cargarse a opositores exiliados– si me la demuestran con hechos objetivos y cumpliendo criterios de coherencia y verosimilitud.

Pablo, ¿no te parecen arriesgadas algunas afirmaciones que realizas en tu libro, como exculpar absolutamente al Rey emérito de toda implicación en el 23F o rechazar de plano que la estructura policial utilizara la droga para debilitar los movimientos juveniles independentistas y violentos en Euskadi?

Respecto de Juan Carlos y el 23F tengo mis sospechas, como muchos, pero no veo datos suficientes como para dar por probada su parte en las intrigas que le adjudican; de ahí que juzgue necesario que se libere la información clasificada acerca del golpe de Tejero. Cuando ello ocurra –y hay resistencias a sacarla a luz– puede que conozcamos en detalle el papel del rey emérito y de los participantes en la trama civil. No olvidemos que el problema de fondo radica en la escasa transparencia del Estado, limitada por una obsoleta ley de secretos oficiales que los partidos mayoritarios se niegan a cambiar. Ahí hay que poner el centro.

En cuanto al uso de la heroína en Euskadi para contrarrestar la radicalización juvenil, el día en que acrediten la existencia del plan de cómo decenas de camellos repartían papelinas a diario en distintos puntos del País Vasco coordinados por agentes policiales, me lo creeré. Solo se ha probado que algunos miembros de las fuerzas de seguridad distribuyeron droga a sus informantes. La adicción a la heroína se disparó en diversas regiones de España en la misma época, siempre ligada a la angustiosa situación de la juventud obrera de resultas del paro, la desindustrialización, etc… ¿O vamos a pensar que si la Guardia Civil no hubiera estado en el País Vasco ésta habría sido la única comunidad de España libre de aquel flagelo? ¡Absurdo! Además, encuentro muy sugestiva la semejanza de esa versión con la teoría manejada años antes por los Panteras Negras en Estados Unidos, que acusaban al FBI de distribuir droga a los jóvenes afroamericanos para anular su vocación revolucionaria. Las teorías conspirativas saltan de un país a otro con pequeñas modificaciones (aquí, la Guardia Civil en lugar del FBI). Recomiendo la exhaustiva investigación de Pablo García Varela, ETA y la Conspiración de la heroína, que reconstruye cómo ETA inventó el mito de la mafia policial de la droga con propósitos propagandísticos, y justificó con ese pretexto una serie de asesinatos.

¿Qué opinas del Club Bilderberg?

El Club Bilderberg es uno de tantos espacios sociales en los que se citan los ultra-ricos y los figurones ávidos de influencia para hacer networking y reforzar su estatus social (en cada país hay círculos semejantes, como el Club Siglo XXI en España). Escritores especializados en el nicho editorial del conspiracionismo les presumen toda suerte de poderes y tejemanejes. Antes, el cuco era la Comisión Trilateral, y actualmente lo es el Club Bilderberg junto con el Foro de Davos, otro escaparate donde se pavonean los ricos y famosos y sus comparsas. Son avatares de un recurrente cliché del conspiracionismo: la sociedad secreta resuelta a apoderarse del mundo, que se remonta a las fantasías sobre masones, jesuitas y judíos de los siglos XVIII y XIX. Estas teorías centran su atención en entidades muy mediáticas y en la práctica poco relevantes (la caída en el olvido de la Trilateral lo corrobora; la impotencia frente al Brexit del club Bilderbeg, defensor a ultranza de la UE, lo certifica), y la desvían de los cónclaves donde se toman decisiones importantes: el G-7, el G-20, el FMI, las cumbres de la OTAN, el Consejo de Seguridad de la ONU… Para quienes piensan que la política visible es un montaje y que los asuntos decisivos se gestionan en la oscuridad, lo que se despliega a ojos vista carece de valor. Olvidan que la política oscila entre la luz y la oscuridad: la estrategia de Reagan hacia la Nicaragua sandinista tenía una faz pública (ataques diplomáticos, agresiones militares, embargos económicos…) y otra clandestina (los acuerdos de la CIA con la Contra y el papa Juan Pablo II para desestabilizarla). Quien ignore ambas facetas no entenderá cómo funciona el mundo.

¿Y de la CIA y el Mossad?, ¿no dan mucho de sí para todo tipo de sospechas?

Vaya por delante que soy forofo del espionaje, del real y del ficticio. Soy fan de Le Carré y devoro todo estudio sobre los servicios secretos que se publica. Lo que más me ha sorprendido es su escasa incidencia política; su papel, sacando excepciones, es más bien auxiliar. Los Aliados no ganaron la guerra porque Alan Turing descifró el código Enigma, aunque sin duda ayudó: la clave fue la superioridad aplastante de recursos de los anglosajones. Los espías dan mucho para la especulación, pues uno de sus cometidos es realizar acciones encubiertas, por eso se los sobrevalora. En América Latina hubo una obsesión con la CIA, le adjudicaban todos los crímenes y golpes de Estado, transmitiendo la falsa idea de que era todopoderosa, con el efecto de generar un sentimiento de impotencia sobre el poder de la movilización social (confieso que, habiendo crecido durante la Guerra Fría, compartí esa percepción paranoica). Pero hay pocas agencias de espionaje de cuyos entresijos se sepa tanto como de la CIA. Gracias al periodismo, a las confesiones de sus ex agentes y a las pesquisas del senado estadounidense conocemos las pocas jugadas que le salieron bien y sus numerosos fallos. Ahora está de capa caída y –salvo Maduro, que la culpa de su desastrosa gestión–, su lugar en el imaginario de la conspiración lo ocupan el Club Bilderberg, el Foro de Davos, la OMS y el Deep State.

El Mossad, en cambio, sigue siendo muy útil para eximir de responsabilidades a los políticos árabes: si el régimen de Assad colapsa no es porque la mayoría de los sirios se hartó de sus atrocidades, sino porque el Mossad organizó su caída.

¿Qué vaticinas con la segunda era Trump al frente de la Casa Blanca, ahora con Elon Musk como ‘segunda dama’ en detrimento de Melanie?

Suponiendo que esta pareja de hecho no acabe como el rosario de la aurora, nos enfrentaremos a una avalancha de fake news, “hechos alternativos” y bulos de mayor envergadura a la que sufrimos durante el primer mandato del Conspiracionista en Jefe (de hecho, ya los trumpistas están acusando a los “eco-terroristas” de los incendios en California). Y además, favorecida por la decisión de Musk, propietario de X, y Mark Zuckerberg, dueño de Facebook, de suprimir el fact-checking de sus redes y abrir las compuertas a las teorías conspirativas. La incógnita es ver cómo reacciona la opinión pública ante esta riada de infundios. Hay teorías conspirativas de izquierda y teorías de derecha, pero en los últimos tiempos son las últimas las que llevan la voz cantante.

¿Crees que está en peligro el ‘Orden Mundial’ establecido tras la Segunda Guerra Mundial, que entramos en un nuevo caos?

Hace rato entramos en un situación caótica, producto de la creciente pérdida de hegemonía de Estados Unidos y de la competencia de las potencias emergentes por el liderazgo internacional, con un marcado giro a la ultraderecha. En ciertos aspectos presenta elementos novedosos, en otros recuerda a los años 30. Entonces el fascismo explotó el mito de la conspiración judía, y el estalinismo se consolidó achacando a quienes disentían contubernios inverosímiles. Y sus parroquias se los tragaban: los simpatizantes de la ultraderecha aceptaban cualquier barbaridad atribuida a los judíos; y los comunistas creían, si lo decía el Kremlin, que progresistas de toda la vida eran agentes de Hitler, Mussolini o Franco. Temo que ahora la división en bloques enfrentados se agudizará, y los partidarios de cada bloque repetirán como loros las narrativas conspirativas que a los líderes de estos les convengan.

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