‘La caja de Pandora’, 95 años de un abismo de erotismo y fatalidad
El director austriaco Georg Wilhelm Pabst estrenó en 1929 uno de los melodramas más famosos del cine mudo, ‘La caja de Pandora’, y consagró como mito erótico a la actriz estadounidense Louise Brooks, con quien rodó ese mismo año ‘Tres páginas de un diario’. Constituyeron los hitos culminantes de las carreras de ambos. Con la llegada del sonoro, Brooks, de regreso a su país, apenas logró contratos para nuevas películas y, con poco más de 30 años, dejó de actuar. Pabst, más allá de la década de los 30, perdió casi por completo su talento. La reciente reedición en las distribuidoras Criterion y Eureka de ‘La caja de Pandora’ nos asoma a su abismo de deseo y fatalidad.
Los años que van de 1923 a 1931 “fueron el punto central” de la vida de Georg Pabst, según recuerda su hijo Michael Pabst en una entrevista incluida en la edición de Criterion. Ya no volvió a encadenar tal sucesión exitosa de filmes hasta su muerte en 1967, salvo el gran El último acto, de 1955, en torno a los diez últimos días de Hitler.
En aquel periodo de apogeo del cine alemán, época de crisis política y social y de una creatividad desbordante, Pabst exhibió toda su sabiduría cinematográfica. A través de un cine realista y psicológico, expuso las derivas del deseo sexual de hombres y mujeres (en Crisis, La caja de Pandora, Tres páginas de un diario) y las penurias de una Alemania convulsa y herida aún por las secuelas de la Primera Guerra Mundial (Carbón y Westfront). Aunque de una posición burguesa holgada, simpatizó con el socialismo y creía que había que comprometerse para mejorar las condiciones de la sociedad y construir un mundo mejor, como trató de hacer él a través de algunas de sus películas.
Fue un hombre ambivalente, según lo define la directora Angela Christlieb en un documental que realizó sobre el cineasta austriaco. Una especie de patriarca dominante de su familia y simultáneamente un hombre capaz de entrar en la sicología femenina y desplegarla en imágenes, en el contexto de una república alemana de cabarets y libertad, con una censura más vigilante en las salas de cine que en los teatros, porque a aquellas afluía masivamente el público y, por tanto, el impacto en sus maleables conciencias era exponencialmente superior.
En esas salas, la exhibición del deseo masculino y femenino en una película como La caja de Pandora puso frente a sus espectadores la moral colectiva de una burguesía acomodada, de gentes del mundo del espectáculo y de la noche. Hombres deseantes y mujeres deseantes (de otros hombres, de otras mujeres). Hombres atraídos y atrapados por una mujer que no espera más que reciprocidad de ellos. Esa mujer es Lulú, cuya imagen icónica (cabello oscuro, liso, recortado, con un flequillo que recorre alineado la frente) convirtió a su intérprete, Louise Brooks, en uno de los mitos eróticos de aquel cine mudo. Lulú fascina a los hombres (y a una mujer) por su desinhibición, su independencia, por sus decisiones aparentemente libres. Ni dócil, ni manejable, ni formal. No es esta una mujer socialmente determinada para conformar una familia, criar hijos y servir a un marido. Al contrario, abre un espacio para el juego, el desorden (de los sentidos), en el que su propio deseo oscila entre la pulsión sexual y el afecto, mientras que ciega y somete el de los hombres, como atraídos por cantos de sirenas.
“Uno no se casa con ese tipo de mujer: sería un suicidio”, piensa su amante, un veterano y relevante periodista, que, sin embargo, ante la posibilidad de perderla, asume el descrédito social que le acarrearía y accede a casarse con ella. Pero el mismo día de la boda, la encuentra en el dormitorio con un viejo protector de ella. La pareja discute. Él le entrega a ella una pistola. Suicídate o me convertiré en tu asesino, viene a decirle. En ese forcejeo, el arma se dispara y él muere.
Durante el juicio, el protector organiza una fuga y la libera. A partir de ahí, la vida de ella se abre bajo sus pies y va degradándose durante un viaje físico (de Alemania a Francia e Inglaterra) y de transformación interior. Su mundo de desahogo, de liberación que discurría en una sociedad acomodada va desvirtuándose, reemplazado por un submundo turbio y violento, donde la condición del deseo de ella da paso a la supervivencia.
Nada de la brillante puesta en escena de La caja de Pandora, de su elaborada maraña sentimental, habría pervivido sin la principal contribución que hizo Pabst en su película: la interpretación. Solo cabe atribuir al fervor realista del cineasta este elemento decisivo. Sorprende aún hoy la sobriedad, la contención de las interpretaciones de los actores de Pabst si uno las contrasta con la abundancia de mascaradas actorales que manchan el cine mudo con su desmelenamiento melodramático, como de chafarrinón, grotesco, que vuelve risible lo que debía conmover. Este efecto, que alcanza en algunos momentos a películas contemporáneas de las de Pabst tan reputadas como Metrópolis, es una herencia teatral que aún no había eliminado el cine.
No se trata, por tanto, del evidente talento de Louise Brooks (Lulú) o de Fritz Kortner (el periodista amante de Lulú), sino fundamentalmente de la consciente decisión de Pabst de guiar a sus actores para que expresen con naturalidad los gestos, las emociones. La ausencia de énfasis vuelve cotidianos a estos personajes, vuelve reconocibles sus comportamientos, de manera que le permite a uno mirar por dentro de ellos y contemplar sus zozobras de deseo y angustia, que siguen resonando en La caja de Pandora casi un siglo después.
No hay comentarios