“El único recuerdo que conservo de ti, madre, fue que quisiste matarme”
Una hija debe cuidar a su madre, aquejada de Alzheimer, que intentó matarla cuando niña. Es la sencilla y rotunda premisa de la que parte la novela corta ‘Tu nombre mío’, de Antonio Manuel (Almodóvar del Río, Córdoba, 1968), publicada en el sello Berenice (Grupo Almuzara). Un centenar de páginas de relaciones humanas envueltas en un paisaje azotado por la sequía y que se desarrollan en primera persona con un poético ritmo de esencias y silencios. Una bellísima y dura historia entre esas dos mujeres, un pastor magrebí y la naturaleza de una sierra andaluza. En ‘El Asombrario’ nos hemos sentido cautivados por el relato de Antonio Manuel y por eso os traemos aquí un pedazo, dos de sus capítulos, en los que la naturaleza, nuestra razón y alma de ser, desempeña un papel protagonista.
“Sólo dos ruidos rompían la quietud de nuestra rutina diaria: la moto del marido de la tendera cuando nos subía los mandados a media mañana, y los ladridos del perro al cercar el rebaño con el crepúsculo.
El pastor era mucho más discreto. Solía bañarse afuera con el agua de la alberca, y, antes de entrar en casa, quemaba las agallas de la cornicabra en el poyo de la ventana para ahuyentar los malos olores. Raro era el día en que no cazaba una liebre con su cayado. Él mismo la desollaba, le aseaba las entrañas, y la guisaba con un sofrito que olía a gloria. A menudo traía hierbas de nombres extravagantes que colgaba de las vigas de la cocina en manojos para secar. Con las hojas del matagallo lo mismo quitaba la tizne de las ollas que se limpiaba el trasero en el campo. Con el palo sanguino hervía una infusión para irnos a dormir, cuyo efecto relajante aumentaba al dejarla reposar lo que dura la fatiha del Corán o un padrenuestro. Y con la flor del pericón, macerada en aceite cuarenta días y cuarenta noches a la luz de la luna, preparaba un ungüento con el que te curó las magulladuras de la caída.
Bien entrada la noche, más que romper el silencio, el pastor lo acariciaba recitándonos poemas a la luz de su carburo, siempre rematados con una sonrisa. Luego nos relataba con pelos y señales su jornada. Me parecía mágica esa capacidad suya para convertir la monótona labor de cuidar ovejas en una aventura apasionante. Hasta sabía distinguir con los ojos cerrados si estaba en la sierra o en la campiña, con sólo escuchar el canto de la totovía o de la avutarda. Tan analfabeta me sentía a su lado que, después de ayudarme a bañarte y acostarte, fumando juntos en el soportal, le pedí que me enseñara a leer la tierra”.
***
“Aprovechando que dormías y que yo no lo había logrado en toda la noche, me tomé la licencia de dar un paseo con el pastor al rayar el día.
Antes de emprender cualquier faena, el joven arrojó la alfombrilla al suelo para rezar. Me llamó la atención que no se orientara con exactitud a los primeros destellos solares. Entonces me explicó que Meca siempre está en el mismo sitio, al sureste desde aquí, no como el sol que hace semanas que emprendió su camino al solsticio de verano elevándose hacia el norte.
Luego me enseñó a ordeñar una cabra, acometiéndola por detrás, hablándole, acariciándola y masajeando las ubres de menos a más fuerte, hasta alcanzar el equilibrio entre dulzura y rudeza con el que ganarme su confianza. Me dijo que convenía mezclar alguna cabra en el rebaño de ovejas, además de por bebernos su leche, para amamantar a los borregos que quedaron sin madre o que fueron renegados por ella. El pastor no tomó conciencia de su metedura de pata hasta que me temblaron las manos y derramé la cubeta. Ambos callamos. El rubor de su cara me bastó de disculpa.
Mientras caminábamos por una colada, el pastor le hacía nudos a la retama para espantar el mal de ojo y no perderme a la vuelta. Me tapó los oídos durante unos segundos con la intención de descontaminarme de ese ruido blanco que nos impide atender a la música de la naturaleza. Y, como si fuera un milagro, aprendí a escuchar al diminuto buitrón, al tronchastiles, al cuco, al triguero o al pincho.
El pastor se emocionó al decirme que el canto de los abejarucos y las oropéndolas le trasportaban a sus collados rifeños, que le hacían sentirse en casa porque el suelo era el mismo, porque el decorado era el mismo, porque los olores eran los mismos, porque el techo era el mismo, un cielo sin fronteras, alambradas ni concertinas.
Tanto disfrutaba del paseo, que me olvidé de fumar y me olvidé de ti. El tiempo se había detenido como las agujas del reloj de carrillón, sin darme cuenta. El mono de encender un cigarro, las hizo correr de nuevo. Volví a paso ligero, siguiendo los nudos de la retama, algo perdida, sola. Al llegar a casa, la puerta estaba abierta, te habías ido y el reloj seguía marcando las dos y cuarto”.
No hay comentarios