Jardines abiertos y huertos urbanos para atraer la esperanza

El jardín del cineasta Derek Jarman en su casa Prospect Cottage.

Cuidar un huerto es una forma de asumir compromisos con un lugar, de responsabilizarnos de un fragmento de mundo. Y ahora que este planeta está en emergencia, es el momento de hacerlo. La agricultura urbana está ayudando a desplegar mejores versiones de lo que somos capaces como sociedad. A partir de dos libros de reciente aparición, ‘El jardín contra el tiempo’ y ‘Huertopías’ (ambos editados por Capitán Swing), reivindicamos el jardín abierto a la sociedad y al horizonte, y los huertos urbanos como islotes de solidaridad en medio de las ciudades. Y los reivindicamos como senderos a la esperanza en este planeta que está que arde, que se nos quema. 

Haré spoiler, me gusta chafar planes y más si son de lectura, porque fomentan la provocación y por tanto la acción. La escritora y jardinera Olivia Laing termina su último libro, El jardín contra el tiempo (Capitán Swing) con la frase: “Al jardín sacadlo fuera y sacudid las semillas”. Qué gran incitación a romper los muros del jardín privado, del que se esconde tras las vallas, del que cuidan manos expertas, a menudo asalariadas, en un espacio íntimo al que es difícil acceder. Ese concepto de Hortus Conclusus, de jardín cerrado que nos persigue desde el siglo XV y que no hemos podido superar, debe ser revertido de una vez por todas.

En esa búsqueda de “un paraíso común”, Olivia Laing relata sus experiencias activistas para mantener el Prospect Cottage en Dungeness, tras la muerte del cineasta y jardinero Derek Jarman. Ese sí que era un jardín abierto, no había vallas, ni cercamientos, ni siquiera un murete que separara el camino de entrada a la casa de madera, del jardín creado entre piedras, y la extensión de ese territorio vasto y postnuclear.

La autora relata uno de los momentos de intromisión cuando lo visitó y, al darse la vuelta, se topó con la pareja de Jarman, Keith Collins, saliendo a tender la colada. Parecía que el jardín formara parte del paisaje total y, sin embargo, se adivinaban las manos del que cuidaba el espacio, alguien que decidió crear vida y belleza mientras la suya se iba apagando. Crecían clavelinas, Mrs Sinkins, alhelíes, rudas, santolinas, jaras y amapolas. La Naturaleza Moderna de Jarman sigue en las retinas de quienes cultivamos para dignificar lugares anodinos y grises y favorecer que ese espacio vuelva a ser colectivo y disfrutado.

El máximo ejemplo de esa práctica hortícola compartida son para mí los Huertos Urbanos, ese milagro entre el asfalto que transforman, cuidan y riegan manos vecinales para el bienestar de todos. Kois Casadevante acaba de publicar Huertopías, ecourbanismo, cooperación social y agricultura en la misma editorial. “Somos el paisaje en el que nos socializamos”, dice Kois. Eso significa plantar tomates y cosechar relaciones sociales, porque la naturaleza y sus virtudes van unidas a las nuestras, como especie humana que cultiva y recolecta. Está claro que llevamos en los genes esa necesidad de estar al aire libre, aunque sea rodeados de contaminación y coches, para conversar y plantar y además sonreír, porque en un jardín no se puede estar enfadado mucho tiempo. Además, las junglas de asfalto conservan el 20% de las especies de aves del mundo y el 5% de las especies vegetales conocidas, unos 15.000 tipos de plantas; así que no es un lugar tan agreste como parece si le dedicamos cuidado.

Esculturas y pinturas en el jardín de Prospect Cottage. Foto: Karen Roe /CC

Esculturas y pinturas en el jardín de Prospect Cottage. Foto: Karen Roe /CC

La denominada terapia hortícola gana terreno en todas partes y se extiende hasta los campos de refugiados, donde alguien que guardó semillas en sus bolsillos al huir de casa, ha plantado un pequeño jardín entre el barro, para que no le abandone la esperanza. Cuenta Laing cómo es posible que un jardín surja de un lugar bombardeado, pero lo que es seguro es que una bomba destruirá un jardín. En Alepo, durante la guerra de Siria, Abu Waad mantenía el último jardín posible y lo convertía en huerto para dar de comer a los vecinos que resistían entre bombas. Practicaba la siembra como declaración de desafío. “El mundo me pertenece”, decía. “El mundo pertenece a la gente corriente”.

Durante la pandemia, Kois y sus colegas de la Red de Huertos Urbanos pudieron crear en Madrid el movimiento Cosechas Solidarias para que periódicamente se pudieran recoger alimentos de los huertos y destinarlos a los servicios sociales municipales o a las redes de ayuda vecinales.

Es cierto lo que dice Kois; no es un acto heroico, pero cuidar un huerto es una forma de asumir compromisos tangibles con un lugar, de responsabilizarnos de un fragmento de mundo. Y ahora que este planeta está en emergencia, ahora que se nos quema la casa, es el momento de hacerlo. La agricultura urbana está ayudando a desplegar mejores versiones de lo que somos capaces como sociedad. Versiones que no pasan por jardines majestuosos o cerrados, solo para el paseo o deleite de unos pocos. Llamémosle, como lo define Laing, Estado Jardín, una ecología entre especies de asombrosa belleza y completitud, nunca estática, siempre en movimiento y prolífica. Yo, como Olivia, quiero vivir ahí, y lo cierto es que el mundo no sobrevivirá mucho más tiempo si no lo hacemos realidad.

Este puede ser un manifiesto contra el jardín. Abramos la verja del Hortus Conclusus, repartamos sus flores hacia el horizonte y sacudamos las semillas.

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