Marosa di Giorgio: escucha a la misteriosa poeta que te eriza la piel
Este es un viaje a Montevideo y un viaje a la escritora uruguaya Marosa di Giorgio (1932-2004), una criatura inclasificable. Marosa, la del pelo rojo llameante, las túnicas fuera de moda y los largos collares. Marosa, la tímida que se encendía cuando recitaba sus poemas hasta parecer una sacerdotisa druida. La que hablaba con los ángeles y las muñecas. La periodista que escribía de las bodas de la alta sociedad en el diario Tribuna Salteña. Marosa, la muchacha que nunca se casó y tomaba el sol desnuda sobre alguna lápida en el cementerio. Su personalidad deslumbrante y su pose alumbran y se entremezclan aún hoy con zonas misteriosas de su obra.
POR VALERIA CORREA FIZ
Viajo a Montevideo por motivos laborales. Podría ir en avión, pero prefiero tomarme un alíscafo desde Buenos Aires. Es invierno y llueve con resignación sudamericana. Las aguas oscuras y turbulentas del Río de la Plata que separan las dos ciudades son una continuación líquida del cielo. El paisaje fluvial es monótono y no tengo sueño. Mecida por el vaivén de las olas y con grititos infantiles de fondo –han comenzado las vacaciones de in(v/f)ierno–, comienzo a releer algunos poemas al azar de la poeta uruguaya Marosa di Giorgio. Pasan las horas sin que lo note, tampoco escucho el alboroto infantil hasta que el motor de la embarcación hace un rumor sobrenatural en el mismo momento que leo estos versos: “Y Dios perdonó. Se sintió el rumor de sus alas bajando por las uvas”. Siempre me sobrecogen esos raros instantes donde realidad y ficción se alinean o superponen. Por la megafonía se anuncia la llegada a destino. Compruebo que también llueve de este lado del Río de la Plata, que el cielo y el agua son de un abundante color gris.
Ni los altos edificios de la Plaza de la Independencia donde me alojo, ni las palmeras agostadas por el invierno consiguen convencerme de lo contrario: Montevideo no es el territorio más fecundo para alimentar una imaginación tan desbordante como la de la poeta Marosa di Giorgio. En realidad –pienso, hago memoria desde mi cuarto de hotel–, todo Uruguay ofrece, a primera vista, una topografía apacible y sin sorpresas. No hay nada en el paisaje exterior que pueda compararse con el paisaje interior de Marosa. ¿De dónde provienen entonces el “batallón de cañas que marcha y se detiene justo detrás del manzano”, ¿dónde vio la poeta “el alba que bebía la leche, las colinas que se nos cruzan o las hadas y los pájaros que ponen huevos rojos?”. “Toda mi poesía es excusa, una larga evocación de mi infancia”, confesará di Marosa. A la poeta uruguaya le bastaron la huerta de su abuelo italiano y un jardín en la ciudad de Salto para dar a luz a un universo perturbador, poblado de raras criaturas entre las que ella destaca.
Marosa, la del pelo rojo llameante, las túnicas fuera de moda y los largos collares. Marosa, la tímida que se encendía cuando recitaba sus poemas hasta parecer una sacerdotisa druida. Marosa, la empleada municipal. Marosa, la que hablaba con los ángeles y las muñecas. Marosa, la periodista que escribía acerca de las bodas de la alta sociedad en el diario Tribuna Salteña. Marosa, la muchacha que nunca se casó y tomaba el sol desnuda sobre alguna lápida en el cementerio. Su personalidad deslumbrante y su pose alumbran y se entremezclan aún hoy con ciertas zonas misteriosas de su obra. Me gustaría tomarme un café ahora mismo en el Sorocabana, el bar montevideano de la plaza Cagancha donde ella solía pasar largas horas y preguntar a los mozos, a los floristas, a los lustrabotas –porque Marosa era amiga de todos–: ¿Quién era Marosa di Giorgio? Pero el bar hace años que no existe.
UNO. Dicen que Marosa nació en Salto, el 16 de junio de 1932. Era domingo, pero ella afirmaba que estaba “naciendo a cada instante”, aquí y allá, entre “el derrotado maíz o en la garganta misma de las amapolas”. Dicen que sus primeros trece años de vida transcurrieron en una casa rural de propiedad de su abuelo Medici y que el terreno era un trasplante de Toscana: había olivares y vides y hongos italianos, aunque para la poeta la casa albergaba “sólo fantasmas y gente poderosamente milagrosa”. Los campos que la rodeaban estaban “cubiertos de escarcha crecida –como mármol levísimo, lúcido, adecuado sólo para construir estatuas de ángeles– y con las telarañas cargadas de perlas, y las naranjas como bombas de oro, olvidado ya el azaharero origen”.
DOS. Su primera invención fue su nombre de pluma Marosa, la contracción de sus dos nombres de nacimiento: María Rosa. A los trece años, su familia dejó la casona del abuelo Medici y se trasladaron a Salto. A Marosa le gustaba la ciudad. Abandonó “la luz de las tomateras asombrosas, el organdí celeste que tejían las arañas” del campo por la escuela. Le gustaban las clases, aunque a veces “las luciérnagas le quemaban los deberes”. “Era una niña un tanto fantástica”, dirá en una entrevista. “Con mi hermana y la prima Ilse formábamos un trío pálido, hierático. Íbamos al alba al Liceo pero muy pintadas y con flores en el pelo. Esto conmocionó a la población de Salto, gris y rutinaria”. No es difícil imaginar la conmoción. Salto fue también la ciudad de nacimiento de Horacio Quiroga. El escritor uruguayo odiaba su ciudad natal por cruel e hipócrita. Quiroga se marchó en cuanto pudo y juró volver solo convertido en cenizas. Y cumplió. Marosa, en cambio, vivió en Salto hasta 1978, año en el que se trasladó a Montevideo. En Salto escribió sus primeros poemas. En Salto hizo sus primeras armas como actriz, oficio que le serviría más adelante para encarar sus recitales poéticos.
TRES. De su vocación adolescente de actriz, conservó el entusiasmo por el disfraz y la máscara. Se maquillaba con colores estridentes y se engalanaba con colgantes y broches de animales. Tenía una cabellera muy larga y muy roja –le gustaba decir que llevaba “una llama, un corazón de sandía, muchos claveles” coronando la cabeza–. Sigue lloviendo en Montevideo, todo es gris menos mi recuerdo de Marosa. Mientras recorro las calles de la Ciudad Vieja, la imagino con sus altos tacones y la mirada extática con la que nos mira desde algunas fotos. Llego al edificio donde Mario Levrero, otra rara criatura, escribió La novela luminosa. Un señor muy gordo me sonríe y recuerdo a Felisberto Hernández y también a Onetti, escribiendo en la cama y en camiseta. Con afán reduccionista me digo: Chile es territorio de poetas; Argentina, de cuentistas; México y Perú han dado grandes novelistas y ¿Uruguay?, Uruguay es el país de los raros.
CUATRO. Publicó su primer libro, Poemas, en 1953. Luego le siguieron Humo (1955), Druida (1959), Historial de las violetas (1965), Magnolia (1965), La guerra de los huertos (1971) y una veintena más de títulos de poesía, compilados en Los papeles salvajes (Adriana Hidalgo Editora, 2000). También escribió relatos eróticos y una novela. En una librería de viejo de Montevideo compro No develarás el misterio, un libro que recopila 32 entrevistas realizadas entre 1972 y 2004. Todos sus textos –también las entrevistas– son tan inclasificables como ella y están urdidos por sutiles hilos argumentales, casi como los motivos de las telarañas, que se repiten, aquí y allá, y terminan por comunicarse entre ellos, trazando así una red textual que crece, se despliega y repliega, pero que nunca se agota.
CINCO. De su obra poética me interesan particularmente las múltiples metamorfosis que ocurren en hombres, animales y plantas, porque desplazan el orden natural y desprecian las jerarquías. También me atrae la belleza siniestra que subyace en su obra y que revela sutilmente lo que no debería desvelarse, el unheimlich freudiano. Uno de mis poemas preferidos, que ilustra muy bien estas características, dice: “Los hongos nacen en silencio; algunos nacen en silencio; otros con un breve alarido, un leve trueno. Unos son blancos, otros rosados, ése es gris y parece una paloma, la estatua de una paloma; otros dorados o morados. Cada uno trae –y eso es lo terrible– la inicial del muerto de donde procede. Yo no me atrevo a devorarlos; esa carne levísima es pariente nuestra. Pero, aparece en la tarde el comprador de hongos y empieza la siega. Mi madre da permiso. Él elige como un águila. Ese blanco como el azúcar, uno rosado, uno gris. Mamá no se da cuenta de que vende a su raza”.
SEIS. Afectada por un carcinoma óseo desde 1993, Marosa di Giorgio murió en Montevideo el 17 de agosto de 2004. Pensaba encontrar sus restos en el cementerio de Montevideo, pero han sido trasladados a Salto. Ella también volvió a su ciudad natal como Horacio Quiroga.
Lamentablemente mi viaje a Uruguay prevé una breve estancia y sólo en la ciudad de Montevideo. Me quedo con las ganas de visitar su tumba no sé muy bien el porqué. Como si una lápida o unas piedras en un camposanto pudieran desvelar algo de esta poeta, salvaje y original. En el barco de regreso a Buenos Aires –sigue lloviendo con resignación sudamericana– me imagino a Marosa ascendiendo desde su tumba, delgada y sutil como el hilo de una telaraña, hasta la sombra de un ciprés en la hora más profunda de la siesta sudamericana. Me mira con los ojos extáticos y me dice: “Es bello dormir con los ojos abiertos… dejar que pase el viento”.
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