El ocaso de las banderas
Nunca hubo tantas banderas pero nunca, como ahora, tuvieron tan poco sentido. Como otros objetos que han caído en desuso -una cabina telefónica, una máquina de escribir o un mapa desplegable- su ocaso ya está escrito. Vivimos tiempos de banderas porque hemos iniciado su final. Sus primeros últimos coletazos. Para que actualmente una bandera fuera realmente representativa debería estar hecha de retales de diferentes aspectos que nos conforman, tanto individual como colectivamente, y además ser cambiante, no como estas, impertérritas al paso de los días y los ánimos.
La escalada de banderas en ventanas, balcones y fachadas en los últimos tiempos, incluso su proliferación en continuas manifestaciones ciudadanas, pudiera hacer pensar que el estandarte territorial se ha revalorizado como elemento de carácter representativo. No obstante, si analizamos detenidamente la dinámica de la sociedad actual, podríamos concluir que ese mimetismo cada vez resulta más alejado de la realidad. No se trata de negar la vigencia del vínculo emocional entre la bandera y la persona –lo cual sería absurdo-, sino de constatar que su función simbólica va en dirección contraria a la evolución del mundo contemporáneo.
Las identidades no son más que el conjunto de manifestaciones derivadas de una forma de vivir. Por tanto, un colectivo tiene una identidad determinada a partir de la convivencia que se produce por parte de los miembros que lo componen. Las identidades nacionales son el fruto de la relación de sus poblaciones a lo largo de la historia. Hasta allá donde llega, o llegaba, esa convivencia común alcanza sus rasgos que, a su vez, tendrán matices diferentes, según las regiones, provincias o municipios, que añadirán su propio perfil particular en virtud de la relación de sus respectivos habitantes.
En la medida que la comunicación entre personas no solo ha ido excediendo todos esos ámbitos sino que se ha multiplicado exponencialmente, hemos pasado de un escenario fronterizo de blancos y negros, con algún gris ocasional, a un marco global en el que el blanco y el negro constituyen una rareza y la gama de grises resulta incalculable.
La bandera tiene un origen bélico, era la enseña para identificar a la tropa y para ser izada como testimonio de la conquista. En la memoria histórica permanecen grabadas escenas, como la de los soldados norteamericanos alzando la de las barras y estrellas en la isla de Iwo Jima o la de un soldado del ejército rojo ondeando la de la hoz y el martillo sobre una azotea del Reichstag en Berlín. Dos imágenes de un incuestionable valor icónico pero que en su fondo –aunque sería justo precisar que no en su forma- no difieren en mucho de la de un pacífico ciudadano que coloca plácidamente la suya en su balcón.
Porque la bandera ha constituido desde sus orígenes una reafirmación de un grupo en base a una serie de denominadores comunes, significados en dicho emblema, pero también con un sentido excluyente. Ser no solo por lo que se es sino también por lo que no. Una reivindicación que por sí misma no tiene por qué interpretarse como algo negativo, solo que, hoy en día y cada vez más, difícilmente puede ser exacta.
La Libertad guiando al pueblo es un célebre cuadro, obra de Eugène Delacroix, expuesto en el Museo del Louvre. El lienzo representa la sublevación de París contra su rey, inicio de la revolución francesa. El centro de la pintura está presidido por una mujer -alegoría de la libertad- que guía a los ciudadanos empuñando la bandera tricolor. Y efectivamente todo el pueblo la sigue como atestigua la diversidad de los personajes: por un lado, un burgués con sombrero de copa y, por el otro, una persona de condición más humilde pero, en cualquier caso, unos y otros aglutinados por el mismo estandarte que los sintetiza.
La realidad social de hoy, en cambio, no es simplemente dual ni tan siquiera puede ser reducida a un compendio de clasificaciones un poco más complejo. Si mestizaje y evolución fueron factores que determinaron en cualquier periodo la identidad de una sociedad, hoy en día son circunstancias que suponen la propia identidad en sí. Para que actualmente una bandera fuera realmente representativa debería ser una suma de infinidad de retales de diferentes aspectos que nos conforman, tanto individual como colectivamente, y además ser cambiante.
Uno de los motivos por el cual ha repuntado el uso de este distintivo lo podríamos atribuir precisamente a la creciente necesidad de referentes en los que reconocerse en mitad de la indefinición producida por un mundo que ni para de cambiar ni parece posible que vaya a dejar de hacerlo. La imagen está cobrando, además, una relevancia inusitada. Procesamos las imágenes hasta 60.000 veces más rápido que los textos y el 90% de la información que transmitimos a nuestro cerebro es visual. Las redes sociales potencian este tipo de contenidos más que ningún otro. Hasta los centros de poder ya son plenamente conscientes de que una foto puede resultar mucho más trascendente que cualquier discurso. Y la bandera es imagen y símbolo, pero precisamente por ello no podemos caer en su engaño.
Somos seres semióticos, el lenguaje simbólico modela nuestra concepción de las cosas y de lo que sucede, pero lo hace condicionando nuestra percepción desde su propia limitación. Según Umberto Eco, el lenguaje simbólico es distorsionante: “Toda expresión de la realidad mediante la abstracción sería recurrir a la mentira”. La pasión que puede suscitar, en ocasiones, la identificación con una bandera –sin dejar de ser sincera- no da cuenta de nuestra esencia completa, en ningún caso es definitoria de lo que somos y de lo que es la sociedad en la que vivimos. Hoy, menos que nunca.
El denominado procés catalán cobró un importante impulso hace unos años a raíz de un peculiar aspecto que excedía de su ámbito. En cuestión de pocos meses, el fenómeno del independentismo traspasó su habitual campo de acción –social, mediático y asociativo– para instalarse en el escenario común: las calles de Catalunya se poblaron de estelades –la variante independentista de la tradicional bandera catalana- de tal modo que resultaba imposible dar un simple paseo, por cualquier localidad, sin apercibir su constante presencia. La conquista del escenario público posibilitó un doble efecto: perpetuaba la reivindicación sine die y la dotaba de una apariencia de superioridad numérica, fuera cierta o no (extremo que no pretendo ni me compete determinar). La cuestión es que aquella coyuntura solo fue posible gracias al abastecimiento de miles de banderas que, durante años, proveyeron los cientos de comercios chinos establecidos por todo el territorio. El factor de reafirmación local, paradójicamente, se fortalecía gracias a una circunstancia producto de la globalización.
Convivimos con seres de todo tipo de nacionalidades y culturas. Viajamos y emigramos más que nunca. La economía en la que participamos se proyecta globalmente. Nuestro consumo cultural y de ocio está diversificado en producciones de muchos países diferentes. Cada vez participamos de más fiestas y costumbres de un origen completamente ajeno. Nuestro radio de interés informativo alcanza cualquier punto del planeta. Cientos de miles de millones de mensajes se envían diariamente, con destino a cualquier parte, a través de redes sociales, correos electrónicos y apps. Pretender mantenerse como siempre es simplemente una ingenuidad.
Nunca hubo tantas banderas pero nunca, como ahora, tuvieron tan poco sentido. Como otros objetos que han caído en desuso: una cabina telefónica, una máquina de escribir o un mapa desplegable, su ocaso ya está escrito. Ahora vivimos tiempos de banderas porque hemos iniciado el final de las mismas. Sus primeros últimos coletazos. No será de hoy para mañana pero, a largo plazo, estamos abocados inevitablemente a determinarnos como aquello que realmente supondrá el único denominador común de una comunidad desorbitadamente hiperconectada: nuestra condición de personas, en esencia, nuestra verdadera patria. Las únicas banderas que hoy en día guardan cierta coherencia con nuestro tiempo y, sobre todo, con los que están por venir, son las de la playa, que sirven por igual para todos y que, además, cambian en cualquier momento en función de los acontecimientos.
Comentarios
Por Carmen, el 28 octubre 2017
La Libertad guiando al pueblo representa la sublevación contra Carlos X en 1830, no anuncia la revolución francesa de 1789.
Por ernesto tancovich, el 28 octubre 2017
En la Argentina padecemos un problema adicional: no sabemos con exactitud cuál es el color de nuestra bandera. En antiguas acuarelas aparece representada con un categórico azul cerúleo. Con el tiempo fue variando a un celeste cada vez más desleído. En algún momento se designó una comisión destinada a establecer su color definitivo. No hubo más noticias al respecto. Con la importación china hoy presentan una gran variedad de tonos de azul, que transitan del cerúleo a un celeste neblinoso, con algunas curiosas intromisiones violáceas. Las que permanecen largo tiempo a la intemperie terminan con su azul y blanco uniformados en una vaga niebla grisácea. Tal vez tantas indecisiones y mutaciones reflejen los avatares de nuestra corroída y fragmentada identidad nacional
Por Cepuy, el 28 octubre 2017
Cierto que nunca hubo tantas banderas. hasta ahora solo ondearon con profusión las ondeadas por independentistas vascos, catalanes y otros. Ahora se ha doblado el número porque han empezado a ondear la bandera nacional. Y ahora es cuando parece que se nota su número. Pues a mí me parece bien que haya tantas
Por Lord Innsmouth, el 29 octubre 2017
Las banderas son ni más ni menos que trapos de colores que se usan para atacar, separar, delimitar y discriminar a unos individuos de otros, en función de cuestiones arbitrarias como el lugar de nacimiento, el color de piel o la lengua.
Pero no estoy de acuerdo con el autor del artículo en que estamos viviendo el ocaso de las banderas. Me temo que es al revés, cada vez se agitan con más agresividad y mayor obsesión.
Si por mí fuese las usaría para lo que sirven los trapos: limpiar la mugre.