Carlos Mayoral: “Me niego a creer que alguien haya disfrutado con el ‘Ulises’ de Joyce”
A Carlos Mayoral le encanta imaginar que su vida es pura literatura, “quizá porque el arte es mucho más voluble, dúctil, moldeable y, por decirlo claro, mucho mejor que la vida”, asegura. Siente pasión por los clásicos y una atracción especial por los escritores atormentados, malditos y suicidas, a los que rinde homenaje en su nuevo libro, ‘Empiezo a creer que es mentira’.
“He estudiado en la universidad para conocerlos, me he dejado la mitad de mi sueldo para comprenderlos”, escribe en Empiezo a creer que es mentira (Círculo de Tiza), su segundo libro que acaba de publicarse, una obra por la que desfilan reconocidos e ilustres suicidas de las letras como Cesare Pavese (“Mi principio es el suicidio”), Stefan Zweig (“Yo más impaciente me voy antes que ellos”), Virginia Woolf (“Empiezo a oír voces y no puedo concentrarme”), Anne Sexton (“Ese suicidio me pertenecía”) y muchos más como Sylvia Plath, Paul Celan, Mariano José de Larra (de hecho su perfil en twitter es @LaVozDeLarra)…
Una vez Carlos Mayoral (Villaciosa de Odón, Madrid, 1986) quiso ser Roberto Bolaño y creó con amigos el grupo de “Los infrarrománticos”, en homenaje al escritor chileno. Como confiesa en este nuevo obra, que prologa María Jesús Espinosa de los Monteros, la escritura de Emilia Pardo Bazán es la que más le atrapa. “Es tal mi capacidad de confundir la realidad de Pardo Bazán con la mía que a menudo creo haberla escuchado hablar”. Mayoral ha escrito un libro de amor por la literatura, un libro que inyecta esa pasión inexplicable por la lectura, que invita a no dejar de conjugar el verbo leer para sobrevivir.
Susan Sontag lo tenía claro: “Las únicas respuestas interesantes son aquellas que destruyen las preguntas”. ¿Cuántas preguntas crees que podrás destruirme en esta entrevista?
Pero también decía Unamuno que un entrevistado tiene que intentar “contestar a aquello que no se le pregunta y dejar sin respuesta aquello que se le interroga”. Y yo soy más unamuniano que sontagesco. (Risas)
El suicidio atraviesa tu segundo libro, ‘Empiezo a creer que es mentira’, y buena parte de la literatura. Aseguras sentir una atracción especial por el personaje atormentado, por el escritor suicida y añades que incluso estudiaste en la universidad para conocerlos con más detalle. ¿Qué te atrae de esos escritores como Virginia Woolf que un día se llena los bolsillos de piedra y se pierde en un río o ese Paul Celan, que se sube a lo más alto del puente Mirabeau de París y desaparece entre las aguas del mítico Sena?
Bueno, lo primero que necesito decir es que no sé hasta qué punto esa primera persona que habla en el libro me pertenece. Supongo que siempre me consulta antes de hablar, pero él tiene su espacio propio entre la verdad y la mentira. Dicho esto, lo que le atrae a esa primera persona de estos autores es el uso que hacen de la literatura. Suelen utilizarla como puerta de atrás para huir de unas biografías que, por ejemplo en los casos que citas, más parecen una condena que una vida merecedora de ser vivida. La ficción, en todos estos casos, ejerce de salvavidas. Un poco a la manera de Alonso Quijano, que cuando comprende que ha sido obligado a volver a la realidad, decide morirse.
Los suicidas dejan tras de sí, a veces, una gran obra y también unas últimas notas manuscritas más que peculiares. La del escritor chileno Augusto Labarca es para llevarla doblada todos los días junto al carné de conducir, las llaves de casa y la cartera, especialmente por la frases que le deja a su mujer para cuando escuche el disparo: “Mi mujer despertará sobresaltada y espero al borde del infarto. Con su pan se lo coma, hija de puta”. Hay que tirar de mucha valentía y valor para despedirse con ese humor.
Es que para ellos la muerte es casi un alivio. Supongo que aquel que siente mucho apego por la vida tiende a observar la muerte de lejos, ajena, por eso la afronta con temor. Sin embargo, el que coquetea a menudo con ella, como es el caso de Augusto, se familiariza y la trata como a un ser querido. No es tanto humor como normalización.
“Mi principio es el suicidio”, decía Pavese…
Y tenía razón, puesto que hoy Pavese está más vivo que cuando afirmó eso. Sin ir más lejos, en los últimos meses he leído dos biografías sobre su figura. El oficio de vivir, en Seix Barral, y una reflexión de Tallón sobre su figura en Fin del poema. Sospecho que Césare ha trascendido a la muerte y maneja hoy los hilos con más cordura que entonces.
A Jorge Luis Borges le preguntaron una vez en qué momento se había hecho mayor y el escritor argentino respondió: “El día que acepté preguntas”. En el caso de Agatha Christie ni siquiera aceptaba entrevistas y si ya hablamos de Pynchon… Por cierto, el escritor Jules Siegel, amigo de Pynchon, aseguró en una entrevista que la principal razón por la que éste eludía cualquier evento público era porque tenía problemas de dentadura. Desaparecer a lo Salinger parece hoy improbable en un panorama literario dominado por la sobreexposición, las presentaciones, las redes sociales…
Bueno, a veces el desaparecido es el personaje más elegante de la trama.
Por cierto, ¿existe Pynchon?
Marta Fernández, genial escritora, cree que o existe Pynchon o existimos nosotros. Así que sospecho que existe Pynchon.
Los clásicos ocupan un lugar esencial en tu nueva obra. La periodista María Jesús Espinosa de los Monteros, que prologa tu libro, escribe que con tu pasión por los clásicos has conseguido quitarles el polvo, “desvestirlos de ropajes mohosos y ponerles unos pantalones vaqueros, unas deportivas y un teléfono móvil en la mano”. ¿Crees que se trabaja lo suficiente, desde un punto de vista educativo, para llevar a los clásicos, con la pasión necesaria, a las nuevas generaciones de jóvenes?
Desde el sistema educativo se trabaja demasiado para que los clásicos lleguen en condiciones lamentables a los estudiantes. ¿Alguien cree, en su sano juicio, que un niño de 12 años cuenta con las armas intelectuales suficientes como para analizar en profundidad El Quijote? Ya no es una cuestión de antigüedad, aunque descifrar el castellano del Conde Lucanor sea un infierno, en la adolescencia o en la senectud, da igual. Es una cuestión de preparación intelectual. Cascarle Niebla a un joven que todavía no se ha construido es una canallada. Lo que ha de hacerse a esa edad es, simplemente, acercar el hábito lector al joven. Esto es un canto a Manolito Gafotas o a Fray Perico y su borrico, por supuesto.
Y entre los clásicos está Emilia Pardo Bazán, que, aseguras, es la escritora que más te atrapa. Pardo Bazán deja a su marido porque piensa que puede perjudicar el desarrollo de su sueño literario. Esta ruptura conyugal me ha recordado aquella carta que Kafka le escribió a Felice Bauer, en la que el escritor checo le expresaba su miedo a que ella, cuando se casaran, le espiara todo lo que él escribía. Matrimonio y escritura están, muchas veces, reñidos.
Yo creo que para el proceso de escritura es pernicioso no tanto el matrimonio como la felicidad. Kafka era un infeliz, con Felice o sin ella. Un tipo enfermo, ahogado. Y eso no hay amor que lo cure. A mí me hubiera gustado, perdón por la frivolidad, ver qué hubiera ocurrido con Kafka de haber sobrevivido un par de décadas más. Lo hubiera pasado muy mal en su Praga, y creo que le hubiera añadido aún más dramatismo a su desdicha. Si ya es el mejor narrador del XX, sólo un semidiós sabe qué narraciones hubieran salido de ese dramatismo. Doña Emilia es un caso diferente. Era valiente, además de hedonista, así que no pensaba renunciar a sus placeres por un ponme aquí esta convención social.
Dices que te encanta imaginar que la vida es literatura y que alguna vez quisiste ser Roberto Bolaño. De hecho, varios amigos creasteis un grupo literario en homenaje al escritor chileno denominado “los infrarrománticos”. Bolaño fue el ejemplo claro de que todo en la vida puede ser literario…
Sospecho que, esté donde esté, Bolaño observará esta conversación con reparos, puesto que, por utilizar tu frase, que “todo en la vida pueda ser literario” acabó destruyéndolo. De hecho, yo hago uso a menudo de una anécdota suya. Durante una entrevista, le preguntaron: ¿La literatura le ha mantenido con vida? Y él, sin dramas, contestó: “Más bien me la ha quitado”.
En tu libro, como ya hemos comentado, hay suicidios, mucha tuberculosis acabando con la vida de los escritores y también muchos manicomios. Por ellos pasaron Juan Ramón Jiménez, Robert Walser y tu admirado Leopoldo María Panero, cuyos versos abren tu libro: “Empiezo a dudar que sea cierta / la inmensa tragedia / de la literatura”. Panero fue un poeta maldito que creía en un “malditismo abstemio y todavía más cruel, que es el malditismo del vaso de Sprite”. ¿Qué aportó la poesía de Panero al panorama literario español?
Leopoldo María sí que representa la literatura hecha carne. Yo me lo encontré una vez en El Retiro, poco antes de morir. Era verano, hacía un calor asfixiante. Recuerdo que yo calzaba chanclas, hasta ese punto apretaba el sol. Bueno, pues él iba con jersey y abrigo. Recuerdo que fumaba y que era vigilado por una mujer a unos cinco metros. Intenté entablar una conversación, pero él bramaba, como exigiendo otro plano. Pura literatura. Y eso se nota en sus textos. Me acuerdo también de un poema suyo: Unas palabras para Peter Pan. El día que lo leí comprendí que Leopoldo María habitaba en el mismo mundo que Peter.
Una bufanda, unos calcetines y una botella de Johnnie Walker le llevó Hemingway a un moribundo Baroja. “¡Qué coño hace este aquí!”, exclamó Pío al ver a Ernest. No le hizo mucha gracia a Baroja que el escritor americano viniera a los pies de su cama a repartirle el Nobel…
Y no era para menos. Don Pío era muy consciente de que una página suya valía por toda la obra del yanqui. Aunque yo creo que Baroja no es un escritor de páginas sino de obras. Es decir, cada renglón que escribe tiene sentido sólo si se lee a continuación el renglón siguiente. La novela hoy ha cambiado, y hay muchas páginas que se defienden solas, sin necesidad de leer más.
Eres uno de los pocos lectores que ha sobrevivido al ‘Ulises’ de Joyce, ese libro que, a juicio de James, tenía todas las palabras, “pero no sabía en qué orden ponerlas”…
(Risas) Qué genio, Joyce. Pues ni siquiera sobreviví, me temo. De hecho, la segunda vez que lo leí (digo leí por decir algo) fui escribiendo en Twitter lo que me transmitía cada capítulo. Yo suelo leer varias cosas a la vez, y recuerdo en aquella época que soltaba el otro libro para sumergirme en el Ulises y… buf, qué horror. Saltaba páginas, leía en diagonal. Es una obra maestra, de eso no hay duda, pero me niego a creer que alguien disfrutó leyéndola.
¿Escribir cambia el modo de leer?
No. Pero leer sí cambia el modo de escribir. Siempre para bien.
¿Para qué sirve una despedida?
Para seguir autoengañándonos, creyendo que Bogart no subió al avión.
Comentarios
Por jorge jerez, el 24 noviembre 2017
Como le dijo Borges a uno que lo gustaba shakespeare,a lo mejor no escribió para vos o siga leyendo. Lo siento ,viejo.Que tal tu inglés.?
Por JOSE ROLDAN RABADAN, el 24 noviembre 2017
Me parece muy interesante todo lo que dices pero creo que te equivocas en lo del Ulises: yo -que no soy experto lector-, si disfruté con su lectura, por la forma tan vívida como reflejaba la vida cotidiana en Dublín y la mezcla de estilos narrativos, aunque he de reconocer que a mis amigos se les atragantó.
Por Tabare Alvarez, el 24 noviembre 2017
El título es engañoso y desarticula al lecto.
Por Stax, el 24 noviembre 2017
Alguno habrá que haya disfrutado leyendo Ulysses de Joyce, pero desde luego no fui yo.
Por yyorepublicana, el 24 noviembre 2017
Que pena que el Ulises de Joyce no le guste porque merece la pena y su arte narrativo es vanguardista y muestra bien el Dublin de la época
En este siglo marcado por la ignorancia , la mediocridad y una cierta barbarie, apreciar una literatura innovadora no esta al alcance de aquellos seres que prefieren el formateado y el sucedáneo intelectual a la moda.
Joyce que tenia mucho sentido del humor y que hablaba bastantes idiomas lo habría celebrado
Por Lili, el 25 noviembre 2017
bien dicho!
Por Galazios, el 25 noviembre 2017
Entrevistas sobre literatura a las que su autor no dedica un par de minutos para corregir errores de redacción imperdonables. En las preguntas mezcla el tú con el usted… ¿Tan poco respeto nos merecemos los lectores? Por otra parte, el libro de Mayoral es una joya.
Por Álex Mene, el 02 diciembre 2017
Luminosa entrevista.
Por Antonio Manuel Guerrero, el 10 noviembre 2019
Si usted quiere entender lo que se lee en la novela, ha de leer la traducción del señor Valverde conjuntamente con el libro “El Ulises de Joyce visto por un desocupado”, que ofrece una visión desenfada e inteligible de ese exceso literario. Todas las preguntas que el lector puede hacerse ante el sinnúmero de ininteligibilidades , embrollos y enredos que se presentan en este libro: ¿Quién es ese?¿Qué quiere decir eso? ¿Por qué lo dice? ¿Habla el narrador (Joyce) o el personaje? ¿A qué se refiere esta frase? ¿Pero no se estaba hablando de esto? ¿Cómo es que se entiende otra cosa? ¿Y a qué viene esto aquí? ¿No se habrán olvidado de poner una coma ahí? ¿Cómo es que al cruzar un puente sobre un río queda uno en la misma orilla? Pero en este párrafo ¿se vive una realidad o se trata de un recuerdo? ¿Cómo es que se sale de una habitación entrando en ella? ¿Cómo es que suena (cruje) la puerta de un despacho si el personaje ha entrado en otro? ¿Pero cómo el abogado defensor puede ser el asesino? ¿Y…? ¿Y…? Me atrevería a decir que no queda ninguna pregunta sin contestar, por eso el libro de que hablo tiene cerca de mil trescientas páginas.
Por Teresa, el 02 febrero 2022
Siempre me interesa leer porque contribuye a ampliar mis conocimientos y conocer otras formas de interpretar la vida, las personas y las cosas