El viento y mirar las estrellas: patrimonio inmaterial de la Unesco
La Unesco define el patrimonio inmaterial como la parte oral o viva de la cultura, transmitida de generación en generación. Es decir, tradiciones, saberes, ritos, expresiones… Así, hoy la gente identifica (y las instituciones protegen) solo valor inmaterial dentro de la cultura. ¿Y en la naturaleza? Son tiempos de banderas y orgullos tribales, pero si el patrimonio es todo bien natural o cultural digno de valorarse y protegerse, ¿por qué sólo ver un valor intangible dentro del patrimonio cultural?, ¿por qué no proteger el viento, los rayos de sol, la fragancia de las flores, el frío o la lluvia?
POR ALBERTO PEREIRAS
Si la naturaleza no nos inspira más que un valor material, es decir, formaciones físicas y biológicas (paisajes y especies), ¿no la cosificamos al reducirla a un simple decorado o mobiliario pintoresco? ¿No la disecamos al quitarle precisamente la experiencia que nos entrelaza e integra en ella? ¿Qué son el viento, los rayos de sol, la fragancia de las flores o la lluvia para el paisaje sino el repertorio artístico de la naturaleza? ¿Qué son las sensaciones que despierta la naturaleza en los seres vivos: el aroma a tierra mojada, el sonido del mar, el frío o el calor? Todas estas cosas son el idioma de la biosfera, idioma que si olvidamos o no practicamos, nos la hace parecer muda al impedirnos interactuar con ella.
Nos hemos alejado tanto de la naturaleza que la reducimos y acotamos en paisajes, olvidando que no está ahí fuera, sino dentro de nosotros. Y si no la sentimos dentro, entonces eso a lo que llamamos naturaleza no lo entendemos plenamente hasta sintonizar de nuevo nuestro dial en su frecuencia. Como si mientras tanto ocupásemos dimensiones estancas. Porque la mayor parte de la naturaleza es intangible, una interrelación que subyace al paisaje que vemos, y cada región o ecosistema tiene un patrimonio natural inmaterial único, una melodía paisajística propia que depende de su clima, su tierra o su biodiversidad. Por ejemplo, Canarias tiene el Mar de Nubes, mientras Cataluña tiene la Tramontana, de la que Dalí se enamoró y para la que soñó construir un órgano de viento. Herodoto narró hace más de 2.000 años la muerte de varios ejércitos a manos del Simún o viento venenoso del desierto, al que una nación declaró la guerra. En Suiza, el Foehn, o viento de las brujas, que nace en los Alpes, se asocia con diversos trastornos. Todo un repertorio de vientos que soplan desde la Antigüedad pintando nuestros paisajes y culturas por su influencia decisiva sobre la vida.
Se puede pensar que es absurdo patrimonializar algo así porque no puede protegerse, pero, además de que por protegerse entendemos “poner en valor” y de que a veces se protegen tradiciones más absurdas, la ciencia ya lo ha hecho en la Declaración de La Palma (2007), cuando reconoció que la contemplación de las estrellas es un “derecho inalienable del ser humano”. Es un derecho poético, pero por encima todo es un hecho, que reconoce el valor inmaterial de la realidad, así como cuánto necesitamos o cómo de arraigados estamos, poética o químicamente, a la biosfera. Desde entonces, el certificado Starlight para destinos astroturísticos sin contaminación lumínica se ha extendido revalorizando zonas rurales antes olvidadas. Todos estos fenómenos son el lazo intangible que nos mantiene vivos al unirnos a la naturaleza. Como es intangible, nuestra civilización materialista los desprecia, aunque son el equivalente a nuestro patrimonio artístico, a nuestras canciones o tradiciones, pero infinitamente más valiosos, pues de estos fenómenos dependemos para vivir aunque lo olvidemos, y tomar conciencia de ellos nos despierta de la mezquina burbuja digital y antropocéntrica a la realidad del Cosmos del que somos parte.
Así que mientras la sociedad y la instituciones valoramos la cultura humana doblemente (de forma material e inmaterial), valoramos la naturaleza solo de una manera material, reduciéndola a un museo. Pero la naturaleza no es un bien estético o decorativo, sino un mar de estímulos, un lenguaje de nuestro organismo con una realidad sobrehumana que se extiende hasta las estrellas. En un contexto de crisis medioambiental y desconexión de la naturaleza, y de acuerdo con el modelo de progreso sostenible asumido por la ONU, debemos empezar a exigir que dentro del patrimonio inmaterial se incluya esta realidad mucho antes que otras manifestaciones simbólicas y etnocéntricas. ¿Cómo? Haciendo presente en la cultura y la vida social que todas estas cosas existen, que existen con anterioridad a los bienes culturales. De igual forma que culturalmente apreciamos el patrimonio material, como una catedral, gracias al patrimonio inmaterial que lo interpreta, como la lengua o la historia, la sociedad no valorará realmente el patrimonio natural si no es consciente del lenguaje que le une a ella: su patrimonio natural inmaterial.
¿Qué patrimonio natural inmaterial protegerías en tu tierra? No se trata de animismo o de embriagarse con extravagancias naturistas, sino de revalorizar los aspectos naturales de los que depende nuestro organismo y territorio: visibilizar el engranaje de la biosfera. La clave para acreditar este patrimonio es la ciencia. Como argumentaba la bióloga Rachel Carson en El sentido del asombro (The sense of wonder, en inglés, con el doble sentido de wonder como asombro y curiosidad), cuando empezamos a descubrir de niños la naturaleza “conocer no es ni la mitad de importante que sentir”, y como demuestra la neurociencia más reciente, la emoción es la llave del aprendizaje.
Si el idioma de la biosfera son estímulos y sensaciones, para interpretar la partitura natural, hay que aprender antes este solfeo sensual. Porque el paisaje no solo entra por los ojos, sino por estos fenómenos intangibles. Sin ellos, la naturaleza es un simple decorado, altamente vulnerable. Sumergir a la infancia en la Realidad pasa por no eclipsársela con pantallas, sino desarrollar en ella ese instinto de pertenencia a la naturaleza que solo surge de la emoción temprana: trepar a los árboles, camuflarse entre arbustos o sentir inquietud ante el cielo estrellado o el rugido del mar.
Vivimos rodeados de épica y de magia, pero parece que nos hubieran domesticado para verla con desidia. El wonder (asombro y curiosidad) de Rachel Carson debiera ser una exigencia intelectual de las generaciones venideras si queremos salvar al planeta, reconciliando el progreso técnico con el naturismo ancestral. O lo que es lo mismo, haciendo compatible la tecnosfera con la biosfera.
Comentarios
Por Ricardo Bou Solís, el 14 diciembre 2017
Estupendo artículo que creo que es digno de incorporar a la lista de otros importantes alegatos en pro del respeto a la Naturaleza, como el del jefe indio Seatle o la encíclica «Laudato Si», del papa Francisco.
Es la modesta opinión de un contemplador de estrellas.
Por Elisa Andrés Gil, el 16 diciembre 2017
Genial artículo, el asombro nos conecta con la naturaleza y con nosotros mismo, un camino imprescindible para la conservación de la naturaleza. Gracias.