Helen Prejean, la monja de ‘Pena de Muerte’: «El Estado no debe tener el derecho a matar»

La hermana Helen Prejean, activista contra la pena capital, autora del libro autobiográfico Dead Man Walking en el que se basó la película Pena de muerte. Foto: Javier del Real.

La hermana Helen Prejean, activista contra la pena capital, autora del libro autobiográfico Dead Man Walking en el que se basó la película Pena de muerte. Foto: Javier del Real.

La hermana Helen Prejean, activista contra la pena capital, autora del libro autobiográfico Dead Man Walking en el que se basó la película Pena de muerte. Foto: Javier del Real.

La hermana Helen Prejean, activista contra la pena capital, autora del libro autobiográfico ‘Dead Man Walking’ en el que se basó la película ‘Pena de muerte’. Foto: Javier del Real.

La cruzada de la hermana Helen Prejean (Baton Rouge, Luisiana, 21 de abril de 1939) contra la pena de muerte se hizo mundialmente conocida gracias a Susan Sarandon. La actriz se metió en la piel de esta monja sureña perteneciente a la orden de San José en la película ‘Dead Man Walking’ (Pena de muerte), dirigida por Tim Robbins, interpretación que le valió el Oscar en 1995. Después, el compositor Jake Heggie la convirtió también en ópera. Esta obra se presenta el viernes en el Teatro Real; su estreno ha traído a esta enérgica y admirable mujer a Madrid, que no duda en denunciar el racismo enquistado en el sistema judicial de Estados Unidos.  

La cinta mostraba las experiencias de Prejean como consejera espiritual de un convicto en el corredor de la muerte y narra la paradoja espiritual que suponía para la religiosa encontrar la redención de un ser humano que había cometido un crimen atroz al tiempo que intentaba consolar a los familiares de las víctimas que exigían venganza. La película se basó en el libro de mismo título escrito por Prejean tras sus vivencias con Patrick Sonnier y Robert Lee Willie, dos hombres condenados -en casos distintos- a la pena capital por sendos delitos de violación y asesinato en el estado de Luisiana a principios de los años 80. El libro sirvió también para que el compositor Jake Heggie escribiera su primera ópera, que se estrenó en octubre de 2000 en San Francisco y que ahora el Teatro Real presenta en España este viernes, 26 de enero.

Por este último motivo la hermana Helen Prejean se encuentra en Madrid promocionando esta ópera, Dead man walking, que ella define como “uno de los mejores vehículos artísticos para contar su mensaje”. Una necesaria mezcla de la justicia, concordia, humanidad, redención y, sobre todo, una incansable búsqueda de la verdad, caiga quien caiga y por encima de cualquier Gobierno o estamento.

Es menuda, pero está llena de energía. Una sureña que presume de tenaz y tozuda. No aparenta en absoluto los 78 años que tiene y habla con la seguridad y el aplomo que imprime haber sido testigo, en primera fila, de la muerte calculada y legal de al menos seis seres humanos. Recibe a El Asombrario en una pequeña salita decorada en tonos rojos en el coliseo madrileño.

¿De dónde saca usted la fuerza para enfrentarse a todo esto en un país como Estados Unidos? ¿No flaquea nunca?

He acompañado a seis condenados a muerte y ahora estoy con el séptimo. Se llama Manuel Ortiz y es de El Salvador. [Ortiz está acusado de asesinar a su esposa y a una amiga de esta en octubre de 1992. Lleva 24 años en la cárcel de Angola, Luisiana, esperando en el corredor de la muerte. Nueve de ellos, tratando de revertir su condena].

Son personas que no tienen otra fuente de apoyo. Manuel está 23 horas en su celda y una fuera. Él me mira a los ojos y sabe que estoy a su lado; que no está solo en este momento tan difícil que le ha tocado vivir. ¿Cómo le voy a abandonar? Considero que poder ayudarlo y acompañarlo es un privilegio para mí. Compartir con él sus emociones y sentimientos. A veces comparo lo que siento con el trabajo de los médicos o los enfermeros que tienen que actuar en situaciones in extremis con personas que no quieren enfrentarse solas a la muerte. Uno de los mayores miedos del ser humano es enfrentarse a la muerte en soledad. A veces me despierto a media noche y pienso en él, en que lleva 24 años esperando a ver si le matan o no. Y esta vez puede que tenga suerte, porque le hemos conseguido unos buenos abogados y va a ser juzgado por un juez dispuesto a meterse en la revisión de su condena.

Pero también está la otra parte: los familiares de personas que han sido víctimas de crímenes. Es un privilegio poder ayudarlas a encontrar una forma de perdón y de eliminar el odio de su interior. Todo eso es lo que me mantiene alerta.

Antes de sus experiencias en el corredor de la muerte, antes de escribir su primer libro, ¿cuál era su postura frente a la pena de muerte?

Yo realicé un viaje espiritual. Un viaje hacia la consecución de la verdad y hacia Jesucristo. Hay una gran dimensión religiosa en mi despertar a la verdad sobre la pena de muerte. Llegar a alcanzar esa verdad significó dejar conscientemente muchos privilegios. Mi padre fue un abogado civil de mucho éxito. Crecí en una familia acomodada. Fui a un muy buen colegio y a una universidad católica privada, pero mientras yo vivía así, despreocupada, mucha gente pobre era ajusticiada en Luisiana.

Recuerdo que hasta Baton Rouge, donde vivía, llegó una silla eléctrica portátil para ejecutar gente. Todavía iba a la escuela secundaria. Era un instrumento perfecto, allí donde iba, para enseñar la lección de que no se cometieran crímenes. Y, curiosamente, casi siempre eran negros los que eran ejecutados por crímenes cometidos contra personas blancas. Te puedo asegurar que por aquel entonces yo no tenía ni idea de lo que ocurría respecto al racismo. Estaba ciega en ese sentido. No era consciente de que el sistema judicial de mi país era definitivamente racista.

Cuando íbamos a la escuela, desde muy pequeños, nos enseñan que el quinto mandamiento dice: “no matarás”. Pero también nos enseñaban que cuando se trata del Estado, ejecutar criminales significa mantener a la sociedad a salvo, exactamente igual que el derecho de una nación de quitar vidas cuando lucha contra enemigos extranjeros que la amenazan. Y por supuesto que yo estaba totalmente convencida de que esto era así.

Esa silla eléctrica, ¿la llevaban de pueblo en pueblo?

Bueno, sí, iba a las cárceles locales, hacía viajes por las pequeñas cárceles locales de cada ciudad o condado.

¿Cree que todavía en Estados Unidos la justicia depende de si eres pobre o rico?

Desde luego.

Podríamos decir entonces que es una cuestión de dinero más que de justicia. 

Absolutamente es así. Pero no solo es una cuestión de dinero. Es también racismo. El sistema criminal de Estados Unidos es racista, especialmente con los afroamericanos -y con los latinos en zonas como Arizona y Nuevo México-. Y ese sistema se ceba con los criminales negros siempre y cuando la víctima sea blanca.

¿Y si la víctima es otra persona de color?

Entonces no importa. Entonces ni siquiera investigarán mucho. Encontraron un libro en una comisaría de Nueva Orleans en el que se anotaba con las siglas NON cuando había un crimen cometido por una persona afroamericana contra otra persona de color. Nigger on Nigger (negro sobre negro, usando la palabra más despreciativa para referirse a ellos). Y esa anotación venía a ser sinónimo de “no importa”. En el sistema criminal estadounidense las cosas siguen funcionando así. En un 90% de los casos. Es decir, el mayor número de sentencias de muerte se aplican a personas afroamericanas por crímenes cometidos contra anglosajones y que tengan presumiblemente un valor en la sociedad. Los pobres tampoco cuentan, es lo que quiero decir.



¿Cómo es posible que un pueblo como el norteamericano sustente un sistema así?

La sociedad estadounidense está construida para que la gente crea que existe un sistema basado en la justicia y no en otros factores. Han construido una verdad que ha de aceptarse. Incluso todo lo que escuchamos últimamente sobre las fake news, sobre las noticias falsas, tan de moda en la administración Trump, están enfocadas a que la gente encuentre una verdad que nada tiene que ver con la verdad objetiva, que es que el sistema criminal estadounidense es racista y castiga a los pobres.

Así que en Estados Unidos vivimos en burbujas de clases, de tipos, de razas, de niveles de renta que no hacen otra cosa que separarnos a los unos de los otros. Esta ópera es, en parte, la historia de mi despertar y de mi llegada a la verdad. En 1981 empecé a trabajar en la comunidad de Saint Thomas integrada casi en su mayoría por gente negra y pobre. Ese fue el principio de mi despertar y de mi viaje hasta el corredor de la muerte.

¿Qué más ha aprendido allí?

Por fin tuve la oportunidad de ver la realidad desde el punto de vista de las personas que no tienen poder. Allí fue donde empecé a darme cuenta de que las cosas pueden ser y son de otra manera.

La Corte Suprema de Estados Unidos dice que el Estado tiene derecho a quitar la vida para castigar a los peores entre los peores crímenes. Allí es cuando comprendo que es imposible definir qué es lo peor entre lo peor. Me doy cuenta de que es un sistema que no puede funcionar, que nunca ha funcionado. No hay forma de acertar con el criterio de lo que dice la Corte Suprema. Sin embargo, lo que sí parece estar demostrado es que los 10 Estados sureños que permitían la esclavitud y maltrataban y negaban derechos fundamentales a los negros, son los que más han aplicado la pena de muerte en mi país. Una cosa está ligada con la otra. No hay justicia equitativa en Estados Unidos.

¿Qué aportó la película de Tim Robbins a toda su cruzada contra la pena de muerte?

Susan Sarandon leyó el libro en 1994, un año después de su publicación. Todo pasó con mucha rapidez. A finales de 1995 ya teníamos la película. El público estadounidense no se había enfrentado nunca a una historia así sobre la pena de muerte. Las películas que habían tratado el asunto hasta ese momento habían sido documentales muy formales. Ninguna había querido mostrar las cosas desde el punto de vista que lo hacía la película de Tim Robbins. Desde la visión de las familias de los asesinados, pero también de la del preso que va a ser ejecutado y del valor de su propia vida también.

Cuando el libro salió en 1993, hace 25 años, el 80% de los americanos estaba a favor de la pena de muerte. Era una verdad incuestionable. ¿Y quién iba a leerse encima un libro sobre esta cuestión escrito por una monja? Finalmente la película se estrenó, la vieron mil millones de personas, fue nominada a cuatro premios Oscar, Susan Sarandon ganó el de mejor actriz y el libro fue catapultado de repente a la lista de bestsellers del New York Times durante 31 semanas consecutivas. Para mí fue un milagro que eso ocurriera. Y cuando me dijeron que se haría una ópera, respondí sí de inmediato porque me parece que es la forma más completa de arte. La música es capaz de llegar a los sitios más insospechados del corazón.

Usted es una religiosa católica. ¿Cómo maneja en su fuero interno que la Iglesia haya mantenido, en muchas ocasiones, un papel casi cómplice con la pena de muerte en su país y en otros países?

La Iglesia católica ha transigido durante años y transige con esta forma de ver las cosas. Ha sido así históricamente, recordemos la Inquisición en España. Pero yo quise ponerlo en cuestión. Comencé a escuchar a asociaciones como Amnistía Internacional, a leer la declaración de Derechos Humanos y llegué a la conclusión de que existen derechos inalienables al ser humano. Todo el mundo tiene derecho a la vida. Y eso significa que ningún Estado puede tener la capacidad de permitir la vida por buen comportamiento o quitarla aunque se haya cometido un crimen atroz.

La Iglesia católica no estaba en esa posición, así que cuando empecé ese viaje crucial en mi vida hacia la búsqueda de la verdad, no estaba de acuerdo con la posición de la Iglesia. Probablemente se encuentra mucho antes la verdad involucrándose sobre el terreno como lo he hecho yo siendo monja, viviendo con los pobres, sirviendo a la gente y bajando a la tierra que desde la jerarquía de la Iglesia que se ha dedicado a mantener los dogmas y a cuidar de otras cuestiones.

Pero hay esperanza. Ahora tenemos un Papa, Francisco, que ha declarado que la pena de muerte es contraria a los Evangelios de Jesucristo.

Pero la Iglesia ha sido muy tibia respecto a este y otros asuntos como el derecho a llevar armas, los casos de pederastia tanto en Estados Unidos como en otros países… Por poner solo dos ejemplos. Nunca se ha planteado abandonar la Iglesia y continuar con el activismo de otra manera.

El valor de la fe viene de la necesidad de seguir a Cristo. Muchas veces los valores de la Iglesia como estamento, desgraciadamente, no coinciden con los valores que se enseñan en los Evangelios, sobre todo en cuestiones de violencia. Si uno revisa los Evangelios o la vida de santos como San Francisco de Asís encuentra respuestas. La Iglesia es la gente. La gente que vive de acuerdo a los Evangelios y no la jerarquía de la Iglesia. La gente es la verdadera Iglesia. Esos que viven para los demás, que se involucran con las personas que realmente necesitan de tu ayuda, los que sufren.

Pero sobre la Iglesia como institución… Pensemos por un momento en los que mandan en general cualquier estamento. Mira, sin ir más lejos, quién es el presidente de mi país. (Ríe) Y qué mayoría hay en el Congreso, qué gente nos gobierna… Sin embargo, eso no hace que haya dejado de amar a mi país. Las instituciones siempre van a ser un desastre.

Su primera experiencia en el corredor de la muerte fue con Patrick Sonnie, condenado por dos crímenes atroces. ¿Qué recuerda de aquella primera vez?

Nunca había pensado que personas que habían cometido actos tan terribles podrían tener un aspecto de humanidad. Yo les tenía miedo, como todo el mundo, y pensaba que había que eliminarlos de nuestra sociedad. Pero todo cambia cuando conoces a esas personas. Cuando los miras a los ojos y no puedes evitar ver que son personas humanas. Patrick Sonnier y su hermano habían violado y matado a sangre fría a una chica de 18 años y su novio de 17. Y es muy complicado lograr un sentimiento de compasión con alguien que cometió unos actos tan terribles y nunca mostró arrepentimiento de lo que habían hecho.

La ópera Dead Man Walking realmente retrata ese viaje espiritual y de fe. La música tiene el poder de llevarte a sentimientos que probablemente no sabías que estaban ahí. El poder de esta obra, del arte, es la tremenda capacidad de situar al público en una posición de redención y de comprensión de la complejidad de la paradoja de lo que ocurre en el escenario y la vida.

La hermana Helen Prejean con la mezzosoprano Joyce DiDonato que interpretará a su personaje en la ópera Dead man walkinkg en el Teatro Real. Foto: Javier del Real.

La hermana Helen Prejean con la mezzosoprano Joyce DiDonato, que interpretará a su personaje en la ópera ‘Dead man walking’ en el Teatro Real. Foto: Javier del Real.

¿Cuál fue el momento en el que supo que no solo tenía que ser una espectadora pasiva respecto a lo que veía, sino pasar a la acción?

Cuando salí de la sala de ejecuciones tras la muerte de Sonnier estaba tan traumatizada… Había asistido a la muerte premeditada de un ser humano. Pero no solo a eso, sino a un proceso en el que también se le arrebató su dignidad. Les desnudan, les afeitan la cabeza, les ponen unos pañales… Les hacen saber que son tan malvados que no son nada, tan nada que se les puede arrebatar la vida. He estado con seis personas en esas circunstancias. Él fue el primero. Siempre les digo que en ese momento me miren, que miren a mis ojos. Que verán en mi rostro el amor de Cristo.

Aquel día, cuando el vehículo de la prisión me llevaba hacia las puertas, era de noche y estaba oscuro. Hay un par de hermanas y un par de abogados que habían intentado hasta el final lograr el milagro de que no lo matasen. Me abrazaron y sentí tanto frío… Nunca he sentido algo igual. Asistí a una muerte guionizada. Las ejecuciones son muertes con un guión. Y eso está perfectamente reflejado en la ópera. Es una de las partituras con mayor número de silencios que se hayan escrito. En ese momento, lo único que escuchas es el ruido de las máquinas inyectando el veneno que matará a ese hombre. Esa muerte presuntamente medicinal.

El hecho de que yo esté en Madrid empieza porque en aquella noche, en aquellas puertas, recuerdo claramente haber pensado: La gente no va a ver todo esto que yo he visto. Nadie va a enterarse de lo que se hace en las salas de la muerte. Es algo que se hace a espaldas de la gente, protegidos por unos muros muy altos. Así que comprendí que yo era una testigo. Por eso escribí el libro, por eso hice la película, por eso se ha hecho esta ópera y por eso desde entonces he hablado y hablado y hablado de esto. Por eso he hecho de esto una cruzada vital.

En España existe en este momento un debate enorme sobre la aplicación o no de una suerte de cadena perpetua que aquí se llama prisión permanente revisable. ¿Cree que la cadena perpetua puede ser incluso más cruel que la pena de muerte?

Castigar a gente a estar toda su vida en la cárcel también es una forma de crueldad. Los castigos que no sean enfocados a redimir a los condenados no son buenos, son una equivocación. Pero cuando enfrentas una pena de muerte a cualquier otra que suponga la vida, la cosa está muy clara. Saber que te van a matar un día determinado a una hora determinada no debería estar permitido. Debemos trazar una línea que no se debe cruzar: los Estados no deberían tener derecho a arrebatar un derecho inalienable e inviolable a un ser humano como es su vida. No deberían tener el derecho a matar.

Muchos familiares de víctimas piden castigos ejemplares como forma de pasar página, de obtener algún tipo de satisfacción. ¿De qué forma se puede consolar a alguien a quien le han arrebatado a un ser querido?

Parte de la fuerza de la ópera se sitúa ahí. Cuando Jake Heggie estaba componiéndola, me llamó por teléfono y me contó muy emocionado sentado en su piano que acababa de encontrar el corazón de la obra. Un momento en el que pone al público en una encrucijada muy difícil de resolver. Si alguien mata a tu hijo, a tus padres, a alguien que quieres con toda tu alma, eso se convertiría en algo personal para cualquiera de nosotros. Todo el mundo hará ese viaje. Verán los sentimientos de los padres de las víctimas, especialmente del padre de una de ellas, que declara: «Solo ver morir a ese hombre podrá satisfacerme. Solo ver su muerte podrá calmar mi dolor».

En el escenario hay un momento en el que todos los personajes cantan su dolor uno frente a otro. Se escucha a los padres cantar: «No sabes cómo es el dolor de haber visto a tu hijo cerrar la puerta de casa y saber que esa es la última vez que lo verás con vida. Que no volverá jamás». Pero la madre del condenado también canta: «No sabes cómo es el dolor de ver a tu hijo condenado a muerte, el dolor de saber que van a matarlo».

Finalmente, el padre de una de las chicas asesinadas canta: «Me he dado cuenta de que mi sufrimiento, mi dolor, es por la muerte de mi hija y no por la muerte de su asesino».

Recuerdo al señor Welch que perdió a su hija Judy en el atentado con bomba en Oklahoma contra el Edificio Federal Alfred P. Murrah en el que murieron 168 personas, entre ellos 19 niños menores de seis años. El autor del atentado, Timothy McVeigh, fue condenado a muerte. El señor Welch me decía: «Solo pienso en el día en que maten a ese tipo, estaré allí y, si me dejaran, le inyectaría yo mismo el veneno de la inyección letal. Pero es algo que en el sistema penal de Estados Unidos puede tardar incluso 20 años. Pueden esperar años y años y años para lograr eso que ellos creen que les curará el dolor, eso que desde el Estado les han vendido como lo que supondrá una satisfacción: ver morir al asesino de sus hijos. Pueden esperar años consumidos en odio; un odio que casi siempre termina por arruinar sus vidas. Un par de años después del atentado, el señor Welch me confesó que aquel odio estaba consumiendo su vida, que aunque pudiera ver la muerte de McVeigh en la prisión, cuando volviera a su casa, la silla favorita de su hija seguiría estando vacía. Nunca podría reponer la vida de su hija. La muerte de otra persona es solo una ilusión de que podrá alcanzar cierta paz. Así, la razón del perdón no es otra que salvar la vida de la persona que perdona, pues si uno deja que su existencia sea devorada por el odio, al final lo único que habrá ocurrido es que se habrá perdido una vida más.

Dead man walking de Jake Heggie se estrena en el Teatro Real el próximo día 26. 

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Comentarios

  • EleX

    Por EleX, el 23 enero 2018

    ¿Con personajes como los siguientes tampoco?

    Mao, Hitler, Lenin, Stalin, Pol Pot y otros líderes de la extrema izquierda. Sí Hitler era ZaZional Socialista (NaZi).

    • EleX

      Por EleX, el 23 enero 2018

      Quise decir NaZional Socialista.

  • Manuel

    Por Manuel, el 23 enero 2018

    Pienso que es un tema de reflexión: El Estado versus sociedad no debe matar, pero los delincuentes si pueden quitarle la vida a quien les de la gana, con la seguridad de que la ellos le será respetada.

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