Sergi Bellver: “Si el viaje no cambia al viajero, entonces es solo turismo»
Viajar es explorarse uno mismo, extraviarse todo lo posible hasta llegar a ser otro. Viajar es dudar de todas las certezas. Mirar el mundo, escucharlo con la lentitud de un nómada, aprender y transformarse. Sergi Bellver (Barcelona, 1971) reivindica un viaje pausado, abierto, improvisado, lento, como si fuera uno más de aquellos flaneurs que sacaban tortugas a pasear por París. “Hay un logro específico evidente al elegir la lentitud y la repetición, y no es otro que la posibilidad de ahondar en la realidad de un lugar a través de todos sus matices”, asegura este viajero incansable que ha publicado recientemente Variaciones sobre Budapest (Cuadernos de horizonte), un doble viaje literario ético y estético a la capital húngara, “una ciudad que ha conocido grandes tragedias y penurias, pero también el esplendor de los viejos imperios, del romano al austrohúngaro».
Los viajes los compagina con sus diarios, que comenzó a escribir el pasado año bajo el título de Cuadernos de dunas y que continuarán en 2018 con el nombre de Cuadernos de mareas. Además, publicará en unos meses una novela sobre los años de la Guerra Fría, ambientada en Viena, Praga, París y, cómo no, en Budapest.
Un viaje siempre empieza mucho antes, en el territorio de nuestra imaginación, donde se desatan las primeras emociones, las primeras sensaciones, donde inventamos las primeras imágenes como fragmentos de una ficción. En‘Variaciones sobre Budapest’, tu nuevo libro, cuentas dos viajes a la capital húngara, donde llegas por primera vez sin que te diera tiempo justo a eso, a imaginar, a proyectar la experiencia en tu cabeza, porque llegaste allí por casualidad.
Así es. Mi primer viaje fue una oportunidad inesperada que surgió en el otoño de 2015, después de una estancia en Alemania, un breve paso por Praga y la visita a un amigo en Viena. Como iba a sucederme después en Budapest, había llegado a todos esos lugares con un imaginario previo, tanto por la gran literatura centroeuropea que había leído desde joven como por otras referencias de la cultura popular, pero la realidad iba a sorprenderme con todo lo que aquella ciudad guardaba más allá de los tópicos. Llegué a Budapest sin hacer planes y para unos pocos días, pero terminé quedándome un mes y medio en el distrito de Óbuda, donde empecé a escribir una novela. Cinco estaciones más tarde, en la primavera de 2017, regresé para otro mes y medio, pero en ese segundo viaje ya tenía las ideas mucho más claras en cuanto a mi experiencia y mi trabajo.
Tu vida es viajar, el viaje atraviesa tu biografía de nómada que “observa y escucha” la ciudad, el silencio y la música de las ciudades. “Viajar es más que nada un ejercicio de la escucha”, dice el cronista argentino Martín Caparrós. ¿A qué suena Budapest?
Tiene razón Caparrós, en especial si pensamos en narrar después ese viaje: hay que afinar el oído y la mirada para no caer en demasiados lugares comunes y poder convertir la experiencia en literatura. Como en cualquier otra propuesta narrativa, con o sin ficción, no es el motivo sino la mirada lo que hace singular un libro. Aunque en Variaciones sobre Budapest trabajo con varios géneros, supongo que es justo encajarlo en la literatura de viajes, un campo que de un tiempo a esta parte parece dominar la crónica, muy en la línea del propio Caparrós, pero que, para mí, abarca muchas otras formas de viajar, de mirar y de contarlo. Por quedarme en nuestro lado del idioma, en la literatura de viajes española me interesan por igual la erudición de Juan Goytisolo y la cercanía de Rafael Chirbes; el laconismo afilado de Josep Pla y la prosa nervuda de Camilo José Cela; la exploración de la memoria que, cada uno a su manera, llevan a cabo Julio Llamazares y Jordi Esteva; o la poética tan personal de Chantal Maillard y Eduardo Jordá, por citar sólo unos pocos autores que me vienen en un minuto a la mente y que a menudo trascienden la crónica en sus libros de viajes. Leer un viaje de forma vicaria es también un ejercicio de escucha y de atención en la mirada, o así lo he pensado desde siempre, cuando empecé a leer literatura de viajes en mi adolescencia y me seducían por igual la lucidez de John Steinbeck, la curiosidad de Ella Maillart o las licencias de Bruce Chatwin.
Cada ciudad tiene un lenguaje, un código que manejamos en un soporte referencial u otro. Este último verano pasé todo un mes en Nueva York y a cada rato me asaltaban escenas de películas durante mis paseos por Queens, Brooklyn o Manhattan. Sin embargo, o al menos para mí y sobre todo en mi primer viaje, mantuve ese diálogo de referencias con Budapest a través de la música. Asumo que se debió al equipaje que llevaba conmigo en ese viaje inicial, a ese imaginario cultural previo en torno a toda Europa Central que te he comentado al principio, pero el caso es que Budapest sonaba en mi cabeza a sonata, a rapsodia, a violín de zíngaros y a vinilos de bandas de rock de los años 70 y 80 al otro lado del Telón de Acero. Después, al pensar en la estructura del libro, quise jugar con esa idea, y desde el título hasta la última frase la música está muy presente en mis variaciones.
Cada viaje es una transformación, un dejar de ser alguien para ser otro. “El yo cambia de cualquier modo, en el viaje por la experiencia transformadora y en la narrativa por el deseo de otredad”. ¿Quién eres después de viajar?
Sé que se ha dicho muchas veces, pero es que es una verdad ineludible: todo verdadero viaje opera un cambio en el viajero. Si no, sólo ha sido un poco más de turismo, más o menos refinado, más o menos programado, pero turismo al fin. Cada viaje, por tanto, produce un cambio en nosotros que no podemos predecir. Al hilo de la última frase de mi libro y de la música como armazón del texto, Budapest consiguió darle armonía a un hombre que llegó bastante desafinado a la ciudad. Y allí, en un viejo piso de la era socialista en Óbuda, cobré verdadera conciencia de mi vocación como escritor.
Otros viajes produjeron en mí nuevas realidades personales: cuatro meses en la Patagonia chilena me sirvieron para dejar atrás la sombra del padre; después del 11-S, Marruecos me ayudó a librarme de ciertos prejuicios; mi último verano en Estados Unidos me ha hecho relativizar muchas cosas y, cada vez que regreso a Galicia o Asturias, el urbanita que hay en mí le va dando paso al goliardo en busca de su monasterio en el campo. No hay mayor fraude que el supuesto viajero coleccionista de destinos y peripecias que sigue orgulloso de sus certezas. Como ya sabían los antiguos viajeros y sabios chinos, nada permanece, y nuestra naturaleza encuentra su armonía cuando duda, cambia y se adapta a esa esencia perecedera de las cosas. Por eso viajar es, además de un modo de mirar el mundo y de mutar con él, una forma de aprendizaje.
Defiendes el viaje como extravío, sin plan alguno, sin mapas, perderse en la ciudad, con paso lento, como aquellos ‘flâneurs’ que sacaban tortugas a pasear por las calles de París.
Reivindico la posibilidad del viaje abierto y demorado en este tiempo de itinerarios marcados en Google Maps, actualizaciones frenéticas de Instagram y listas tachadas en una agenda de destinos imperdibles, pero eso no significa dejarlo todo siempre al azar. Planear está bien y es necesario en muchos casos, además de que adoro los mapas, casi como un fetiche mágico sobre el que ensayar y conjurar el viaje en dos dimensiones antes de salir al camino, pero mi defensa se refiere más bien a estar dispuesto a desviarse, a improvisar y a sorprenderse. Y no pasa nada por contárselo de vez en cuando a tu gente en las redes sociales, pero como una consecuencia y no como un fin.
Me hace gracia lo de las tortugas porque en otra entrevista reciente las mencionaban también, de modo que, como nómada que va con su minúscula casa siempre a cuestas, asumo ese galápago como un tótem personal: sí, demonios, vayamos un poco más despacio, aunque nos queden sitios por ver y experiencias de las que no podremos presumir. Dejemos que el paisaje y la gente tengan tiempo de hablarnos y, tal vez, hacernos cambiar de idea.
“Y esa lentitud”, escribes, “no solo implica disponer de más tiempo para ver lo que me rodea, sino sobre todo la posibilidad de la repetición y de la rutina feliz, de la renuncia consciente y hasta del tedio”. Esta repetición que tanto te fascina te permite moverte en ese espacio urbano en el que dejas de ser un poco ese viajero que llega a la ciudad y te conviertes en alguien que forma parte de ella, para terminar conociéndola mucho mejor.
Hay un logro específico evidente al elegir la lentitud y la repetición, y no es otro que la posibilidad de ahondar en la realidad de un lugar a través de todos sus matices. No puede ser lo mismo regresar una y otra vez a ese lugar a distintas horas del día, con diferentes personas y a lo largo de varias semanas que pasar una sola vez por él en un itinerario apresurado. Y, humildemente, hay otro logro en todo esto que ha sobrevenido poco a poco con las lecturas de terceros. Tres alegrías que me he llevado con este libro han sido las palabras que le han dedicado Eloy Tizón en El Cultural, Román Piña en El Mundo y Manuel Astur en El Comercio. Los tres, lectores sagaces y escritores también, han sabido ver que Variaciones sobre Budapest tiene más que ver con un ejercicio literario ético y estético que con la simple crónica de un viaje.
La única obligación que me impuse a mí mismo al escribirlo fue la de no utilizar la ficción en absoluto, que para eso ya tengo el cuento –Agua dura, mi primer libro de relatos, fue en cierto modo un pequeño catálogo de viajes a través de la ficción– o la novela. No sé si señalo un posible camino para la literatura –de viajes o no– en nuestro tiempo, como sugiere el escritor David Llorente, a quien tuve el gusto de conocer en Praga, ya que lo de hibridar distintos géneros no lo inventaron ni siquiera los posmodernos y está ya presente, como mínimo, en varios autores de la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX –de Melville a Broch, por ejemplo–, por no irnos hasta Cervantes, pero quiero pensar que mis ganas de jugar con los géneros y, sobre todo, de jugar a convertirme en un vecino más de Budapest le pueden proporcionar al lector una experiencia de lectura que vaya un poquito más allá de lo convencional.
El escritor húngaro Imre Kertész, al que citas en tu obra, escribe en ‘Sin destino’: “Si existe la libertad entonces no puede existir el destino, por lo tanto, nosotros mismos somos nuestro propio destino”. Sobre todo viajar es sentirte libre, el viaje te hace libre y te aparta de todo eso que es previsible. Es voltear el destino, si acaso el destino existe.
Aunque la sensación de libertad puede ser a veces demasiado fugaz y caducar en cuanto uno regresa a su rutina diaria, como te decía hace un momento, para mí viajar significa estar abierto a la sorpresa. Como en la vida, nuestro gran viaje individual y colectivo, la gente que tiene toda su existencia programada y planeada sin posibilidad de salirse del guión empieza a morir un poco antes que los demás, o, cuando menos, vive enclaustrada en una rueda de certezas sin alejarse nunca demasiado de la jaula y de su pienso. A veces en el viaje, de repente, ese hámster doméstico vuelve a probar el sabor de la hierba lejos de casa y, tal vez, se cuestiona con ello su existencia. En ese caso, viajar puede ser una actividad de riesgo para los espíritus más tibios: corren el peligro de dudar de sí mismos y descubrir una realidad más ancha y compleja. Más incierta y expuesta, sí, pero también más apasionante. Yo salté de la rueda hace cinco años, vivo desde entonces sin casa a la que regresar y sigo descubriéndome a mí mismo por ahí. Sigo dudando y aprendiendo.
Pero, ¿en verdad es posible llegar a narrar, llegar a contar la totalidad de un viaje?
Ni es posible ni creo que sea necesario. En cualquier forma de expresión literaria, con o sin ficción, saber elegir qué contar y qué callar resulta esencial. Lo importante no es hacer una relación exhaustiva de las anécdotas de un viaje, sino comunicar o transmitir el sentido de ese viaje al lector con lo indispensable. En esto, la literatura de viajes requiere el mismo oficio y el mismo ejercicio de equilibrio que la ficción.
Entre Buda y Pest está el Danubio, el río que fascina, esa serpiente de agua que parte la ciudad, testigo de la vida que pasa a un lado y a otro de cada orilla, ese brazo de agua que separa y también une, cose a una ciudad con una historia marcada, en el siglo XX, por el nazismo y el comunismo.
Precisamente elegí un breve párrafo de El Danubio, de Claudio Magris, como cita de apertura y coda de mi libro. En ella, el triestino habla de las capas invisibles de cada historia que sobreviven al revelado de la Historia, como una película sensible que todavía hoy podemos mirar a trasluz en ciertos lugares. Eso sucede de una forma potente y emotiva en Budapest, una ciudad que ha conocido grandes tragedias y penurias, pero también el esplendor de los viejos imperios, del romano al austrohúngaro. En todo caso, en mi libro me cuido mucho de no aburrir al lector con datos enciclopédicos y, cada vez que echo mano de la Historia, lo hago precisamente para hacerle percibir mejor y más sutilmente aquellas capas invisibles, las del paisaje humano a través de las generaciones. Para alzar mi particular cartografía literaria de Budapest, así como la música me dio la estructura del libro, el paisaje urbano, la excelente narrativa húngara contemporánea, el pasado de la ciudad y, por supuesto, el gran río me dieron todos los mapas necesarios.
Tengo la sensación de que esas ciudades, como Budapest, que aún conservan sus tranvías –que, por cierto, dices que te fascinan desde la infancia– guardan en su interior una especie de belleza en extinción, un trozo de pasado que se está esfumando, que se está diluyendo a golpetazos de capitalismo y tecnología.
Tal vez sea demasiado optimista al pensar que a Budapest todavía le quedan unos pocos años antes de convertirse en otro parque temático para turistas, como por desgracia sucede desde hace tiempo en el centro de Barcelona o el viejo corazón de Praga. La geografía de la ciudad, sin embargo, con la extensa llanura de Pest y las numerosas colinas de Buda, ayuda a que pueda preservarse el sabor original de unos cuantos barrios. De nuevo, lo importante es la mirada del viajero y su disponibilidad para el descubrimiento lejos de las rutas más concurridas. Del mismo modo que yo disfruté de varios de esos hallazgos con el simple gesto de tomar un tranvía hasta el final de la línea en los arrabales de Budapest, también puede uno huir de esos parques temáticos, bajarse del tranvía y callejear por la parte menos conocida de Poblenou o pasarse la parada hasta el extrarradio de Praga para descubrir una vieja iglesia de madera en el barrio por el que Bohumil Hrabal solía tomarse la penúltima cerveza.
Paralelamente a tu vida nómada acabas de escribir un diario que has titulado‘Cuadernos de dunas’, un proyecto con el que vas a continuar en 2018 como‘Cuaderno de mareas’. La escritura de un diario como complemento perfecto al viaje.
Hace algo más de un año decidí comenzar esos diarios y lo cierto es que me han traído mucho más de lo que esperaba: cierta disciplina en el trabajo, sobre todo al principio, cuando más falta me hacía; el reto de enfrentarme a otra forma de escritura sin ficción; un puñado de lectores, aliados y pequeños mecenas que me ayudan a ganar tiempo y espacio para dedicarme casi en exclusiva a la literatura e incluso, y gracias a la propuesta de mi editora, Pilar Rubio –otra de las lectoras de mi Cuaderno de dunas–, la publicación de Variaciones sobre Budapest en su sello, La Línea del Horizonte. En mi libro conviven el cuaderno de viajes, el ensayo literario, la crónica urbana y el dietario personal, un género en sí mismo que pienso seguir practicando durante todo 2018 con el Cuaderno de mareas, para el que ojalá cuente con nuevos lectores y aliados.
“Corre siempre por el camino más corto”, decía Marco Aurelio, al que citas en tus diarios y también en tus ‘Variaciones sobre Budapest’. ¿Qué te atrae del emperador y filósofo estoico?
Aparte de la vigencia de su sabiduría, que explora una condición humana que, en esencia, no ha cambiado tanto desde su época; su obra y su figura me han estado persiguiendo en los últimos años por una suerte de azar objetivo con algún arcano propósito que ignoro. Tal vez para que ahondara en la no ficción y escribiera por fin mis propias meditaciones, quién sabe. El caso es que releí su obra en una larga estancia creativa que realicé hace tres años en Oaxaca, me la volví a encontrar en Barcelona, descubrí en Budapest que vivía casi a un tiro de piedra de Aquincum, donde Marco Aurelio había residido y escrito parte de sus Meditaciones, y, sin pretenderlo, en París y Chicago me topé con el busto del emperador en los museos, dos piezas esculpidas en vida del filósofo que impresionan por su carisma y humanidad. Creo que, como con otros estoicos, siento afinidad por su sentido del valor, su austeridad y su integridad, pero me temo que todavía soy un poco esclavo de mis pasiones.
Además de la no ficción, trabajas ahora en una novela. ¿A qué podemos llamar hoy en día novela?
Dos años después, estoy por fin con las últimas correcciones de aquella novela que empecé en mi primer viaje a la capital húngara y que, si todo va bien, publicará Ediciones del Viento. Tiene que ver con los años de la Guerra Fría y está ambientada en París, Viena, Praga –como ves, otro pequeño catálogo de viajes a través de la ficción: la cabra tira al monte– y, por supuesto, Budapest.
Intentar definir a día de hoy la novela se ha vuelto casi un deporte extremo, pues llevan matándola desde hace décadas y la condenada sigue ahí, dispuesta a reventar toda la parafernalia teórica con la que pretendan enterrarla. Sucede cada vez que se da uno de narices con una gran novela, como las de los prodigiosos narradores húngaros actuales o recientes que fui descubriendo en mis dos viajes: las novelas de László Krasznahorkai, Ádám Bodor, Attila Bartis o Magda Szabó, entre las de otros muchos, son buena muestra de ello. Y, un escalón por encima de todas ellas, Los desposeídos, de Szilárd Borbély, es una de las obras maestras de la literatura europea en lo que llevamos del siglo XXI y una lección magistral del oficio de novelar que le alivia a uno de toda la charlatanería pedante al respecto. La novela, como la literatura de viajes, seguirá en plena forma porque la llevamos en nuestro ADN. El ser humano necesita relatarse a sí mismo y narrar el mundo para hacer pie en la fangosa corriente de su propia identidad.
Creo que la novela está obligada a dialogar con la tradición sin miedo a plantear preguntas, pero no tiene demasiado sentido aferrarse a esa tradición ni caer en la impostura de las supuestas vanguardias, que no han aportado absolutamente nada nuevo desde las que sí lo fueron hace casi un siglo. La discusión formal resulta tremendamente aburrida porque la novela no es otro artefacto tecnológico al que aplicar las absurdas leyes del progreso, sino una manifestación viva de, precisamente, la parte más humana de nuestra naturaleza: la abstracción, la inventiva y la representación a través del lenguaje. El novelista no es el guardián de las reliquias ni el chamán de la tribu, sino el cazador solitario que regresa para contarnos algo más que la pieza cobrada: el acecho, la espera, la belleza del animal antes de caer, el viaje y, quizá, otro horizonte divisado a lo lejos. Como diría Milan Kundera en El arte de la novela, “el novelista no es un historiador ni un profeta: es un explorador de la existencia”.
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