Versos de Hierro, bocanadas a falta de oxígeno
Nació un mes de abril, hace 96 años. Nos dejó hace ya 15 años. Hoy la serie ‘Victografías’ se detiene en un excepcional retrato de uno de los mejores poetas españoles de la generación de la posguerra, de la poesía del desarraigo: José Hierro. Hoy nos hacemos poetas de la primavera y del otoño.
Yo le hablé por vez primera un día de otoño, cuando la luz de Madrid tan bien languidecía. No en otros lugares se refleja así sobre las calles grises y las colinas peladas. Estos cerros de cemento son brillantes cuando enfocan la soledad entre la multitud y los ruidos. Y él estaba allí, enfocado, subiendo la cuesta que entonces le parecía ilimitada. Era árida para unos pulmones que no consentían el aire.
Yo le congelé por primera vez un día de junio cuando me recibió en su casa, y en vez de acompañarle un perro a saludarme se asomó a la puerta una botella de oxígeno. Tenía él cuerpo de gigante menudo y cabeza de oso, de una belleza ruda que mi objetivo se moría por lamer. Frente ancha, nariz de boxeador y bigote de morsa, perfil de filósofo, orejas de duende, garras de espátula, voz grave de bestia y ojos…, de niño. ¿¡Cómo iba a imaginar que al agitarle saldrían versos!?
La voz hueca y profunda escalaba las paredes del cuarto y luego se entrecortaba, por un hipo, cuando le faltaba la bocanada, y era ahí cuando se iba el hombre grande y aparecía el de la foto:
Cabecero de hierro bruñido en oro, y lápices delincuentes en la mesilla de noche para romper el sueño del poeta. Encima de la cama está tumbado sobre una colcha gruesa de algodón, mientras de su camisa se desbordan filigranas que reverberan. El colchón le acoge porque le conoce y más tarde se librará de él (es lo que hacen todos los colchones cuando no puedes atrapar el sueño).
Se librará también del abrigo pesado de la manta porque amenaza ya el tiempo de verano y serán para José Hierro pronunciadas las noches en su hueco.
La máquina que le sigue al dormitorio, como ese perrito, suena en el silencio de la oscuridad. Los tubos calman la asfixia. Mientras…, pinta dibujos de tinta y suaves acuarelas hasta llegar al borde de las hojas de papel, cuando sienta que se le está cayendo un verso entre las sábanas blancas.
Bendita belleza del arte que perfila letras y palabras, me digo, mientras hojeo su libro. Son las páginas las que van corriendo, una tras otra, como en un carrusel entre mis manos. Como los versos, se languidece uno y pide el siguiente, y éste otro y otro más; y así se va haciendo entero el sorbo de murria como un poema.
Una tarde de junio quise ser poeta. Y podía serlo porque me arreciaba la melancolía.
Las palabras se caen también, una tras otra, cuando aprieta la melancolía.
A mí se me vinieron de repente, convertidas en versos, ¡qué podía hacer!
Un día de junio le conocí a él y quise ser poeta en la luz de una lánguida tarde.
Entonces congelé una de sus palabras para entender de qué podía estar hecha.
Pero con el tiempo me di cuenta que sólo entiende al verso el dueño, el poseedor, ¿de qué manera podría conseguir unos gramos de esa esencia?
Y creo que yo no puedo, no podría nunca, ni siquiera aunque sólo fueran míos sus versos.
“Paralizado, congelado, el tiempo
va adquiriendo la pátina de estar atardeciendo,
otoñándose sobre el mar,
sobre la muerte, sobre el amor, sobre la música,
que se libera misteriosamente,
de nadie sabe qué prisiones”.
(J. Hierro).
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