“Las grandes atrocidades suceden entre gente que supuestamente se quiere”
Para celebrar la gran fiesta de la Feria del Libro de Madrid, que comenzó ayer, ‘El Asombrario’ publica una serie de entrevistas con tres escritores poco conocidos y cuyos libros nos han impresionado. Abrimos con María Fernanda Ampuero (Guayaquil, 1976), mujer que no entibia el horror en su escritura. No enmascara el dolor. Cuando escribe, María Fernanda Ampuero mira lo terrible y lo violento fijamente a los ojos, de frente, sin eufemismos ni ambages. “Yo no voy a encubrir el horror como si estuviera asustada de él”, dice esta escritora y periodista ecuatoriana, que vive en España desde 2005 y publica ahora su primer libro de relatos: ‘Pelea de gallos’ (Páginas de Espuma).
Ampuero, que cuenta con una larga trayectoria como cronista, como periodista que mira el mundo y profundiza en él en tiempos de celeridad y urgencias. “Quiero creer que el periodismo lento y profundo, bien investigado y bien escrito, puede cambiar las cosas, pero, fíjate, sabíamos por ejemplo todo el caso de La Manada, había pruebas, imágenes, y, aun así, no se han atrevido a llamar “violación” al horror que vivió esa chica. ¿Cómo seguir creyendo?”, se pregunta.
En ‘Pelea de gallos’, tu primer libro de relatos, nos enfrentamos a un mundo violento, de desigualdades sociales, de maltratos físicos y psicológicos, un mundo de mucho dolor… Y tu escritura grita, saca del silencio una realidad terrible, salvaje, cargada de horror y terror, es una escritura que no quiere ser cómplice…
Ya hay demasiados cómplices para todos los horrores, los de andar por casa, los de la calle, los de los conocidos y los desconocidos. Sin todos sus cómplices el horror sería menos ubicuo y menos factible. Sin esa complicidad, digo, la sanción sería brutal, la censura sería total y nadie se atrevería a ejercer la violencia, a ser un hijo de puta, a dañar a otro. En la película Spotlight dicen que así como se necesita una aldea para criar a un niño también se necesita una aldea para destruirlo, para mí eso se aplica a todas las complicidades, hacer la vista gorda, dejar hacer, dejar pasar. Así que una cosa que sí me propuse fue nunca entibiar el horror, jamás enmascararlo o darle la vuelta, no usar eufemismos para nombrarlo, no jugar al gato y al ratón con él, sino mirarlo a los ojos y decir su puerco nombre lo más alto que pueda. Yo no voy a encubrir el horror como si estuviera asustada de él. Creo que la valentía al nombrar es el primer paso para cambiarlo todo.
Los relatos que encontramos en esta obra transcurren en casas, en espacios interiores, cerrados, en entornos familiares asfixiantes, donde hay incestos, violencia paternal o entre hermanos. “Todo lo que se pudre forma una familia”, escribes citando a Fabián Casas…
Cuando encontré esa cita de Casas me di cuenta de que resumía todo lo que yo había estado escribiendo y que aún no tenía forma de libro ni editorial. La cita es brutal como lo son los cuentos. Las más grandes atrocidades suceden entre gente que supuestamente se quiere o que de verdad se quiere, pero aun así no pueden evitar destruirse. Todo eso pasa entre las cuatro paredes de eso que llamamos hogar, frente a pósters de Mickey Mouse. Nadie puede hacerte más daño que tus padres que te han creado, que son tus dioses, que tienen contigo una responsabilidad casi divina: “ámame”, “cuidame”, “priorízame”. Esa gente que está jodida, que es gente, pues, se encuentra con esta cosita diminuta, como un bloque de plastilina de dos kilos, y puede imprimir en ella cualquier forma. Eso me parece peligrosísimo y aquí nos ves, adoptando formas monstruosas, destruyéndonos unos a otros. No nacimos así, algo pasó frente a los pósters de Mickey Mouse. Claro que hay cosas maravillosas en las familias y gente que se quiere de verdad, pero a mí me interesa lo otro, lo que se pudre, pero más importante: el brillo de la solidaridad y la ternura en medio de la putrefacción.
A menudo se habla de los horrores que se viven en Sudamérica…, pero, en verdad, los horrores pueblan hoy el mundo. ¿Nos hemos acostumbrado a lo terrible, vivimos ya como anestesiados frente al terror?
Creo que sí, que hay un elemento de anestesia, pero también de egoísmo ciego, caprichoso, casi infantil (“mío, mío, mío”). Si de verdad viéramos, si de verdad entendiéramos, si de verdad empatizáramos, sería imposible soportar las imágenes que todos vemos a cada rato de chicos y chicas con sus bebés muriendo en nuestras costas o de padres y madres sirios, también con sus hijos, desesperados porque además de perder todo lo que consideraban vida están tirados en un no-lugar como si fueran delincuentes. No le importan a nadie. Gente, ¿eh? Hablo de personas como tú y como yo, que haríamos eso mismo si nuestra ciudad hubiera sido convertida en un escenario apocalíptico o si tuviéramos perennemente sed y hambre. Todo esto lo estamos haciendo frente a esos niños, ¿crees que esos niños no nos van a guardar rencor? ¿Crees que ellos, que son la gente del futuro, no van a recordar este infierno por el que les está haciendo pasar Europa? Pero se sigue votando a la derecha, se cambia de canal y se siguen escribiendo pintadas “Primero los españoles”. Eso, por ejemplo, no es estar anestesiado, eso ya es otra cosa, otra cosa aterradora.
En 2005 dejas Ecuador y llegas a España. Dejas tu familia, tu vida de siempre y te adentras en un mundo nuevo. Te conviertes en una emigrante y eso en el mundo de hoy, como vemos todos los días, no es precisamente fácil..
Es lo más difícil que he hecho en mi vida. La única manera de poder soportar ser inmigrante fue el amor que recibí de mucha gente, de la forma en la que me dieron una casa y una familia. Por eso empatizo con los que tienen que irse de su país, por ejemplo los venezolanos. No entiendo cómo Latinoamérica no le está dando la mano a los venezolanos, por ejemplo, cómo no les está abriendo las puertas para que puedan trabajar y mantener a sus familias sabiendo todo lo que sabemos de lo que está pasando allí. Me asquea cuando esos presidentes llenos de cursilerías y de canciones de Silvio Rodríguez dicen que los venezolanos son nuestros hermanos. ¿Actuarías así con tu hermano? Y una mierda. No seas hipócrita, tú, que venías a España a exigir un trato justo y digno a tus emigrantes y ahora le cierras la puerta en la cara a Venezuela.
Los países cierran fronteras. Se están endureciendo las políticas migratorias. Hay un rechazo hacia el otro, a ayudar al otro. ¿Hacia qué mundo vamos?
No te lo sé decir, pero presiento que a uno terrible, apocalíptico. No puedo ser optimista porque no soy boba y porque veo. Siento verdadera compasión por la gente del futuro. Muchas veces, cuando veo lo que está pasando a nuestro alrededor, cuando veo por ejemplo que el tema del agua ya es hoy y ahora un problema muy grave y que esa sed sacará a miles de millones de personas de sus tierras y que las fronteras se irán cerrando con más furia y astucia, pero ellos a su vez serán cada vez más y estarán más desesperados, la única palabra que me viene a la cabeza es apocalipsis. Recuerdo todo el tiempo la película Hijos de los Hombres, de Alfonso Cuarón.
¿Qué significa entonces hoy la palabra humanidad?
Ver. Querer ver. Levantar la cabeza del teléfono para ver.
“Hay que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos”, dice Narcisa, una de las muchas mujeres que protagonizan tus relatos y un personaje basado en una mujer cercana que te influyó en tu niñez, ya que trabajaba en la casa de tus padres en Guayaquil…
Narcisa es una de las personas más importantes de mi vida y además de esa frase me dijo muchas otras, fue en todos los sentidos posibles mi hermana mayor: me enseñó a usar la primera compresa, me compró mi primer sujetador, me prestó ropa suya para la primera fiesta con chicos, me llevó a mi primer concierto. Creo que en Latinoamérica y en todos los países desiguales, supongo, nos olvidamos de la inmensa importancia que tienen estas personas en la construcción de nuestras cabecitas, de nuestros corazones, de nuestra mirada. Ella se salvó gracias a mi mamá de una familia donde violaban a los niños, así que qué cosas no habrá sabido que tan pequeña ya me decía con tanta insistencia que había que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos. Creció para convertirse en una mujer increíble que ha luchado más allá de sus fuerzas para que sus hijos tengan una vida distinta a la suya y la buena noticia es que lo ha logrado: sus hijos ya no tienen miedo.
En ‘Luto’, uno de tus relatos más dolorosos y descarnados, leemos: “Ante la indefensión triunfa siempre la crueldad”. En tu libro percibimos una profunda falta de amor, un vacío y una distancia fría entre los personajes, una soledad que hace daño…
Pero si te das cuenta al mismo tiempo hay una compasión inmensa entre algunos personajes, hay como una especie de pequeña resistencia a ese vacío y a esa soledad que se construye desde el amor. Ahí tienes amándose o queriendo amarse a los primos de Persianas, a la pareja de Crías, al triángulo amoroso adolescente de Nam, a las hermanas en el cuento que mencionas, Luto, de alguna manera muy particular el cuidado seco y medio animal (pero cuidado a fin de cuentas) del padre a la hija de Subasta. Creo que he intentado que ante toda esa brutalidad que viven mis personajes haya algo cálido, un deseo, un abrazo, un enamoramiento, un encuentro sexual, un amor fraterno. No son perfectos y les pasan cosas atroces, pero hay una compasión y un amor que empieza en mí. Yo amo mucho a mis personajes.
La figura del padre está presente en tus cuentos pero también muy ausente. Padres que desaparecen, que se van a la guerra, que dejan a sus mujeres por sus amantes… En uno de tus artículos periodísticos publicado recientemente leemos: “Lo primero que me enseñaron fue que Dios me quería, que me quería más de lo que nadie me iba a querer jamás. Más que mi padre –no era difícil-…”. ¿La ficción se escribe desde lo imaginario pero sobre todo desde lo autobiográfico?
Es verdad que si hablamos de lo estrictamente autobiográfico yo tuve una relación muy difícil con mi padre y que además he dicho en diferentes lugares que este libro no existiría si mi padre no estuviera muerto. Dicho esto, creo que los padres –y quizás todos los hombres del libro, salvo el chiquillo de Persianas que no quiere crecer– representan al sistema patriarcal, una figura masculina que en presente o en ausente hace daño. Son un símbolo del horror de que el hombre se crea superior a la mujer y actúe en consecuencia. Hay un padre muerto, un padre abusador, un padre que pega a sus niños, un padre que se va con otra, pero en general lo que hay es un padre –un hombre– que es incapaz de dar afecto, es un ser turbio, malintencionado, atemorizante, un ser que viola, que destruye, que pega, que abandona, que no ama. Los padres en mi libro representan el machismo y el machismo es un gran monstruo, da muchísimo miedo.
Antes de llegar a la ficción, tu vida ha estado centrada en el periodismo narrativo. En tiempos de celeridad, de rapidez, de redes sociales, ¿necesitamos de un periodismo lento, de mirada tranquila, que no se quede en lo superficial, que profundice en los hechos cuando desaparece la inmediatez, que tire de la crónica?
Claro que quisiera creer que el periodismo lento y profundo, bien investigado y bien escrito puede cambiar las cosas, pero, fíjate, con La Manada, por ejemplo, sabíamos todo de este caso, hay pruebas, imágenes, y aún así no se han atrevido a llamar “violación” al horror que vivió esa chica (y hasta la palabra violación se queda corta). ¿Cómo seguir creyendo? ¿Cómo seguir manteniendo un discurso positivo frente al periodismo o frente a nada?
“La gente no es capaz de verse a sí misma y ese es el principio de todos los horrores”, se lee casi al final. Vemos los males en los demás y olvidamos mirar los propios…
Por supuesto, desde siempre. Esa frase es una versión de lo de ver la paja en el ojo ajeno que es bíblica. Cuesta muchísimo mirarse para adentro, mirar de verdad, porque en la mayoría de nosotros hay pura porquería y nada da tanto miedo como la propia monstruosidad, entonces quizás mirar los defectos de los demás sea un recurso para sentirnos más limpios, como señalar el mal olor de la mierda ajena para enmascarar la pestilencia de la propia. Eso lo hacemos todos desde pequeños; de hecho, aprendemos las cosas más importantes de la vida y construimos nuestra impresión sobre los demás escuchando a nuestros padres criticar a otra gente: eso es lo que está mal y yo no debo hacer. Yo recomiendo, por muy abyecto que sea, mirar las habitaciones interiores de cada uno: quien se teme a sí mismo comprende mejor al otro.
Comentarios
Por c, el 26 mayo 2018
Puede ser cierto y seria paradogico, que la gente que se quiere es la que mas se daña, cuando se entiende posesion-control-proyeccionetc como amor , pero no es radical
El amor es llevarse bien con alguien y el mito del romanticismo es lo que controla y apaga la vida y las relaciones
Aun asi cada persona tiene su karma y «digiere-procesa» las cosas a su manera, osea que una misma Hª no afecta a dos personas por igual