“En esta isla hay dos tipos de personas: las que se van y las que se quedan”
De Nisyros a Kos. La travesía mediterránea de ‘El Asombrario’ a bordo del velero GoOn que nos ha acompañado todo el verano se va acercando a su último puerto. Como el verano, se apagará el próximo fin de semana. “Sabiendo que estoy de paso, me gusta irme de los sitios deshaciendo algún lazo. Las despedidas más valiosas están preñadas de afecto y de reconocimiento”.
En esta isla, como en la vida, hay dos tipos de personas: las que se van y las que se quedan, soltó la punta de mi lengua, y la escuché. Era pertinente, llevamos meses yéndonos de los lugares y, aun así, como no creo en los fragmentos sino en los detalles, sé que no me he movido de sitio. Las que se van y las que se quedan, forcé a la lengua susurrando la frase entre los dientes por ver si continuaba. El violín y el buzuki del panegiri se apagaban en uno de los vértices más altos del cráter. Formábamos parte del rosario de luces que dibujaban los zigzags del camino al regreso de la fiesta.
Lo bueno de no conducir es que puedes cerrar los ojos más tiempo. Me invadía un cansancio alegre. Había bailado en círculos con personas que empezaban a resultarme conocidas: la de la tienda de pasajes para Kos , el del restaurante de Mandraki, el hombre de mostachos y su hermano con quienes nos encontramos en el banquito, el dueño de Falimento, la panda de amigos que arrancaron los bailes en el panegiri de hace una semana… No conocía sus nombres, pero alzábamos la cabeza al cruzarnos en la calle o nos sonreíamos al agarrarnos de la mano en el baile. Creyentes y no creyentes celebraban el final del estío y su icono religioso bailando, cantando y compartiendo el alimento en comunidad. Llegamos a entender que una persona había donado nueve cabritos para la cena. La comida era una aportación tan generosa como el trabajo de quienes la habían cocinado y repartían las bandejas.
Sonreía, había aprendido el paso de baile más difícil, era una buena señal: se acercaba el día de la partida y al fin empezaba a integrarme. Sabiendo que estoy de paso, me gusta irme de los sitios deshaciendo algún lazo. Las despedidas más valiosas están preñadas de afecto y de reconocimiento. Tourna, Tournaaa. Mi lengua tarareaba el estribillo de una canción que logra arrancar las voces a coro y nos hace girar. Miré el firmamento. Aproveché la lenta intermitencia de mi pestañeo para musitar, esta vez a propósito, “las personas que se van”. Una isla suele ser un lugar plagado de despedidas, y más en este mundo globalizado. Es fácil que en el imaginario isleño el lugar de origen sea paraíso y al mismo tiempo una mota con escasas salidas en medio de la inmensidad de posibilidades que ofrece el planeta. No es cierto, esa fue una de las primeras lecciones que aprendí al llegar a Mallorca y comenzar a hacerme isleña: las posibilidades se perciben, existen al margen de la existencia o no de ofertas. Sin embargo lo entiendo, pertenezco a la estirpe de los que se van.
Al acabar la II Guerra Mundial, los habitantes de Nisyros vieron cómo los invasores bélicos (los últimos eran italianos), abandonaban el lugar, llevándose con ellos el dinero que traían del continente y dejándoles a solas con los servicios que hasta entonces les habían prestado. La tierra era bella, fértil y dura, el aceite de sus olivos, la ganadería, los saberes agrícolas apenas daban para el consumo interior. La escasez empezó a ser preocupante. Quedarse o irse. Imagino la escisión. En Pali, donde estamos amarrados, nos han contado cómo se fueron deshabitando las calles de la infancia. A mediados del siglo pasado, la carretera que lleva a la parte más alta de Emporios y al volcán aún no existía; la remodelación del puerto en el que hoy estamos apenas tiene 12 años de existencia, su construcción ha cambiado las corrientes de agua. Hoy los invasores lúdicos han sustituido a aquellos bélicos.
¿Adónde ir? Europa era un destino triste a mediados del siglo XX.
Una isla de 50 kilómetros cuadrados y con apenas un millar de habitantes no es un lugar como para poder pasar de incógnito o perderse; aquí es fácil geolocalizar un reproche, un amante, una sombra, un secreto, por eso no hace falta terminar ciertas frases. Deduzco en los puntos suspensivos de nuestras charlas que “los de Nikia” (una de las tres poblaciones de la isla en la que no están censadas más de 25 personas) se fueron a California, mientras que “los de Emporios” (en invierno apenas alcanzan los 20 habitantes) se fueron a Australia. Me encantaría saber cuál es la enorme diferencia entre ambas opciones, porque este dato construye identidad en Nisyros y puede levantar ampollas en una discusión. Emporios recibe ese nombre por la historia comercial de sus habitantes, que en el pasado vendían productos de la tierra. Aquel emporio se derrumbó y gran parte de sus descendientes terminaron vendiendo… sus casas.
“Gentrificación», digo. Falimento, suelta mi lengua. Bancarrota. Hay una taberna que ha elegido ese nombre para su local. El dueño abrió su negocio precisamente al comienzo oficial de la crisis. “Para mí es una conmemoración, cuando uno está en la miseria, toca fondo y a partir de ese momento todo es luz”. En cada generación hay un final de fiesta.
Los que se van y los que se quedan no están tan lejos como imaginan, la frase crece entre mis dientes. La escucho, continúa: En el tronco de este árbol, la rama de los que se van tiene dos brotes: los que venden y los que vuelven. Los dos verbos empiezan por uve, las letras son casi las mismas, poseen un ADN parecido. Intento imaginar la rama de los que se quedan, creo distinguir otros dos brotes: los acopiadores y los frugales. Los distingo por la diferente forma de afrontar la escasez. Los primeros, ante la creencia de que serán fagocitados, tenderán a acumular. El capitalismo crece sobre esa lógica. Los segundos apostarán por adaptar sus necesidades al medio. Es probable que cuando mueran, mueran flacos.
En una discusión podrían aparecer reproches para ramas y brotes: “Los tuyos abandonaron nuestra tierra”, “aquellos vendieron en vez de honrar el legado”, “no os atrevisteis a tener grandes sueños”, “te enriqueciste entre los pobres”… Sin embargo, la sensación es que quienes viven aquí en invierno forman parte de una comunidad sólida. Loulouda viene con su camión de tomates desde la isla vecina, Tilos, y vende lo que cultiva. La red de servicios puede ser rica si no se persigue la lógica del beneficio exponencial. En Emporios hay un menú respetuoso con los frutos de temporada, tradicional y con un precio igualmente equilibrado. Entre quienes volvieron encontramos a una pareja que está rehabilitando una capilla familiar en medio de la nada. ¡Oh, dios mío, ayer arrancó la temporada de caza! Durará dos semanas. Los cazadores llegan en ferry o en sus propias barcas con sus perros en remolques o en jaulas.
Falimento. En una esquina de la terraza del Fracaso una octogenaria sonríe. Se llama Paraskevi (Viernes), es la madre del dueño (uno de los hijos que se quedaron, otros se fueron). De pequeña imaginé que Robinson sería mujer y que en algún lugar Viernes (aborigen y al mismo tiempo extraño entre los suyos) podría ser mi mejor acompañante, lo que no había pensado es que también Viernes podía ser hembra, anciana. A unos cinco solitarios kilómetros de este rincón se levanta otro lugar humilde y de referencia: Oasis. Bajo su sombra se puede beber, comer, charlar en medio de la nada. La última vez que estuvimos allí un puñado de jóvenes bailaban bajo una noche sin luna, nada más. Al día siguiente los responsables del Oasis se bañaban, desnudos, en un mar agitado. Aquella velada alegre había sido una fiesta de despedida. Vamos sumando cierres.
Tourna, tourna. Gira, gira, dice la canción popular. Habla de un río que lleva y no lleva agua, de los arcos que los agricultores levantan con piedra y de cortejar viudas, solteras, casadas y comprometidas, esas bellas trigoni (tórtolas) a las que amar.
Falimento. Desde ayer, los besos son balas. Las dos palabras empiezan por be, mismo número de letras, algunas comunes, ¿comparten ADN?
Bancarrota. En los setenta regresó a la isla, procedente del Congo, uno de los nietos del doctor Pantaleón Pandelides, quien en 1985 había inaugurado el lujoso balneario Hipócrates, joya de la isla hasta que un fuerte temporal y la crisis del 29 acabaron con su esplendor. Dispuesto a rehacer el balneario de su abuelo, recuperó los derechos de propiedad, canceló y pagó las deudas y comenzó su rehabilitación. La operación fracasó por suma de codicias. Hoy el edificio se mantiene en pie, monumento a la ambición, junto a la capilla de los baños termales romanos en los que aún fluye el agua tibia. Dicen que un bisnieto quisiera volver a empezar.
Tourna, tournaaaa.
No volveríamos a asomarnos al volcán, ni volveríamos a bordear su tutú de bailarina, ni a levantar sus enaguas con la proa del GoOn para verle las bragas. Acabamos de llegar a Kos, desde donde ahora escribo, en el islote de babor celebran una boda. La novia llega en barca.
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