Más caricias y menos exhibición fálica: Contra la impaciencia del deseo masculino

Foto de Irene Díaz.

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Quinta entrega de esta sección quincenal a dos voces, ‘Por culpa de Eros’. Diálogos sobre encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes. A cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado. En este espacio se alternan dos textos abordando un mismo asunto: el amor o su imposibilidad en tiempos de turbocapitalismo. En diciembre, nos lanzamos sobre la sexualidad masculina, lo que nos erotiza y lo que nos repele. Hablamos de lujuria y complacencia, de la escucha y la prisa, porque del tempo de la ejecución depende el placer.

“Te quiero”, dice él, en el fragor del sexo. “Ja, se te ha escapado”, pensamos, y nos reímos en un pícaro monólogo interior. Aunque a esta altura de las revoluciones sexuales seamos escépticas –o demasiado realistas con las declaraciones de amor– nos gusta haber provocado semejante exabrupto.

Dudamos, claro, como dudamos del like del aspirante a famoso en Instagram (“estará buscando más seguidores para su página”).

No te creo, pero me encanta. O sí te creo; es decir, creo que es lo que sientes en este instante, lo que no significa que sigas sintiendo que me quieres después del orgasmo. Así de habituadas estamos a aceptar que no haya una sincronía de sentires con el partner, porque nosotras, en general, disfrutamos también mucho del post-clímax y quizá sea más bien ese nuestro momento del, si acaso, “te quiero”.

Han acertado: vamos a hablar de sexualidad masculina, sí, y con todos los sesgos y la subjetividad del caso (no se quejen, en esto no hay objetividad posible).

¿Animales o constructos sociales?

De la fisiología de los sexos se ha hablado casi siempre en beneficio de la promiscuidad masculina, hasta forjar la caricatura férrea de un varón diseminando sus genes entre infinitas hembras, mientras cada una de ellas trata de retenerlo para obtener ayuda con la cría de los cachorros. A esta idea han contribuido también algunos estudios sobre recuentos hormonales (de dopamina y oxitocina) que aseguran que las mujeres generamos apego químico desde el cerebro cuando se nos estimulan los pezones o el cuello del útero. Por lo demás, la promiscuidad femenina también existe (aunque se practique con cautela, no a la vista de todos/as, según los antropólogos) y responde a razones evolutivas diferentes; pero de esto hablaremos en otra entrada. Nosotras también producimos y gastamos testosterona.

¿Es posible mencionar la biología sin caer en un reduccionismo interesado, léase machista?

Recuerdo, al respecto, un estudio de neurofisiología hecho con diferentes subespecies de ratones, cuyos machos experimentaban el sexo de maneras antagónicas: los de una subespecie eyaculaban e inmediatamente salían corriendo a (intentar) fecundar a la siguiente hembra, mientas que los de la otra subespecie eran mimosos y se quedaban retozando con su pareja tras la eyaculación.

A decir verdad, las roedoras humanas partimos de la evidencia de que la inversión en seducción de nuestros ratones machos está casi exclusivamente en la previa del sexo. Esto significa que quienes ejercemos la orientación sexual con objeto erótico varón empezamos cada aventura dando por descontado que el ratón que nos gusta perderá todo interés en cuanto haya cumplido su misión evolutiva. Y si nos toca el roedor de la subespecie cariñosa, ojalá nos guste también a nosotras, que bien sabemos que nada en el territorio del amor se resume en un par de conexiones sinápticas.

¿Tanta introducción para hablar de sexualidad masculina desde el punto de vista del otro o la otra?

Sí, porque hace falta tener presente todo lo que la cultura nos ha inyectado sobre la sexualidad de ese otro. No huelga decir que muchas de estas prevenciones (biologicistas y supuestamente contrastadas) nos rondan en la cabeza, y que también hacemos humor del asunto: a no dramatizar.

¿Qué nos pone y qué nos des-erotiza?

Presupuestos generales y prejuicios aparte, una de las cosas que más nos pone es el deseo del otro. Y hablamos del deseo moroso, el que se detiene, el que alarga, el que demora, dilata. El deseo contagia; el sacrificio, no. Esto quiere decir que el esfuerzo de alguien por ser excesivamente complaciente no es sensual y sí su deseo, vivamente expresado (y teniendo en cuenta el nuestro, también, por supuesto). No pregunten cómo se sabe, pero se nota cuando alguien se propone ser el mejor alumno de los preliminares y se dispone prolijamente a seguir todos los pasos del manual-de-hacer-gozar a una mujer.

“Deseo sí, empeño no”, le dije gráficamente a Lionel, mi compañero de escrituras, que se quedó sorprendido.

Alcanzar el equilibrio entre dejar al desnudo el propio deseo y escuchar con atención lo que dice el otro cuerpo debería ser el objetivo. Muchos hombres lo logran con maestría, quizá por una intuición (bendita intuición), o porque preguntan (cuando es pertinente, y no demasiado pronto), quizá porque la experiencia adquirida les sirve de Norte.

Nos encanta que nuestro partner disfrute, esa es nuestra brújula, y desde allí pedimos (en palabra o en acto). Hay que atreverse a indagar en eso que abrimos en el otro con nuestro deseo. Compatibilizar ganas y acción común es sublime: dar placer y, al mismo tiempo, sentirse. Eros procede de la unión de abundancia y carencia.

Si estamos atentas (y él no es un ratón impaciente), muy pronto sabremos con qué caricias goza nuestro compañero, si le gustan los pellizcos en los pezones, o que le muerdan las mejillas, si apretándole las orejas entre las piernas o no, si apenas rozándole la zona perianal, o con más presión y atrevimiento (a propósito, ¿quién podrá olvidar aquella escena de Amantes, de Vicente Aranda, en la que Victoria Abril usa un milagroso trapito con Jorge Sanz?).

No hace falta guía explicativa en ninguno de los dos sentidos: deseo es distancia y anhelo. Nada puede ser dado por hecho, todo está abierto, o todo puede volver a empezar.

Por último, no hay Norte posible sin un timing compartido. El desajuste en el tempo de la ejecución suele ser un obstáculo insalvable a la comunión sexual. Muchas mujeres deseantes han perdido súbitamente la libido con una exhibición fálica innecesaria, o demasiado precoz: no necesitamos admirar ningún monumento erecto. De exhibición no va el erotismo. Ya miraremos cuando nos venga en ganas.

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