Por qué ‘Roma’, de Alfonso Cuarón, es una obra maestra (o lo parece)
‘Roma’, del mexicano Alfonso Cuarón recibió, hace dos noches, dos de los premios grandes en la ceremonia de entrega de los Globos de Oro. Mejor película de habla no inglesa y mejor director. Esta película realmente nos impresionó en 2018, y queremos volver a ella, no solo por los recientes galardones recibidos, también para subrayar cómo la cultura –la de verdad, la de calidad–, nos sigue haciendo grandes y salvándonos de tanta necedad y vulgaridad que la vida nos arroja a los pies y la cabeza.
Para empezar, digamos que es obvio que el guión de Roma, escrito por la misma persona que la dirige, fotografía y monta, el mexicano Alfonso Cuarón, no sigue los cánones del nocivo y tan exitoso esquema aristotélico impuesto con saña desde los años 70 del siglo pasado por el cine comercial norteamericano, donde, a través de la evolución de las acciones de un protagonista-héroe, la historia evoluciona con este protagonista como eje único enfrentando y solventando, con ayuda de otros personajes o a pesar de ellos, todos los problemas que encuentre a su paso, para terminar victorioso frente al antagonista.
En Roma no hay ni héroe ni siquiera antihéroe, la protagonista Cleo (Yalitza Aparicio) es un personaje de raza indígena de clase baja, empleada doméstica en el México de 1971. Un tipo de “andar por casa”, nunca mejor usada la expresión, cuyo estándar en el cine de tendencias masivas sería, en el caso de que llegara a ser considerado, un personaje secundario con rasgos cómicos. Por otra parte, que la historia se desarrolle en una colonia (barrio) de clase media de Ciudad de México, poco frecuentado por el cine del mainstream, contribuye también a alimentar el interés por descubrir vidas y mundos nuevos, inherente al cine mejor considerado.
El guión de Roma, en cambio, sí coincide en la premisa aún hoy obligada de cualquier película que aspire a grabarse en la memoria del espectador: al final del filme sus personajes deben haber evolucionado, lo que les ha pasado durante el relato los ha cambiado. En este sentido, uno tiene la sensación de que tras el catártico final que tiene su clímax entre tenebrosas olas en la secuencia de la playa, la comunión de la protagonista Cleo con la familia para la que trabaja, final en donde confluyen los dos principales conflictos de una y otros -el embarazo no deseado, la ruptura matrimonial- los ha transformado a ambos.
La historia de Roma evoluciona con el personaje protagonista de Cleo como hilo conductor, pero no como centro, pues en Roma el centro son los acontecimientos que ocurren alrededor de ella, en la familia principalmente y en el país. Es una propuesta coherente de quien concibió la historia, si consideramos la escasa capacidad del personaje para decidir su propio destino. Su historia nada más se resume en hacer lo que siempre hace, de forma cíclica, limpiar y ocuparse de los demás. En Roma su peripecia original estriba en su no tan original embarazo no deseado.
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Así, la subordinada Cleo está definida como personaje de forma minimalista por algunos de sus actos –heroicos en un caso– y las circunstancias de su trabajo. Debajo de esa realidad de sumisión, la fortaleza de su carácter se revela en ese momento en que la manita es capaz de mantener de forma natural el equilibrio en la secuencia del entrenamiento de las artes marciales en el descampado. Hay que advertir que el director apenas enfatiza este hecho con la planificación técnica de la escena, demandando así al espectador un esfuerzo de atención permanente en los detalles.
La vivacidad de los recuerdos de Cuarón –el director ha explicado que la película se basa en episodios de su propia infancia– confiere a los espacios una intensa impresión de realidad. Todos los decorados parece que estaban así ahí antes de filmarse. A la vez, es determinante a la hora de considerar la película como obra maestra, dotarla de una trascendencia imperecedera, el que esta se vea anclada a un espacio-tiempo histórico determinado, presuponiendo un retrato del mismo. La secuencia de la matanza de los estudiantes es esencial para elevarla a esta categoría en la mente del espectador. Aun así, Cuarón se permite distanciarse de los hechos terrenales en esos planos que apuntan al cielo, con los aviones que sugieren otras vidas de paso más allá. Los recurrentes aviones son las fugas del director de su propio relato.
Pero fundamental para que la película, además, sea considerada una obra maestra es ser capaz de acertar con el estilo, esto es, el discurso del filme, que sea narrativamente interesante, coherente con la historia en tempo y forma y preciso en su intencionalidad. La elección del blanco y negro es ya una marca de intención artística evidente, la misma del uso del blanco y negro en el fotoperiodismo clásico, a saber, extraer de la imagen todas las capas que no son esenciales para llegar a su corazón, tratar a los retratados como espíritus y los acontecimientos como ideas.
Alfonso Cuarón, además, usa elementos propios del cine de autor contemporáneo, que en los últimos 15 años ha venido probando fórmulas nuevas para evitar caer en la repetición de los códigos lingüísticos más trillados en el cine. En Roma, este uso original viene determinado por el punto de vista del espectador ante algunos acontecimientos, identificándose o fundiéndose ya sea con la protagonista –caso del parto o la escena final en el mar– o con quien realmente tuviera la suerte (o la desgracia) de pasar por ahí –caso del incendio, el terremoto o la matanza de estudiantes–. En estos momentos, la película deja de ser el espectáculo que tan intencionadamente expresa en la secuencia de la sala de cine, para pretender ser verdad. Es este del largo plano en la enorme sala del cine uno de los momentos en los que Roma le explica al espectador su dualidad, profesa su amor al cine en sala grande y diferencia de forma magistral en una única secuencia los distintos puntos de vista que una película puede adoptar. Más adelante, el director de Y tu mamá también (2001) se permite autoreferenciarse –parodiándose a la vez que reivindicándose como autor– en la secuencia del filme de astronautas, que remite a su deslumbrante Gravity (2013).
En esa intención de marcar estilísticamente el filme, Cuarón dibuja Roma con abundantes panorámicas que puntúan los distintos momentos del filme como si fueran las alargadas frases con las que algunos escritores empiezan a construir sus párrafos. Son delicados movimientos de la cámara sobre su propio eje, de izquierda a derecha normalmente, descubriendo primero al personaje en su espacio y, a continuación, dirigiendo la mirada del espectador allá adonde la acción va a desarrollarse. Estas recurrentes panorámicas quedan nítidamente impresas como la principal marca diferenciadora de estilo del filme, elevando la narración, en prosa, del relato a aventuras poéticas. Son tan eficaces los paneos de Cuarón a la hora de marcar estilo, que algunos momentos en los que no lo son (son travelings laterales, movimientos de la cámara sobre carro o raíles) al espectador se lo siguen pareciendo.
Comentarios
Por Celín, el 08 enero 2019
Roma son fuegos artificiales.
Al autor no le importan sus personajes ni la trama. Sólo cierta plasticidad. Es como si estuviera haciendo anuncios de publicidad.
Le pasa lo que a Iñárritu.
No saben narrar, contar una historia. La regla del 9 no la conocen o se la pasan por el forro.
Por Godfor Saken, el 08 enero 2019
«Los niños abrazan a Cleo cuando se dan cuenta que la chica les quiere como una madre y resulta que los brazos de todos forman el árbol sacramental, el árbol de la familia de México (…) El árbol sacramental mexicano, que abraza a blancos e indígenas, es una estampa muy bonita, pero el amor no cambia que los blancos vayan a la escuela de cine y hagan prácticas en Los Ángeles mientras los mixtecos siguen limpiando las cacas de sus perros». Jorge Loser, «Sobre ‘Roma’, la caca de los perros de Cuarón y la conciencia de clase en la cultura» (revista Canino)
Por Silvia Zuleta Romano, el 09 enero 2019
Coincido en parte con los comentarios. Mucho énfasis en la fotografía. Recuerda a un anuncio de publicidad. Le falta alma.