A Marrakech en busca de genios, nómadas… y el conocimiento

Cuenta la leyenda que los soldados sembraron huesos de dátiles durante una expedición militar. Las semillas crecieron en la llanura desértica y brotaron las primeras palmeras de la bella ciudad de Marrakech. Foto: Justo Almendros.

“Al viajar sé bien de qué huyo, pero ignoro qué busco” decía Montaigne con su habitual sabiduría para ilustrar el placer de estar perdido. Hace unas semanas volví a Marrakech para asistir a las míticas Conversaciones Literarias de Formentor, esa celebración del conocimiento –que ahora desgraciadamente parece tan en desuso por buena parte de la sociedad– que cada año reúne a gente de las letras para compartir inquietudes literarias. En esta ocasión, sentí que la temática estaba cortada a mi medida bajo el epígrafe ‘Genios, nómadas y beduinos’.

Buena escenografía Marrakech, ciudad fundada en 1070 por Abu Bekr, gran jefe almorávide, cuando un simple campamento militar se transformó en capital de almohades y almorávides hasta 1262, para luego devenir residencia de los meriníes en los siglos XIII y XIV. Antes, en el siglo XI, un sultán visionario, Yusuf ibn Tashufín, también almorávide, convirtió la tierra árida de esas afueras en una exuberante Palmeraie. Cuenta la leyenda que los soldados sembraron huesos de dátiles durante una expedición militar. Las semillas crecieron en la llanura desértica y brotaron las primeras palmeras. Hoy, en el corazón de esa Palmeraie, se encuentra el hotel Barceló Palmeraie, oasis moderno de calma y voluptuosidad donde tuvieron lugar las conversaciones.

En 1966, Yves Saint Laurent visitó por primera vez Marrakech y, años después, anotó en sus memorias: “La ciudad me enseñó, de verdad, lo que era el color”. Un viaje casual cambió la vida y la obra del gran diseñador de moda, que vivió con Marrakech una particular y luminosa historia de amor correspondido. Ni fue el primero ni será el último viajero a quien la ciudad le haga cambiar los billetes. Aquí se entienden la modernidad y la tradición, lo exótico y lo mundano, la luz y la penumbra. Su belleza natural lleva la contraria a la etimología de su nombre, Marra (pasa) y Kech (rápido). Y así, sin prisas, escuché aventuras de quienes desvelaron los confines de la Tierra a partir del impulso fundacional de la huida y la escritura con el fin de convertir las experiencias en vivencias.

Ahora que el género de la literatura de viajes no está de moda y prácticamente ha dejado de venderse en librerías, fue un placer compartir ponencias con quienes aún lo defienden y constatar cómo en realidad ese deseo de llegar a la línea del horizonte, de presentir la llamada, de dejar atrás el tedio de la rutina, de recorrer paisajes que se escondían detrás de montañas ha dado forma narrativa a la gran epopeya humana.

Sostiene el escritor y filósofo suizo Alain de Botton que viajar nos permite traernos de vuelta ideas que mejoran la vida. Las migraciones nos han convertido en lo que somos. Los desplazamientos explican la Humanidad. La palabra nómada proviene del más arcaico indoeuropeo y tiene varios significados. El éxodo de los seres humanos a lo largo y ancho del mundo ha sido también la afortunada parábola del viaje interior: los peligros y las trampas acechan y, a fin de cuentas, también se viaja por miedo. Albert Camus, seguramente el más luminosos de los pensadores del siglo XX, escribió: “Lo que vale la pena de un viaje es el miedo, que en cierto momento tan lejos de nuestro país, un miedo vago se apodera de nosotros y un deseo instintivo de recobrar el amparo de los viejos hábitos. En ese momento somos febriles, pero somos porosos. El menor choque nos conmueve hasta el fondo del ser, encontrar una cascada de luz, y ahí está la eternidad”.

Entrega del premio Formentor 2024 en Marrakech.

Entrega del premio Formentor 2024 en Marrakech.

A veces es ese temor lo que nos abre las puertas del mundo. No fue Camus un gran viajero, tenía además amaxofobia, miedo a los automóviles, y murió precisamente en uno yendo de Lourmarin a París.

El premio Formentor destaca por su autenticidad. Suele reivindicar autores que no saben hacer otra cosa que escribir, autores que, si se acabara el mundo y fueran los últimos habitantes de la Tierra, seguirían escribiendo ajenos al apocalipsis. Gracias al premio he conocido en persona a referentes como Annie Ernaux o Mircea Cartarescu, además de otros que desconocía como Liudmila Ulitskaya o, como este año, el escritor húngaro László Krasznahorkai, al que el jurado reconocía “por sostener la potencia narrativa que envuelve, revela, oculta y transforma la realidad del mundo, por dilatar la versión novelesca de la enigmática existencia humana, por convocar la vigorosa lectura de una compleja fabulación y construir los fascinantes laberintos de la imaginación literaria”. Es autor de un título insuperable como Melancolía de la resistencia, en el que, según dijo, la locura es la norma y los ángeles tienen cuernos. Para él la novela es la expresión mayor del desamparo, la que examina la realidad hasta la locura, haciendo buena aquella apreciación de Einstein que decía “Solo los que están locos como para pensar que pueden cambiar el mundo lo cambiarán de verdad”.

La locura y el viaje tienen sus admiradores, porque locura significa que existen personajes distintos y viajar significa que existen paisajes distintos, que han perdido el sentido común (el que según Picasso limita la creatividad). Que lo encontraríamos en la indisciplina, dijo el ganador, antes de afirmar que la imposibilidad de entenderse es la mejor manera de comunicarse y que la armonía del planeta solo puede verse reflejada en la música. Hizo películas con Bela Tarr como El caballo de Turín (inspirada como es bien sabido en ese penúltimo episodio trágico de la vida de Nietzsche) y Armonías de Werckmeister.

Participaron Jacinto Antón, Jordi Esteva, Luisa Castro, Sara Barquinero, Esther Bendahan, Marta Carnicero, María Belmonte, Karima Ziali, Pola Oloixarac, Miguel Ángel Hernández y demás autoras y autores que analizaron el viaje como Kinesis, como Metabolé, que en griego vendría a significar «revolución» o «transformación», concepto usado por Aristóteles para designar un proceso de cambio. Los viajes como una búsqueda de los confines, de lo indeterminado. Aparecieron autores como Ahmed Fakhry, arqueólogo de los oasis de Egipto, que llegó buscando la tradición oral y se fascinó por los desiertos en Siwa, uno de los pocos lugares donde se practicaba la sexualidad libremente y donde no estaba permitido casarse hasta los 40, donde la abubilla era el pájaro sagrado, se merendaba Mayún, una especie de masa dulce cuyo ingrediente principal es el hachís, la resina de la marihuana o el kif, su polen, y se escuchaban historias de la reina de Saba y de buscadores de mundos que se extinguen y que pensaban que cuando muere un abuelo desaparece una biblioteca.

Puestos de especias en Marrakech. Foto: J. Almendros.

Puestos de especias en un mercado de Marrakech. Foto: J. Almendros.

El filósofo Olivier Remaud, autor de Cuando las montañas hablan, exploró los entresijos de las alturas como explora un caminante la dimensión vital de lo inanimado. Porque la filosofía y el acto de caminar siempre han estado ligadas: la Tierra es un pergamino que conserva casi todos sus estratos. Como el barón rampante de Italo Calvino, Olivier Remaud se encaramaba a los robles y empezó a construir cabañas en ellos. Se habló de Paul Bowles y de su Cielo protector como la esencia nómada. Luisa Castro remitió al precoz Rimbaud como figura iniciática capaz de sobrepasar los límites del lenguaje, porque es la palabra la que ensancha el mundo. Conocimos así al Rimbaud poseído por la lengua que inaugura la crónica interior del mal, del deseo más allá de los permitido, que huye de su propia cárcel para diluirse. La escritura como nomadismo, escribir como ir a la búsqueda de alimento. Rimbaud, un poeta crucial que sólo perdió la luz cuando fue abandonado por el lenguaje.

A raíz de Las ciudades invisibles de Calvino se reivindicó el viaje interior, porque la ciudad que se pisa por primera vez no es la misma que la ciudad que se abandona. La ciudad como partitura, como jeroglífico, y la ficción como escuela de la mirada. Y hablando del viaje como gestación de la literatura, se retomó la figura de Paul Bowles a partir de Memorias de un nómada. Bowles llegó hasta Tánger por sugerencia de Gertrude Stein; antes había ido de un sitio a otro, conociendo culturas y lugares del mundo: EE UU, Francia, Tailandia, Reino Unido, Kenia, México, Guatemala, El Salvador, España, Ceilán, Suiza, Costa Rica. Desde que salió de Nueva York, fueron muchos los viajes que a lo largo de su vida le llevaron de un continente a otro. Nunca transigió y siguió fiel a su espíritu nómada, unas veces junto a su mujer, Jane Auer, otras con amigos como Peggy Guggenheim, Truman Capote, Francis Bacon, Tenesse Williams.. o con quien se encontrara en el camino.

El autor británico (nacido en Grecia) Lacfadio Hearn creció en el seno de una familia puritana y sintió la necesidad de evadirse del aburrimiento y habitar en los extremos. Se buscó la vida en Nueva York, Cincinnati o Nueva Orleans antes de huir a Japón en 1890, harto de la mentalidad norteamericana. La capacidad observadora de su mirada íntima le bastó para captar la esencia del país nipón y la majestuosidad del monte Fuji y escribir su obra El país de los Dioses, porque llevar una vida errante no significa errática.

Sergio Chejfec, escritor argentino que desapareció tempranamente hace un par de años, escribió Baroni: un viaje. Chejfec fue un caminante atento a lo cercano capaz de cartografiar el mundo con los ojos e hizo del extrañamiento el leitmotiv de su escritura. Jacinto Antón defendió la novela de aventuras Beau Geste, de Percival Christopher Wren, tras percatarse de las similitudes arquitectónicas entre el fuerte de la ficción y el arco y la torre de entrada al hotel, que para él eran el mismo. Así evocó el colorido y la trama enigmática de este clásico que narra la vida de la Legión Extranjera en el marco trágico del desierto africano.

Antes de concluir, Basilio Baltasar recordó la obra Los asiáticos, de Frederic Prokosch, para hablar así de la condición de esos viajeros que se mueven acompañados por la inconfundible sensación de peligro, por la certeza de estar sometidos al azar y con la sospecha de no llegar jamás al destino, pero también esperando la compensación de la incertidumbre. Los asiáticos narra la historia de un joven americano que, partiendo de Beirut, cruza el continente asiático hasta el sur de China, viviendo en estrecho contacto con la tierra y con sus gentes y compartiendo una serie de aventuras con ladrones y rajás, aventureros de las más diversas apariencias e índoles y acaudalados viajeros europeos. Se describen con acierto tierras lejanas, con sus marcados contrastes de riqueza y de pobreza, de desproporción y belleza. Parece mentira, dijo Basilio, que el autor no hubiera salido de casa para escribirlo, ja! Pues lo hacía a partir de su imaginación, de libros y de mapas.

Albert Camus dijo: “Prokosch ha inventado lo que podría llamarse la novela geográfica, en la que mezcla la sensualidad con la ironía, la lucidez con el misterio. Transmite un sentido fatalista de la vida semioculto bajo una rica energía animal. Es un maestro de los estados de ánimo y los matices, un virtuoso de la sensación de lugar, y escribe con un estilo de flexible elegancia”. Sí, para el viaje también necesitamos imaginación. Por algo se dice que en la novela inventamos lo que no pasó y en las memorias inventamos lo que pasó.

Deja tu comentario

¿Qué hacemos con tus datos?

En elasombrario.com le pedimos su nombre y correo electrónico (no publicamos el correo electrónico) para identificarlo entre el resto de las personas que comentan en el blog.

No hay comentarios

Te pedimos tu nombre y email para poder enviarte nuestro newsletter o boletín de noticias y novedades de manera personalizada.

Solo usamos tu email para enviarte el newsletter y lo hacemos mediante MailChimp.