¿A qué nos referimos cuando hablamos de museo inclusivo?
Todo museo tiene siempre un público objetivo definido por cuestiones como rango de edad, nivel de estudios, lugar de residencia, intereses… Sin embargo, las instituciones culturales no han de focalizarse únicamente en estas personas, sino en todas aquellas a las que su propuesta (por su carácter único o diferente, por las posibilidades que permite o por lo que transmite) tenga algo que decirles y ofrecerles.
Todo museo aspira a tener un amplio número de visitantes y que sus características respondan a la heterogeneidad de nuestra sociedad. Una audiencia a la que se suele acercar bajo una estrategia de marketing y comunicación, adaptando y desarrollando la oferta a los gustos y motivaciones de los que aún no son asiduos a sus instalaciones. Una estrategia que suele olvidar opciones complementarias como prestar una atención más específica a colectivos hasta ahora no visitantes y analizar las posibilidades que tiene de cubrir sus demandas con su propuesta artística, histórica, educativa…
¿Qué museos han de hacerlo? Todos. Los de titularidad pública, por deberse al espíritu democrático que está tras su gestión, financiación y concepción. Y también los de titularidad privada, tanto si cuentan con financiación pública como si no, porque todos ellos han de tener como objetivo la meta 10.2 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas: “De aquí a 2030, potenciar y promover la inclusión social, económica y política de todas las personas, independientemente de su edad, sexo, discapacidad, raza, etnia, origen, religión o situación económica u otra condición”.
¿A quién hay que incluir?
A todo aquel que tenga alguna dificultad para acceder a la oferta de cualquier institución cultural. Barrera que, según European Foundation Centre, puede deberse a motivos económicos (no contar con recursos suficientes), laborales (no tener trabajo o no optar a ello), sociales (no contar con vínculos sociales o no tener acceso a una red social en condiciones de igualdad), personales (aquí podríamos considerar las discapacidades físicas, sensoriales, psicológicas e intelectuales) o culturales (inmigración, idioma, minoría étnica).
Hay cuestiones que vienen marcadas por la regulación jurídica, como es el caso de la accesibilidad física, que son fácilmente comprobables. Sin embargo, la gran mayoría de las casuísticas no son tan fáciles de detectar y exigen tanto la participación activa de la entidad museística como del colectivo excluido.
¿Cómo? Por parte del museo dedicando recursos (humanos y materiales) a actividades inclusivas, y por parte de los colectivos, participando –directamente a través de asociaciones, o de manera delegada a través de las Administraciones Públicas y otras organizaciones de alcance similar– para que las entidades museísticas entiendan en qué consiste el fenómeno de la inclusión en la especificidad de sus circunstancias (no es lo mismo una minoría religiosa que personas mayores con ingresos limitados), los resultados a conseguir y los medios para lograrlo. Como ejemplo, en el caso de las personas con discapacidad, Naciones Unidas señala en el artículo 30 de su Convención Internacional al respecto, que el aspecto primordial es que tengan acceso a materiales, programas y lugares accesibles.
Al hilo de este objetivo, señalar que el propósito último no es solo el acceso de estas personas a los lugares y a los contenidos de los que han estado alejados, sino que todos y cada uno de los que formamos parte de este asunto colectivo que es la sociedad, aportemos y colaboremos a su progreso y desarrollo. Y lo que está claro es que la cultura como motor inspirador de la innovación, la creatividad, el descubrimiento, el bienestar personal, el diálogo, la empatía y la observación del otro, es un medio fundamental para lograrlo.
¿Cómo incluir?
Para ello, estos fines han de ser concretados en objetivos, políticas, programas y acciones acordes a las características, posibilidades y condicionantes del colectivo a incluir. Las asociaciones que las representan tienen mucho que decir y hacer en su diseño, ejecución y evaluación.
Cada museo ha de determinar qué acciones realizará destinadas a integrar colectivos excluidos, para lo cual ha de tener muy en cuenta las necesidades que en esta materia tenga la comunidad local en la que está asentada. Esto exige conocerla manteniendo una política proactiva de diálogo con sus públicos de interés, lo que incluye a empleados (sensibilizándolos y formándolos en esta materia), usuarios (con canales de comunicación a través de los cuales hacer llegar sus propuestas y comentarios), administraciones públicas (conocedores de la situación desde su perspectiva de gestión pública) y la sociedad en general (transmitiéndole de manera directa –web, redes sociales…– como indirecta –medios de comunicación– su actitud proactiva ante estos temas).
Así es como de este proceso, y en colaboración con las asociaciones pertinentes, habrían de surgir iniciativas propias o en red (en colaboración con otras entidades) que hagan que el museo sea un agente activo en la inclusión de personas –es decir, un museo inclusivo– que encuentran que las líneas generales del funcionamiento de nuestro modelo de sociedad no las tienen en cuenta o no las considera tal y como merecen, impidiéndoles tanto el disfrute de sus posibilidades como la posibilidad de colaborar en su diseño.
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