¿Adónde te crees que vas, perra, zorra?

Foto: PIxabay.

“Anita no tuvo más remedio que someterse a él, pero en los últimos meses había ido planificando su huida. Nada de lo que le ocurriera fuera de allí sería peor que lo vivido. Con apenas 14 años, se sentía fuerte: alta, con dos largas trenzas rubias que enmarcaban un rostro que, decía su abuela, era el más bello del mundo”. Recta final de los Relatos de Agosto en colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado. Con perros y gatos como inspiración. Hoy, nuestro relato 23, en un espeso ambiente familiar. 

Por ÁNGELA NAVARRO FERNÁNDEZ  

Dolores salió a pasear con su vieja y fiel Senda. Había dejado de llover y unos finos rayos de sol matizaban distintos verdes. Estaba siendo un buen otoño,  puede que demasiado cálido; las hojas no terminaban de caer y las temperaturas no dejaban de ser altas. Echó a andar en dirección al arroyo inmersa en sus pensamientos; mientras, Senda trotaba entusiasmada. La perra pasaba a verla cada día, observando cómo acondicionaba la casa. No parecía tener dueño y  la mujer decidió adoptarla.

La pequeña población estaba rodeada de bosques y senderos que  derivaban en diversos arroyos. El sonido del agua podía oírse casi desde cualquier punto de la aldea. Los pocos habitantes mantenían una relación pacífica y amigable y Dolores, desde una prudencial distancia,  mantuvo el mismo trato tanto con los aldeanos como con los granjeros. No le atraían relaciones más cercanas o afectivas que coartaran su reciente libertad. La relación más importante en su vida había terminado de forma violenta y traumática.

Cuando Senda se incorporó a su vida, encontró un foco donde volcar su afecto. Había una poderosa atracción entre ambas, puede que por la similitud en sus vidas. Conoció, por las gentes del lugar, que la pastora había huido de un hogar lleno de desafectos y maltratos hacía apenas un año. Ambas encontraron el amor y la protección que necesitaban.

La respiración de Osorio era lenta y constante, sólo interrumpida por algún ronquido brusco en el que se revolvía y resoplaba ruidosamente. Junto a él, Anita se incorporó muy despacio. Dormido, parecía inofensivo: delgado, con una incipiente calva y  gruesas cejas, ahora relajadas.  Cuando estaba despierto su rostro mostraba alerta constante, siempre irritado por alguna cuestión real o imaginaria, que le hacía perder el control con demasiada frecuencia. Anita no tuvo más remedio que someterse a él, pero en los últimos meses había ido planificando su huida. Nada de lo que le ocurriera fuera de allí sería peor que lo vivido. Con apenas 14 años, se sentía fuerte: alta, con dos largas trenzas rubias que enmarcaban un rostro que, decía su abuela, era el más bello del mundo.

Este es el momento, se dijo Anita;  él parecía agotado y apenas había intentado tocarla. Sólo tenía que abrir la puerta de la habitación y alcanzar la de entrada en un silencio absoluto. Los ronquidos podrían camuflar el ruido sus movimientos. Observó la escopeta cargada que reposaba al pie de la cama. Se preguntó si sería capaz de usarla. Vio las llaves que asomaban de uno de los bolsillos del pantalón que llevaba puesto su tío, deslizó sus dedos y se hizo con ellas.  Dudó al mirar de nuevo la escopeta justo en el momento en que él lanzó un ronquido tan fuerte que le despertó. Perplejo, la miró con furia y saltó del lecho. Anita, aterrada, corrió hacia la entrada de la casa.

Abrió la puerta, oyó un disparo y el ruido de cristales rotos. Salió al exterior con Osorio pisándole los talones. Afuera llovía con fuerza y enseguida la alcanzó, la tumbó y a horcajadas sobre ella, profirió en gritos e insultos: no vas a ningún sitio, zorra, bufó furioso,  de aquí solo saldrás con los pies por delante. Y la golpeó con saña hasta que vio cómo manaba sangre de su cabeza. Ella pareció perder el conocimiento al tiempo que oía de forma lejana y confusa las voces de su tío. Por su mente pasaron imágenes desdibujadas de su abuela y de su madre, a quien no conoció. Reprodujo el dolor brusco y agudo de Osorio forzando su intimidad. Abrió los ojos. Estaba empapada y podía oler su propia sangre, pero seguía viva. Aun no has terminado conmigo, maldito demonio, se oyó decir en voz alta. Le costó incorporarse y sentía un fortísimo dolor en la cabeza.

Dolores oyó el ladrido de Senda y sonrió. ¡Cómo le gustaba chapotear por el arroyo para volver embarrada y hambrienta! No acertaba a entender cómo podían haberla maltratado. El ladrido se tornó más insistente y Dolores esperó a que Senda se reuniera con ella. No fue así, pero seguía ladrando alterada. Se apresuró en la bajada temiendo que se hubiera lastimado, pero no, ahí abajo estaba empujando algo con su hocico. Quedó perpleja cuando divisó una forma humana. Empezó a bajar la pendiente con rapidez, por si se tratara de alguien herido.

Había dejado de llover y Anita se revolvió pesadamente. Palpó su vientre: la vida que llevaba dentro reactivó su voluntad de seguir adelante. Ahí, sentado en el porche con la  escopeta en mano estaba Osorio. Se levantó bruscamente y se dirigió hacia ella entre gritos y amenazas. No dejó que su tío la alcanzara, antes embistió contra él  con toda su fuerza y éste, desprevenido, tropezó y dejó caer la escopeta. Sin darle  tiempo a reaccionar, Anita se hizo con el arma y le descargó dos disparos a bocajarro. Eres tú o nosotros, susurró. Una gruesa capa de lodo rojo le rodeó dibujando una imagen grotesca. Anita sintió alivio y repulsión al mismo tiempo. Soltó el arma y comprobó si él aún respiraba. No lo hacía.

Empezó a correr en dirección al arroyo, siguiendo el sonido del agua. El aire  era limpio y fresco, y las luces de la tarde observaron sus lágrimas caer, liberándola del miedo y la angustia. Dejó de correr, nadie la perseguía ya y podía respirar tranquila, disfrutando de esa libertad nunca antes conocida. Su caminar se hizo más lento y sus pasos cada vez más torpes. Solo tenía que bajar hasta el arroyo y refrescarse con el agua. La sangre que manaba de su cabeza se había secado y formaba una costra áspera y dura. Me sentiré mejor cuando limpie la herida, se dijo. Extenuada, se dejó caer rodando hasta la orilla del arroyo. Durante unos instantes permaneció sin conocimiento, hasta que sus pies notaron el frío del agua. Oyó un ladrido familiar y le invadió una serena sensación de dicha.

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