Cómo ‘aguantar’ una obra de teatro en la era de las redes sociales
Probablemente le haya pasado: el patio de butacas está a oscuras y la obra transcurriendo, pero usted, en vez de vibrar con el monólogo shakesperiano, anda revoloteando por el espacio vacío, por los recovecos de la memoria, tal vez pensando en qué víveres tendrá que incluir mañana en la lista de la compra. Aunque el espectáculo no le disguste, no hay manera de concentrarse. Y, por cierto, ¿qué estará pasando en Twitter? Lo que aquí nos planteamos es cómo hacer teatro en un mundo ‘infoxicado’.
El teatro no vive un mal momento, al menos en cuestión de propuestas, público e interés (otra historia sería la situación laboral de buena parte de las gentes de la profesión, por lo demás siempre inestable), pero también habitamos la era salvaje de la información en la que, asediados por el aluvión de estímulos constantes, nuestros cerebros ven mermada su capacidad de atención. Le pasó, por ejemplo, a Nicholas Carr, y precisamente en relación a la cultura: un profesor de literatura que, de pronto, descubrió que era incapaz de concentrarse en la lectura de una novela: cada dos páginas se le iba el santo al cielo. También descubrió la causa: la inquietante influencia en su cerebro de las redes sociales, que tuvo que clausurar para escribir un libro, desde una desconectada cabaña de Colorado, denunciando precisamente este proceso. El resultado fue el ya clásico Superficiales, qué está haciendo Internet con nuestra mentes (Taurus).
Así las cosas, ¿cómo hacer teatro en un mundo infoxicado? “Creo que el teatro, ante la dispersión reinante, debería afirmarse en su diferencia”, opina el director y dramaturgo Pablo Messiez. “Porque ahí radica su especificidad. Basta con mirar detenidamente una cosa, una sencilla acción que, según Flaubert, ya hacía interesante a esa cosa. El teatro es este modo de mirar detenidamente. Lo de querer agradar al público y sus tiempos es mala señal”. El teatro, pues, como refugio de la vorágine cotidiana, como oasis donde tomar aliento en el mundo moderno.
Pero la cosa presenta sus dificultades. El teatro, en comparación con el cine, la literatura o el arte plástico (y por supuesto la televisión, Twitter o Facebook), es tal vez la disciplina artística más exigente con el espectador en cuanto a atención e implicación: como la poesía, el teatro propone algo que el propio público tiene que completar en su cabeza, y todo ello con unas limitaciones espacio-temporales muy concretas. La hora y media que dura la obra y el cubo que es el escenario. El movimiento y la palabra. Porque, además, uno puede cerrar la novela cuando se distrae, o cambiar de sala en el museo, pero en el teatro, aunque nos ausentemos en el interior de la mente, estamos corporalmente (más o menos) presos en la butaca. Por eso el teatro que no nos envuelve se hace tan insufrible como un día en la cárcel. ¿Cómo afecta, pues, la era de la redes sociales a la experiencia teatral? Pueden barruntarse varias maneras, por ejemplo, en el comportamiento y la atención de los espectadores, pero también en la forma de escribir y poner en escena las obras, que podrían ir adaptándose, incluso de forma inconsciente, a nuestras mentes volátiles e impacientes y a los ritmos frenéticos de la coyuntura contemporánea. También llevando a los personajes las nuevas formas de comunicación que ya se dan entre personas.
Las formas de narrar se han ido transformando a lo largo de la historia: no se narra igual ahora que en las tragedias griegas o en los textos de Cervantes, y nada hace pensar que esa evolución se haya consumado. “Los tiempos cambian. Nuestra atención se rebela y se va fraguando un nuevo ‘modo de contar historias”, dice el dramaturgo Antonio Rojano, que también opina que quizá sea pronto para asimilar las consecuencias de la revolución digital, pero que ya existen ejemplos en otros campos. Por ejemplo, la literatura, que fue adoptando la fragmentación. “De algún modo, hay un tipo de escritura que se asemeja a tu muro de Facebook. También en el teatro, la escritura rizomática habita algunos trabajos que, como un zapping, tratan de ejemplificar los procedimientos de la red: autoficción, textos de diversa autoría, información desprovista de contexto… Piezas que son como posts digitales, que no sólo se nutren del teatro sino de las otras artes: visuales, musicales, arquitectónicas”.
O de los videoclips. “Lo que sucede en las poéticas de los autores tiene más que ver con la forma de consumir información en general, con una narrativa más picada y más visual, donde sucedan cosas y haya cambios de enfoque más rápidos y continuos”, apunta Álvaro Vicente, director de la revista especializada Godot, que asocia el fenómeno a la narrativa que nació con la popularización del videoclip: “Necesitamos más estímulos y cambios de dirección más a menudo, precisamente porque nos hemos ido acostumbrando a consumir así, incluido lo artístico en su dimensión más amplia”.
Que el teatro y otras disciplinas se vayan adecuando a nuestras nuevas disposiciones cerebrales no quiere decir que se banalice y se haga menos profundo: “No es necesario bajar el nivel de las propuestas, asimilarlas a un tuit, ni envasar los contenidos de una forma cómoda para aquel espectador que tiende a aburrirse con facilidad”, apunta Rojano. “No quiere decir que sólo debemos escribir microteatros de diez minutos. El teatro es un sitio para exigirle lo máximo al espectador, pero siendo conscientes del mundo en el que vivimos. Como acto de comunicación que es, debemos tratar de que el mensaje llegue y se produzca diálogo con la audiencia. Y para que eso ocurra, será mejor que ambos hablemos el mismo idioma”.
Etimológicamente, la palabra teatro significa “lugar para ver”, el espacio desde el que se atrapa (o se trata de atrapar) la mirada. Han pasado muchos siglos desde la creación de este arte y si una cosa no ha cambiado es esa. “Y por eso es imposible permanecer al margen del modo en que, como sociedad, miramos en el presente. Y es una mirada impaciente, dispersa, consumista”, dice el dramaturgo Alberto Conejero. ¿Qué hacer entonces? “Ofrecer aquello que cautiva la mirada, aquello que tiene que ver con lo extraordinario. Y puede que ese tiempo tenga que ver más con la ceremonia que con el flujo, que se avenga mejor al suspense que a la precipitación”.
En un sentido más amplio, las redes sociales también han influido en la escena teatral, tanto para la difusión de montajes (sobre todo en salas alternativas con escasos recursos), como para la crítica y el comentario (a veces nada elegante). Los #tuiteatreros son un grupo de apasionados del teatro que se han conjurado para hablar del teatro que les gusta en Twitter, una red social que les permite comunicación inmediata y contacto directo con los propios artistas, y cuyas corrientes de opinión pueden tener mucha repercusión. “La hiperestimulación de las redes puede modificar tu experiencia”, opina la tuiteatrera Verónica Doynel. “Nosotros, como espectadores en general, no somos partidarios de tuitear durante la función, pero hay algunos espectáculos como Perdidos en Nunca Jamás, de CrossBorder Project, que encontraron en esto una manera de conectar con su audiencia”. No es el único caso; por ejemplo, el espectáculo The Hole 2 presentó en 2014 una aplicación móvil que permitía interaccionar con el show. Así, las redes sociales, y la forma de vida que promueven, también se van introduciendo en los propios contenidos escénicos.
“Cada vez siento más irascibilidad ante aquellas escenas dialogadas hasta la extenuación. Esa escritura de relleno, en escenas que superan los 15 o los 20 minutos, cuando el conflicto está resuelto o cuando aún no se ha alcanzado el conflicto entre los personajes”, dice Rojano. “Considero que la contención y la precisión son necesarias, que la fragmentación ayuda al desarrollo de las tramas y la sensación de que algo ocurre en los espectadores y que es un recurso que facilita la comprensión del mensaje que queremos entregar”. Como dice el dramaturgo, tal vez en el siglo XVII la oferta de ocio era más restringida y había una diferente concepción del tiempo; quizás una obra de tres o cuatro horas suponía lo equivalente a 90 minutos actuales. Hoy en día tenemos otros ritmos, y el teatro debe adecuarse a ellos y a nuestras limitadas provisiones de atención. Además, se impone la integración de elementos audiovisuales y nuevas técnicas de comunicación. “En un texto de Lope, tal vez aparecía un personaje y leía una carta o enviaba un mensajero. Pues está claro que, hoy en día, esa comunicación puede llegar a través de un chat de WhatsApp, un email o una llamada a tu teléfono móvil”, opina Rojano.
Y por último, la forma más burda de interacción entre teatro y redes sociales: cuando espectadores sin corazón ni sensibilidad encienden el smartphone en plena representación rompiendo así el pacto de ficción. Desde el escenario, dicen los actores, estos individuos se convierten en el verdadero centro de la acción, fuertemente iluminados en medio de la oscuridad circundante. Como opina el crítico Marcos Ordóñez: “La falta de atención en el teatro no se resuelve con ‘montajes más cortos, más dinámicos’ porque los adictos a los móviles los utilizan a los dos minutos de empezar. Es, por tanto, creo yo, un problema de mala educación, de falta de respeto a los actores y a los otros espectadores. Para los actores es una verdadera pesadilla”.
En cierta ocasión, el pasado año, el actor británico Benedict Cumberbatch reprendió a unos fans que le jaleaban a la salida de una representación de Hamlet, en el Barbican londinense, diciéndoles que no era agradable recitar el monólogo hamletiano mientras el patio de luces estaba lleno de luces de smartphones, aunque le estuvieran grabando a él. La palabra que utilizó fue “mortificante”. Sin ir más lejos, José María Pou paró una función de A cielo abierto en 2013 por el continuo trasiego de teléfonos móviles en el Teatro Calderón de Valladolid. “¿Por qué tenemos que aguantar esto?”, le espetó al respetable que, sin embargo, le ovacionó. “Si miras tu teléfono en una escena particularmente oscura no sólo verás tú el resplandor brillantísimo de tu pantalla, lo verán también los espectadores a tu alrededor y, por supuesto, lo vemos los que estamos en el escenario. Es muy desasosegaste estar tratando de hacer tu trabajo lo mejor lo posible y ver cómo por un espectador maleducado todo se puede estropear”, aporta el actor Mario Tardón.
Aunque, quién sabe, tal vez las cosas cambien en el futuro y eso de mirar el móvil en el teatro se normalice en un mundo poblado por nativos digitales. Algo así avanza Louie, la serie del humorista estadounidense Louis C. K., en ese capítulo (temporada 5, episodio 6) en el que lleva a una de sus hijas a ver una obra que a él le arrebata. Cuál será su decepción cuando descubre que la hija, aparentemente desinteresada, revisa el móvil unas cuantas veces durante la función. Al salir, cuando se lo recrimina, la niña dice que no es que no le haya gustado la obra, sino que le gustó tanto que se estuvo informando en Google sobre el texto dramático y la compañía, cuestiones en las que ya es casi una experta. La moraleja del capítulo es que smartphones y escena no sólo son compatibles, sino que están condenados a convivir en los mismos puntos del espacio-tiempo. Aunque a algunos tal cosa les parezca un futuro distópico.
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