“Ahora me llamas Laura porque lo dice el juez, idiota”
El empoderamiento de las mujeres más diversas vertebra nuestra serie ‘El viaje de las heroínas’, nuestros relatos de este agosto de la mano del Taller de Escritura de Clara Obligado. Valientes.
POR BEATRIZ GARCÍA TORRES
Esto va a pasarme por imbécil. Y estira inútilmente la falda ajustada. Trata de caminar más rápido, pero resbala sobre la gravilla. Desde luego, las malditas plataformas no ayudan. Él la sigue a distancia. La hilera de farolas encendidas señala el camino, salvo por una que parpadea indecisa. El ruido de los aspersores explica esta humedad pegajosa que contrasta con el calor seco del asfalto que pisaba hace un minuto.
¿En qué momento ha sido buena idea atajar por el parque? Se adentra en lo más denso como en el vientre de un animal dormido. Tiene ganas de llorar y de volver atrás en el tiempo. Será por el vodka. Y el miedo. Se da cuenta de cada paso estúpido. A pesar de eso, avanza rápido por la senda. Y él la sigue en silencio.
Hace un momento era invulnerable. Hasta le sacó la lengua. Tan segura. Le había saludado enseguida. Era el de bachillerato de sociales. Quería que la viera. Que la viera así: los labios rojos, la falda impensable en el instituto. Allí rodeada de las demás chicas, tirantes y carcajadas, celebrando, entre otras cosas, que hoy por fin le habían dado el dichoso papelito para plantárselo en la cara al de Latín: ahora me llamas Laura porque lo dice el juez, idiota. Y si me vuelves a llamar Jaime, te denuncio. ¿Qué le costará? ¿Qué le habría costado ponérmelo un poquito más fácil? ¿No era suficiente el cambio de instituto, las pintadas en el baño de tíos?, ¿las indirectas?
Por eso, hace un momento, bebiendo entre dos coches con las demás, miraba desafiante a cualquiera: los ojos delineados provocadores, la pose insolente. No se consigue de la noche a la mañana. Había costado tiempo desacostumbrarse a fijar los ojos en el suelo, siempre hacia abajo para no cruzar la mirada con alguno que le soltase cualquier barbaridad. Todo por evitar la pregunta: pero ¿tú qué eres, tío o tía?, entonces, ¿eres marica?
Ahora tampoco mira al suelo, a pesar de que ya ha metido el pie en algún charco provocado por el riego. Y de que el sendero está lleno de cucarachas disfrutando de la humedad y el calor y alguna muere crujiente bajo sus pies. Ahora, los pasos tras de sí cada vez más cerca, tiene la vista puesta en las luces del intercambiador de autobuses, que se adivina tras los arbustos más lejanos, como nubarrones. “Si piso la luz, estoy a salvo”, repite como una fórmula, mientras él la sigue en la sombra.
El chico del instituto le había devuelto el saludo y luego había seguido hablando con sus amigos, que no dejaban de observarla. Sobre todo, uno, el que la está siguiendo. Cuando se despidió de las demás, le vio tirar el cigarro al suelo como un pistoletazo de salida.
A su alrededor, apenas distingue los arbustos donde se esconde algún pervertido. Escucha el ruido del agua, las carcajadas de un grupo que no consigue ubicar, los gemidos de un sexo salvaje y oculto. Puede ver con el rabillo del ojo las siluetas deformadas de los árboles como mudos contorsionistas.
Él la sigue de cerca. La respiración acecha sedienta queriendo olisquearla. Las pisadas se han vuelto más lentas y la zancada, más larga, como si el esfuerzo de seguir sus pasos cargara de gravedad los de él. Su olor a tabaco llega hasta ella, la ansiedad se le anuda a la garganta y, queriendo liberarse, echa a correr segundos antes de que su perseguidor inicie también la carrera.
A pesar del alcohol, el cuerpo grácil se integra en el viento. Con la certidumbre de ser una presa, disfruta desesperadamente de este instante de vuelo. Huye, lágrimas en los ojos, buscando una salida que no sea aquella a la que le conduce el camino. Él la hostiga, y cada espiración rasca su garganta como un ladrido voraz.
En un momento, las piernas abandonan el sendero y rebasan, en un salto de corzo, el seto que lo bordea. El zarpazo de unas zarzas araña sus piernas. La yerba mullida ralentiza la caza, la oscuridad convierte los movimientos en susurros y la sangre palpita en los oídos. Aquí, en el corazón resinoso del parque huele a orina y sudor. De pronto, siente un tirón de pelo. Se gira y por fin lo ve de frente. “Ven aquí, bicho”. Un golpe en el estómago la dobla tirándola al suelo, que la recibe por fin. Desde ahí los árboles oscuros parecen miembros de un ser gigantesco que se estiran lastimosos hacia algún cielo inmutable.
Cuando él trata de darle la vuelta hacia la tierra, Laura gime unas palabras ininteligibles. Con el peso del hombre sobre su estómago, deja de golpearle inútilmente y estira los brazos, como tratando de asir el aire. Sigue masticando palabras secretas, palabras aprendidas en días y noches de soledad, voces como llaves a otros espacios que no fueran el dedo, el mote, el insulto, sílabas aprendidas en libros antiguos y heredados, mientras buscaba otros seres distintos, iguales, como ella… Once sílabas como once golpes: “A Dafne ya los brazos le crecían”. Palabras mágicas, palabras-puerta o hechizo. El sudor de su piel se quiebra, cuarteándose, y araña el rostro del cazador que jadea. Sus muslos flacos, agotados por la carrera, rodean el cuerpo del perseguidor, se engrosan a su alrededor con una fuerza radical y aprietan al hombre que aúlla. Sus pies penetran la tierra y su cuerpo, corteza brutal, apresa entre carne y ramas esto que apenas ya parece un hombre, pero que aún respira.
La humedad asfixiante nutre esta monstruosidad botánica, que esquiva la clasificación y el nuevo híbrido se yergue triturando huesos, aplastando vísceras y exprimiendo la poca sangre que resbala por el tronco. No se detiene, porque nunca la naturaleza permanece inmóvil y el cambio es, a un tiempo, muerte y liberación. El parque vuelve a quedar casi en silencio. Y el nuevo habitante, cuya presencia recuerda que la piedad no quiere ser inocente, se levanta hermoso y oscuro ante el grito sordo de algún tronco hueco.
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Comentarios
Por Marisabel, el 17 agosto 2022
Muy buena prosa, muy buen ritmo, suspense. Muy buen cuento. Enhorabuena a la alumna y a la profesora.