Al fin no hay “disminuidos” en España
En este mes que acaba, la Constitución Española ha dejado de despreciar a las personas con discapacidad. Hasta ese día, y durante los 46 años que lleva en vigor, el Estado ha afirmado en su Carta Magna que quien no gozara de un determinado grado de condición física, mental, intelectual, psicosocial, sensorial, auditiva o visual sería considerado “disminuido”. Durante casi medio siglo el documento que garantiza los derechos fundamentales de la ciudadanía ha estado dividiendo el mundo en dos grupos: el de los “normales” (como debieron considerarse quienes redactaron este texto fundacional) y el formado por quienes poseen “fuerzas o aptitudes en grado menor a lo normal» (según define la RAE el adjetivo “disminuido” y en cuyo apartado de sinónimos sigue incluyendo los términos de “discapacitado” y “minusválido”). Hasta tal punto la discapacidad reducía a este segundo grupo de personas a una condición inferior que no fue hasta diciembre de 2018 que se les reconoció su derecho al voto. Esta es nuestra ‘noticia que abraza’ de enero.
El hecho de que el pasado 18 de enero el Congreso reformara por la vía exprés el artículo 49 de la Constitución para eliminar este adjetivo, sustituirlo por “personas con discapacidad” y reforzar alguno de sus derechos de este colectivo, demuestra que no era tan difícil. Según el procedimiento establecido en el artículo 167 de la propia Constitución, se necesitan los votos a favor de “tres quintos de cada Cámara”, tanto en el Congreso como en el Senado para reformar este texto.
El bipartidismo en el que se sigue moviendo la política en España permite que con sólo un acuerdo entre el PP y el PSOE hubiera sido posible reformar el citado artículo, pero no ha sido así. 40 años después de la entrada en vigor de nuestra Carta Magna, en 2018, el Gobierno ya propuso eliminar este término, pero el adelanto de las elecciones paralizó la iniciativa. El estado de alarma en marzo de 2020 impidió retomar el asunto pues el artículo 169 establece que la modificación constitucional no puede hacerse en tiempo de guerra ni en estados de alarma, excepción o sitio. El laberinto burocrático hace posible que en estos momentos exista un anteproyecto de ley, aprobado por el Consejo de Ministros en 2021, que propone esta reforma pero que está parado en su trámite parlamentario por falta de acuerdo para su aprobación en Pleno.
Que el Estado nombre respetuosamente a las personas con discapacidad ha sido, pues, no sólo una dejadez histórica, sino una increíble carrera de obstáculos burocráticos, lo que convierte a esta noticia en casi un milagro administrativo que nada más nacer podría empezar a oler a rancio. En 2006 la Convención Internacional de Derechos de la ONU reconoció la expresión “persona con discapacidad” como la terminología correcta para utilizar en leyes, textos y documentación de cualquier índole; sin embargo, ya empieza a considerar modificar esta terminología por el de “persona con diversidad funcional”.
El debate no es baladí. El lenguaje es poderoso. Nos permite ir más allá de los sentidos, transformar la experiencia, alcanzar la abstracción hasta redimensionar la vida, explicarnos ante los demás y ante nosotras/os mismas/os. Con el solo hecho de nombrar, sacamos lo nombrado de la sombra, le otorgamos existencia. Quien nos nombra nos sitúa en el mundo y nos moldea. ¡Cuánto nos puede aliviar el hecho de que nuestro malestar tenga nombre! ¡Cuánto puede costarnos asimilar un diagnóstico! ¡Cuánto puede enorgullecernos que en un contexto digan nuestro nombre! ¡Que se lo digan a los amantes! Bautizan a quienes aman con diminutivos, palabras inventadas, apodos que dan fe de la existencia de un vínculo. Con una palabra pueden cambiarle el paso, transformar por un momento su identidad y dar fe de la existencia de su jardín privado.
Este juego amatorio de nombrar y ser nombrado adquiere una mayor trascendencia cuando sucede ante esas terceras personas que participan en el espacio público. Al marcar el camino del otro dentro de la sociedad, quien nombra manifiesta su poder reconociendo su identidad. Esto hace que ser nombrado se convierta en una reivindicación para las identidades desposeídas, casi en un derecho: el de ser nombrados de manera digna, de ahí que la reforma del artículo 49 de la Constitución haya sido una demanda histórica de las personas con discapacidad en el Estado español.
Al fin ha sucedido. Las personas con algún grado de diversidad funcional han dejado de ser consideradas oficialmente inferiores al resto de “los normales”. Podría parecer que este hecho dignifica a una minoría. La Encuesta de Discapacidad, Autonomía Personal y Situaciones de Dependencia publicada por el Instituto Nacional de Estadística en abril de 2022 desvela que en España hay más de 4,3 millones de personas con alguna discapacidad oficialmente reconocida. Sin embargo, la nueva normativa también modifica el paso de aquellas personas que por no ser considerados “menores” se siguen esforzando por formar parte del privilegio de los “normales”, ocultando cualquiera de sus rémoras y fragilidades. Envejecer implica perder facultades que antes se poseían. De manera natural nuestros cuerpos se acercan a la muerte dejando atrás algún grado de su condición física, mental, intelectual, sensorial, auditiva, visual… Al desaparecer el grupo de los “disminuidos” también desaparece esa “normalidad” situada en una franja de edad, en un color de piel, en una clase social, en una opción sexual… que hacía de su condición un privilegio cuya pérdida nos pone potencialmente en riesgo.
De alguna manera, esta decisión expresa que en estos 50 años gran parte de la sociedad ha cambiado sus vínculos con la fragilidad propia y ajena. La permanencia del adjetivo “disminuido” en nuestra Constitución ha retratado a la democracia española durante todo este tiempo hasta que se ha hecho insostenible, y sigue retratando a ciertos grupos políticos. Vox votó en contra por la “división por sexos» que estiman que conlleva la reforma, porque obliga a los poderes públicos a “realizar las políticas necesarias para garantizar la plena autonomía personal e inclusión social” del colectivo con «especial atención para los menores y las mujeres».
Alcanzado este punto, viene bien recordar lo que podemos seguir haciendo: preguntar a una persona con discapacidad qué término prefiere; no retratarla como superhéroe o superheroína si ha tenido éxito social o profesional, porque eso implica que seguimos considerando insólito que tenga talentos o habilidades; utilizar el verbo “tener” (“tiene una distrofia muscular”, por ejemplo) en vez de términos como “sufre”, “padece” “víctima de”…; evitar eufemismos como “personas diferentes”, “con problemas físicos”, “físicamente limitados”, “invidentes”, etc…
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