‘Alcarràs’, la película que narra la lenta agonía de la vida campesina
En 1981, retirado en la campiña de su tierra natal, el guionista Tonino Guerra escribió ‘La miel’. Sus 36 cantos son escenas neorrealistas que cuentan los acontecimientos insignificantes de la aldea y la vida ligada a la tierra de los pocos personajes que aún quedan en ella. También ‘Alcarràs’, la película de Carla Simón que ha ganado el Oso de Oro en el Festival de Berlín, retrata la lenta agonía de ese mundo que se acaba.
La primavera es la infancia de la tierra; todo es nuevo y aprende a ser hoja, yerba, fruta, insecto. La llanura se enciende en un verde irreal y espeso como óleo en un cuadro impresionista. Llueve o hace sol y en los campos sembrados las espigas tiemblan asustadas por su propia altura, todo el paisaje parece bendecido por alguna promesa de abundancia antigua. Nos gusta mirar la tierra ahora que la primavera la embellece tanto, pero se nos olvida que dependemos de ella y que descendemos de quienes durante años dejaron su vida sobre estos terrones que les daban sustento.
En 1981, Tonino Guerra escribió el libro de poesía La miel. Había superado una enfermedad grave y vivía retirado en un pueblo de Emilia Romaña, su tierra natal, pintando, diseñando muebles, tazas o lámparas, paseando, cuidando el jardín y componiendo versos. En su vida anterior, Guerra había escrito algunas novelas y también guiones de obras maestras como Amarcord y Ginger y Fred para Fellini, La noche y Blow-up para Antonioni, Good morning Babilonia y La noche de San Lorenzo para los hermanos Taviani o Nostalgia para Tarkovski. Y antes de esos años en los que era el mejor guionista del cine europeo, había inventado y memorizado sus primeros versos en el campo de concentración de Troisdorf durante la Segunda Guerra Mundial para entretener con ellos a sus compañeros de celda. Los pensaba en la lengua que todos compartían, el romañolo, que era el dialecto de su pueblo, “para que la lengua materna y la poesía nos salvaran de aquel horror”. Y simulaba que cocinaba espaguetis y los servía en platos imaginarios, y lo hacía tan bien que algún preso le preguntaba si podía repetir. Lo cuenta el poeta y traductor Juan Vicente Piqueras en el prólogo del libro, que encontró por casualidad en una librería de la Piazza Fiume de Roma. Enseguida le llamó la atención el título, porque le gusta la palabra miel y porque su padre había sido apicultor además de agricultor. Y cuando leyó aquellos poemas, quiso traducirlos.
La miel también estaba escrito en romañol. En una ocasión, Tonino Guerra definió este poemario como “una especie de diario bastante autobiográfico”. Cuenta la historia de un hombre que deja la ciudad para volver a su pueblo, donde aún vive su hermano y solo quedan nueve habitantes de los 1.200 que había. “Tenía ya setenta años cumplidos y cuatro días cuando cogí / un tren en marcha. No podía soportar ni un día más la ciudad / con todas aquellas uñas delante de la boca”.
Los 36 cantos de La miel son escenas neorrealistas que muestran, desde la mirada de ese hombre que regresa y a través del tiempo lento de las estaciones, los acontecimientos insignificantes de la aldea y la vida ligada a la tierra de los personajes que quedan en ella: “la Bina, Pinela el campesino, mi hermano que aún vive / en la casa vieja, la Filomena con el hijo tonto, / y tres jubilados que están siempre sentados en la plaza / y que en sus tiempos eran zapateros”.
Recordé el mundo y los versos de Tonino Guerra mientras veía Alcarràs, la película de Carla Simón que ganó el Oso de Oro en el Festival de Berlín, que es otra oda neorrealista a la agonizante vida campesina. “Sentía un deseo muy fuerte de retratar un mundo que se acaba”, dijo la directora al recibir el galardón. En Alcarràs, la familia Solé se enfrenta a la pérdida de la tierra arrendada donde cada verano, generación tras generación, cosechaba melocotones, porque el terrateniente derribará los árboles y asolará el terreno para instalar paneles solares. Así llega el progreso, envuelto en el polvo acre que levantan los camiones al subir hasta los campos, rompiendo con su estruendo la placidez de la familia en un día de recogida, atemorizando a los niños mientras juegan a imitar a los adultos.
Igual que en su primera película, la conmovedora Verano 1993, en muchas escenas de Alcarràs Carla Simón se recrea en el universo infantil y nos entrega ese tiempo en el que, como nuestros ancestros, aún vivíamos en comunión con la naturaleza abducidos por todo lo diminuto y enigmático que estaba siempre sucediendo en ella: mariposas que no podías atrapar y hormigas que trepaban por tu dedo, la lluvia o las tormentas iluminando la oscuridad con sus estertores de monstruo, la brizna verde que brotaba al fin entre los algodones donde habías puesto una judía, las flores blancas que de una semana a otra se convertían en manzanas verdes que luego se convertían en manzanas rojas que se comían los gusanos. Cuando somos niños, estamos ligados de manera natural a la tierra, pero luego lo olvidamos. O como sucede en la película, algo contra lo que no puedes luchar corta un día esos lazos que teníamos con ella. Entonces las personas se van y el campo queda vacío, arrojado a su suerte. O al progreso.
En el canto décimo de La miel, delante del prado donde antes se hacían las ferias de caballos, hay una casa rosa donde hace mucho que ya no vive nadie. “Las persianas rechinan y se caen a pedazos / y dentro ha ido creciendo un melocotonero, / tal vez de un hueso que alguien tiró sin darse cuenta”. Como en esas escenas con los niños de la película, los versos se impregnan de la mirada asombrada, un poco ingenua, del hombre viejo que ha regresado a su pueblo y lo contempla todo de nuevo con el mismo asombro de la infancia: “Si llueve es como si el agua te lavara los huesos, / si graniza te salta sobre los hombros / un enjambre de langostas. / La niebla lo borra todo, hasta los pensamientos, / pero quedan candelas encendidas / ardiendo en el cerebro”.
Pero en el corazón de este esplendor palpita la tragedia enorme del fin del campesinado y la angustiosa impotencia de quien está viendo morir su tierra. Palpita en Alcarràs, en las noches insomnes del abuelo vagando por su campo hasta el amanecer como un fantasma y en los sollozos incontrolados de Quimet al volcarse una de las cajas mientras recogen los melocotones de la última cosecha; palpita en el Canto Trigésimoquinto de La miel: “¿Dónde están las hojas verdes, la hierba, los guisantes / y el dedo de las mujeres que los sacaba de la vaina? / ¿Dónde están las rosas y la guitarra, los perros y los gatos, / los cantos y los setos de las lindes, / las bocas que cantaban, los calendarios, los ríos, / las tetas llenas de leche? ¿Dónde están los cuentos / si las velas apagadas ya no nos dan su luz?”.
Italo Calvino decía que Tonino Guerra ponía un relato en cada poema y una poesía en cada relato; para la escritora Elsa Morante era “el Homero de la civilización campesina”. La editorial Pepitas de Calabaza, que ya publicó hace cuatro años La miel, acaba de reunir bajo el título El árbol de agua sus tres poemarios más importantes, también traducidos y prologados por Juan Vicente Piqueras, en un precioso volumen con linograbados del artista Carlos Baonza. Guerra dedica El libro de las iglesias abandonadas, el tercero que compone este volumen, “a los campesinos que no han abandonado la tierra para llenarnos los ojos de flores en primavera”.
Sí, la primavera es la infancia de la tierra, cuando todo brota con fuerza y con inocencia. En ese esplendor, y en los surcos de cada siembra, palpitan las historias de las vidas ligadas a ella desde antiguo. “La primavera ha llegado / con una abeja llamando a la ventana. / La Bina se ha quitado las botas y camina / descalza detrás de su cabra. / El sol se enhebra en la aguja / que tiene entre los dedos la Filomena. / Pinela el campesino ha dicho basta / y ha enterrado la azada”.
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