Alfonso Berridi y Julián Rodríguez, un reencuentro con los que se fueron
Tengo un sentimiento de impotencia cuando se muere alguien prematuramente, alguien con quien no he podido tener una relación más estrecha, conocerle mejor, por las razones que sean. Y me alegro mucho cuando de alguna forma esas personas ‘regresan’ a la vida, de otra manera. Me ha ocurrido estas semanas con el artista Alfonso Berridi (1958-2013) y con el escritor, galerista y editor Julián Rodríguez (1968-2019).
Cuando era joven se me quedó grabada una frase de Paul Auster que nunca he olvidado, aunque ahora no recuerdo exactamente dónde la leí, si en uno de sus libros de memorias o tal vez en alguna entrevista. Venía a decir que a partir de los 40 empezó a sentir que eran más los amigos que se iban yendo que los que iban quedando. Que sumaban más las pérdidas afectivas que las ganancias. Hace tiempo que pasé de los 40 y, en mi caso, por suerte he ido sumando más amigos y afectos que pérdidas, aunque algunas de ellas han sido desoladoras, como la ausencia de mis padres. Por eso hoy quiero, desde este remanso que es Área de Descanso, celebrar el reencuentro con dos personas que me tocaron muy adentro.
Conocí a Alfonso Berridi en 2012, en una exposición colectiva en el Círculo de Bellas Artes de Madrid sobre la obra poliédrica de Perec. Nos volvimos a ver algunas veces más, pero la muerte del artista acabó con esta relación incipiente. Ahora, el Círculo de Bellas Artes expone ¿Qué hacer y quiénes hacen? , que puede verse hasta el 17 de mayo. El confinamiento impidió que se inaugurara como se merece el trabajo de Berridi, pero el Círculo de Bellas Artes ha organizado una visita virtual con una entrevista a la comisaria de la exposición, Pilar López, que nos introduce en la obra de un artista que supo mirar como pocos en el interior de los seres cotidianos, de aquellos sin los que el mundo sería quizás un poco peor.
“Berridi nunca se interesó por el exceso en la perfección formal o por la perdurabilidad de los materiales. Mediante elementos modestos como el plomo o el cartón representa de forma precisa el antiheroismo positivo de los personajes, un murmullo fabril y una inquietud que no incluyen, sin embargo, la falta de compromiso comunicativo o de grandeza”, afirma López.
¿Qué hacen y quiénes hacen? es el título con el que el propio Berridi bautizó una instalación realizada en 2010 y en cierta forma es el origen de la presente exposición. “Todas las piezas poseen la coherencia interna de pertenecer a un mismo proyecto artístico. En ella podemos ver dos tipos de esculturas: por un lado, un conjunto de grupos de figuras recortadas y pintadas sobre planchas de plomo y, por otro, un grupo de espirales de cartón corrugado en cuyo centro observamos grupos similares; en este caso, silueteados sobre cartón y pintados con tinta. En ambas series los grupos de personajes parecen concentrados en la realización de una actividad minuciosa y enigmática”, explica la comisaria de la muestra.
Nacido en San Sebastián, Berridi desarrolló la mayor parte de su trabajo artístico en Madrid, aunque siempre estuvo vinculado a su tierra. Además de escultor, era un ilustrador (colaboró durante años en ABC y El Diario Vasco) con una mirada muy perspicaz sobre el mundo más cercano en el que lo individual conversa con el entorno, una mirada que mezclaba la ternura y el humor y en la que yo siempre vi rastros de El Roto.
El “reencuentro” con Julián Rodríguez vino de la mano del poeta y amigo del autor Álvaro Valverde. Publicó en su blog, uno de los más antiguos, creo, y más sólidos) la noticia de que António Cerveira Pinto ha reunido en Arte y Naturaleza todos los textos que Julián Rodríguez publicó en su muro de Facebook a lo largo del año 2019, desde el 1 de enero hasta el 28 de junio, cuando publicó su última anotación, escrita poco antes de morir.
Aparte de habernos encontrado en varias ocasiones, como conté en mi obituario, Julián Rodríguez y yo éramos amigos en Facebook y ya había leído en su día esta suerte de diario. Sí, Facebook también ofrece a veces maravillas, como esta, que ojalá se publique en papel. El diario amplía sus Piezas de Resistencia (de la que forman parte Unas vacaciones baratas en la pobreza de los demás y Cultivos), en mi opinión uno de los proyectos literarios más lúcidos y ambiciosos de lo que llevamos de siglo. En esta tercera entrega, acompañado siempre por la presencia de su perra Zama, Julián Rodríguez despliega el mismo talento de sus obras anteriores al entreverar con total naturalidad una erudición envidiable, con decenas de referencias culturales, y la narración del paso cotidiano de los días en su casa de Ceclavín (Cáceres), en un entorno de una belleza austera y contenida, como su prosa. La cocina, los paseos con Zama, las conversaciones con los vecinos, un entrañable homenaje a su editor Claudio López Lamadrid (también muerto prematuramente), su propio trabajo como editor de Periférica recorren las páginas virtuales de este diario en la que los libros son una prolongación de la vida y de la naturaleza. “Sin agua no hay vida, sin libros tampoco hay vida”, anotó. En la que iba a ser la última entrada en su muro, el 28 de junio de 2019, escribió:
“–¿Huyendo del calor? ¿Qué haces hoy jueves por aquí? –me ha preguntado, como saludo, el frutero. Había montado su puesto en una esquina de la plaza, bajo un toldillo de color canela. En ese pueblo de las montañas donde está la mejor tahona de la comarca… En realidad, suelo encontrármelo los viernes en otro pueblo, con su furgoneta multicolor atestada de cajas de fruta y verdura-. Los melones, de Villaconejos, son muy buenos -ha dicho luego, y también, para convencerme–: Tres por seis euros, majo… Te pongo uno para comer ya, y los otros te durarán una semana tranquilamente; o más, si los guardas a la fresca…
He sido su último cliente del día: eran ya casi las dos, y él quería comer en un asador qué está a media hora al menos por estas carreteras, subiendo y bajando cuestas. Ha comenzado a guardar el género mientras silbaba.
–Estás contento, ¿eh? –le ha dicho un tipo vestido con un mono de mecánico lleno de grasa; había aparcado su pick up un poco más allá-. ¿Te vas?
–Me voy, sí… A ver si me dan de comer donde Justo… Y luego aparco a la sombra por ahí y duermo un rato antes de volver a casa, que hoy a las cinco de la mañana ya estaba en danza.
El otro se ha despedido con un gesto de la cabeza y ha entrado en la tahona, pero de repente se ha vuelto hacia el frutero:
–Cuidado, que aquí estás casi fresquito, pero en cuanto bajes por ahí te da un soponcio… Hoy, la gente va como aletargada…
Un coche había caído en la cuneta en la carretera comarcal, no lejos de la gasolinera, pero ya estaba allí la grúa de Mapfre, cuyo conductor, que es rumano, conocí hace unos meses. Lo saludé, y sonrió con su buen humor habitual. Las vacas estaban un poco más allá, pastando al sol. El bosquecillo de abetos arrancaba justo detrás del prado.
El termómetro del jardín marcaba veintisiete grados al llegar; el de la cocina, veintidós. Zama corrió hacia el cobertizo primero, luego volvió a la calleja (el portón del jardín estaba abierto) e hizo su ronda. Revisé el nivel del agua en el pozo, puse Radio Clásica, calenté el pisto que sobró el otro día en Madrid”.
¿Qué habrían pesando Alfonso Berridi y Julián Rodríguez del momento de incertidumbre casi onírica que se vive hoy en España y en el mundo?, me pregunto. Y me vienen a la cabeza unos versos de John Berger: “Ver a los muertos como las personas que alguna vez fueron tiende a oscurecer su naturaleza. Intentemos considerar a los vivos como podríamos asumir que lo hacen los muertos: colectivamente”.
No hay comentarios