Ander Izagirre, viajar para entender algo más de una humanidad en llamas
A los jóvenes desorientados que no sabían qué hacer con su vida, el escritor Josep Pla les aconsejaba que emprendieran un viaje a pie. El nuevo libro de Ander Izagirre (San Sebastián, 1976) es precisamente una caminata a pie entre Bolonia y Florencia, un largo paseo que el escritor y reportero hace por ensanchar los límites de la mirada y calmar al monstruo insaciable de la curiosidad. En estos días festivos en que se multiplican los desplazamientos, entrevistamos al reportero y escritor que viaja para intentar entender algo mejor un mundo tan diverso como incómodo.
En Cansasuelos. Seis días por los Apeninos (Libros del K.O.), Izagirre convierte el camino, como diría Piglia, o más bien Emilio Renzi, en un modo de pensar para luego escribir con los pies sobre el juego óptico y las proporciones del pene y el pulgar del Neptuno del escultor Giambologna; sobre los bombardeos en la Segunda Guerra Mundial de pueblos como Casalecchio di Reno o acerca de la Línea Gótica establecida por los nazis en el invierno de 1943 para frenar el avance de los aliados hacia Italia.
Para el autor de Plomo en los bolsillos o Los sótanos del mundo, viajar es sobre todo una excusa para escribir o para entender algo más de un mundo incómodo y de ficción, un pretexto para andar despacio, como un equilibrista, por los bordes de una humanidad en llamas, que huye de sí misma hacia ninguna parte. “Los viajes serios son los viajes de quienes viajan por necesidad. Lo que hacemos otros son… jueguecitos”, asegura Izagirre.
El escritor Jorge Carrión, en ‘Viaje contra espacio. Juan Goytisolo y W.G. Sebald’, distingue entre dos tipos de viajeros: los pro-espaciales, que viajarían sin cuestionar su identidad nacional o los hábitos y la educación heredados, es decir, sin cuestionar la propia cultura del lugar; y los contra-espaciales, que son aquellos que sí viajan en contra de la noción de espacio heredada. Tu libro, ‘Cansasuelos. Seis días por los Apeninos’, habría que inscribirlo más en la esfera del viaje contra-espacial, donde adoptas una perspectiva crítico-analítica, una continua reinterpretación de la historia, el arte, la religión o las propias tradiciones de los pueblos que vas atravesando entre Bolonia y Florencia…
Es la ventaja de la ignorancia y de un viaje despreocupado. Cuando escribo reportajes, procuro documentarme a fondo, leer mucho, hacer entrevistas, contrastar informaciones, pero en este caso yo simplemente me fui a caminar. Iba anotando lo que veía y lo que se me ocurría al verlo. Después hay una elaboración del texto, por supuesto. Este libro no es un cuaderno de viaje. Pero sí me permito el capricho de hablar de nazis, de genios renacentistas y de escarabajos desde el enfoque que a mí me dé la gana. Es la gran libertad del escritor: darle la misma importancia al escarabajo y a su manera de amasar bolitas de mierda que a los escultores del Renacimiento. Al mismo tiempo, me produce inseguridad y un poco de pudor: ¿estas tonterías que se me ocurren caminando le interesarán a alguien? Este libro se publica porque el editor cree en él: yo soy periodista, cuento historias de otros, me cuesta un poco creer que estos textos también merecen imprenta.
¿Qué significa hoy viajar en la época de la globalización, de la postmodernidad, del desplazamiento permanente por motivos sociales, culturales, políticos, deportivos o religiosos, en esta etapa marcada por la instantaneidad, internet y las tecnologías de la información de las que ya hablaba MacLuhan en la década de los 60?
Los viajes serios son los viajes de quienes viajan por necesidad. Me parece que la literatura valiosa saldrá de los emigrantes, de los que ahora se suben a una patera o saltan una valla. Lo que hacemos otros son… jueguecitos. Que no están mal, que yo los hago y los disfruto, pero hay que ponerlo en perspectiva. Yo viajo para hacer periodismo, para contar historias de otros, y entonces hago un determinado trabajo de reporterismo y escritura. Luego hago, por placer, caminatas, paseos, viajes, y también escribo sobre ellos. Viajar, para mí, es abrir las ventanas. Darte cuenta de que las ventanas de tu casa son muy estrechas. A mí me fascina la variedad asombrosa de modos de vida de los humanos, viajo porque quiero conocerla, y encuentro historias tan potentes que me apetece ponerme a trabajar y escribirlas. Diría que viajar es, sobre todo, acercarse a los demás. El rollo del viaje interior y el autoconocimiento y todo eso no me interesa; algunos lo hacen muy bien, son pensadores agudos y clarividentes, pero me parece que la mayoría de los que viajan para escribir de sí mismos son unos pelmazos. Me imagino que yo mismo he perpetrado algunos delitos de esta clase.
El viajero de hoy en nada se parece a aquellos ‘flanêur’, a aquellos viajeros románticos, a aquellos cronistas literarios y, sin embargo, cualquier buena crónica de viajes es, en cierta medida, heredera de aquellas grandes obras, de esas narraciones que contaban el mundo cuando ni siquiera formaban parte de una cartografía distinguible…
En la parte de la aventura, me parece que no: hoy en día queda un puñado de exploradores de verdad, y luego hay mucho aspaviento. Hoy ya no tiene mucho sentido, salvo esas excepciones –menciono algunas en el libro-, vender una épica de la aventura. Me interesa más la ironía y el humor de la aventura. Pero sí me parece muy interesante ese ejercicio viajero y literario de descubrir, o mejor: de redescubrir lo que todo el mundo vemos con normalidad, con indiferencia, o con una gruesa capa de tópicos perezosos y aburridos, y me gusta que escribir sea pasarle la brocha y descubrir los filones de historias potentes que están ahí debajo. Es ese ejercicio de ver cosas sorprendentes en lo habitual. Me interesa mucho el juego de nombrar o renombrar el mundo. Algunos, de críos, leíamos aventuras de viajeros que iban a los territorios en blanco de los mapas, y ahora nos conformamos con hacer jueguecitos inspirados en esas historias.
Enrique Vila-Matas dice que el final de un viaje no es cuando llegas a casa, “sino más tarde, cuando empiezas a pensar en él, a investigar lo que has descubierto y a conocer lo que no has visto. Ese es el verdadero viaje, el viaje infinito, siempre en movimiento”. ¿Dónde acaban tus viajes?
En Cansasuelos hablo de eso: digo que el viaje termina en la plaza de la Signoria, en Florencia, pero luego enseño la trampa. ¿Cómo que acaba ahí? No nos evaporamos, no viene un taxi a buscarnos, no nos echamos a dormir en esa plaza. ¿Por qué acaba ahí? Mi viaje, como dice Vila-Matas, siguió en casa durante la escritura: leí, busqué historias, completé apuntes. En el libro también me apetecía contar esas trampas habituales del escritor viajero. Una de ellas: escribir en presente, para que parezca que el viaje y las ideas son simultáneas, que eres un viajero brillante, al que se le ocurren las reflexiones ingeniosas en el momento exacto. Seamos sinceros: lo único que supe decir al encontrarme de repente con la catedral de Florencia fue ¡mecagüenlaleche! Luego ya me tiro el rollete literario con mis reflexiones sobre la catedral, pero eso es la parte del viaje que he hice en casa.
En el quinto día de tu viaje a pie, de camino a Tagliaferro, haces una crítica y también una defensa del turismo masivo, ese turismo que surge a partir de la Segunda Guerra Mundial, ese individuo que visita a toda prisa las ciudades, que hace largas colas para subir a las cúpulas de la catedrales… Con la llegada del turismo, ¿murió el viaje tal y como se venía entendiendo durante siglos?
No me gusta hacer viajes organizados y hay cosas del turismo que me parecen muy absurdas. Pero me da rabia el desprecio con el que se habla del turismo, ese empeño que tenemos por distinguirnos: todos los que están en esta plaza son turistas, menos yo, que soy viajero. ¡Anda ya! Procuro seguir mi curiosidad, mi interés, mi sensibilidad, mis apetencias, sin que me dé órdenes una guía –los malditos must, los hayques-. Pero a veces lo mejor que puedes hacer es ponerte en una cola larguísima, con otros 300, para subir a un campanario o para ver un museo maravilloso. En el libro hago una pequeña apología de las colas y los monumentos masivos: me parecen muy interesantes, sirven para ver las costuras de algunos fenómenos, ¿por qué a millones de personas les parece que hay que ir a París y subir a la torre Eiffel? Cualquier cosa que me encienda una pregunta interesante, me parece interesante.
Una crónica es ante todo una mirada para entender el mundo. El escritor John Berger señalaba que nuestra forma de mirar afecta a nuestra manera de interpretar la realidad. ¿Crees que necesitamos más que nunca de la crónica para seguir poniendo el foco en todo eso que se escapa a la celeridad de la información diaria?
Sí. Yo nunca me he dedicado a la información diaria –ojo, me interesa mucho: la sigo, la leo, la veo, agradezco el trabajo de quienes me la sirven-. Simplemente me he dedicado a otras historias que me apetecen mucho, historias lentas, historias de gente sin relevancia pública, pero que me pican la curiosidad, que creo que dicen cosas muy valiosas de nosotros y de nuestra sociedad, y que quedan al margen de la información diaria, como es natural.
“Caminar es callar, escribir también es callar, no se puede escribir sin callarse primero y sin callarse bien”, afirmas en tu nueva obra. “A más caminatas, menos palabras”, decía Goethe. ¿Sirven las caminatas para adquirir una especie de sintaxis mental, una narrativa propia que no es posible conseguir en el interior del ruido de la vida cotidiana, saturada, la vida de andar por casa?
Sin duda. Caminar es ritmo, escribir es ritmo. Sobre todo por una cosa: por el silencio. El silencio es parte del ritmo, es una parte importante de las historias: la pausa, la elipsis, lo que no hay que contar pero late con mucha fuerza. Y si vivimos hiperconectados, bombardeados por estímulos constantes, no lo oímos.
Cuando se pasa por Florencia uno entiende mejor la belleza y lo del síndrome de Stendhal…
Sí. Yo, como soy más ignorante, solo dije mecagüenlaleche. Eso es el síndrome de Stendhal, ¿no? Una versión un poco cutre, pero es lo mismo, ¿no?
Al comienzo de algunos capítulos de ‘Cansasuelos’ haces referencias al dolor y me ha recordado a una frase de Miguel Indurain que citabas en tu libro ‘Plomo en los bolsillos’: “He llegado muy lejos en el dolor”. ¿Qué has aprendido del ciclismo, otra de tus grandes pasiones, y del sufrimiento del ciclista?
El ciclismo me ha dado buenas lecciones, y también sobre las personas: veo a muchos amigos y conocidos que competían conmigo, en mi equipo o en otros, han pasado muchos años y veo que son como competían. En las carreras se revelaba el carácter de la gente de un modo muy puro. Tienes que sufrir y conseguir algo en relación con los demás, y ahí se ve la generosidad, la mezquindad, la prudencia, el gusto por el disparate…
Indurain corrió seis tours antes de ganar el primero. “20.000 kilómetros de aprendizaje”, señalas en tu obra. No hay victoria fácil, aunque lo parezca a veces cuando los triunfos se repiten…
El mayor mérito de Induráin fue que pareciera fácil. En el libro Mi querida bicicleta, Miguel Delibes hablaba del secreto de los mejores ciclistas: gana el que resiste el tormento sin poner mala cara.
El Tour ha dejado grandes anécdotas como la de François Faber, el luxemburgués que salía con doce chuletas en el bolsillo del maillot o Gino Bartali que llevaba pasaportes falsos en los tubos de su bicicleta para salvar judíos durante 1943, sin olvidar los supositorios de cocaína que aceptaron los ciclistas Burtin y Koblet cuando no existían controles antidopaje…
En la historia del Tour se despliega toda una gama de virtudes y miserias humanas, hay escenas trágicas y disparatadas, hay épica y mezquindad, hay heroicidades y hay trampas y traiciones. Por eso me interesó escribir Plomo en los bolsillos, porque las historias de los ciclistas cuentan muchas otras cosas.
Hablando de deportes, la infancia en el Estadio de Atocha no la olvidas…
Es lo mismo: en Mi abuela y diez más no quería hablar de fútbol, sino de algunas capacidades misteriosas del fútbol, o mejor dicho: del equipo de fútbol de tu ciudad. Te da unas claves con las que te entiendes automáticamente con gente de tu generación y de tu entorno, con la que quizá no compartas nada más. Además, a mí el estadio de Atocha me provoca unas evocaciones y unas nostalgias muy fuertes: me veo saltando al campo con seis años de la mano de mi padre, cuando ganamos la segunda Liga, y saludando a mis abuelos, que estaban en la grada, veo a mi otra abuela preparándome una bandera con un trapo de de cocina blanquiazul… Para mí Atocha era la cocina de mi abuela. Por eso decidí que tenía que meter a mi abuela en la alineación más gloriosa de la Real Sociedad.
El próximo 26 de abril se cumplirán tres décadas de la catástrofe de Chernóbil. Publicaste en 2014 un libro titulado ‘Regreso a Chernóbil’, así como varios reportajes sobre la explosión de este reactor nuclear y las dramáticas consecuencias que tuvo para la población. ¿Qué te impresionó del testimonio de esos hombres y mujeres que tuvieron que seguir viviendo en una zona que llegó a tener niveles de radiación cien veces superiores a lo normal?
El relato de las consecuencias horrorosas es más o menos conocido. Me sorprendió otra cosa: la radiación va desapareciendo, los problemas de salud son menores, pero la catástrofe dejó una sociedad devastada. Desarraigo, desesperanza, paro, alcoholismo, violencia. Me decían: ahora tenemos un pequeño Chernóbil en cada casa.
¡Y todo pudo ser mucho peor si hubieran explotado los tres reactores restantes!
Hubo otro reactor que se incendió. Si no lo hubieran apagado a tiempo…
Uno de los libros con el que hemos ido descubriendo en estos últimos meses a la última Premio Nobel, Svetlana Alexievich, ha sido ‘Voces de Chernóbil’, una sobrecogedora obra que recoge los testimonios de los supervivientes de Chernóbil, que dejan un rastro imborrable en el lector…
Lo leí antes de viajar a Chernóbil. Yo entonces no sabía nada sobre Alexiévich, pero me leí el libro durante el viaje por Ucrania y recuerdo que no podía dejarlo, que llegábamos a una ciudad, mis amigos subían al hostal y yo les decía que enseguida subía, que terminaba un capítulo en el coche y que ya iba. Me impresionó ese gran coro de tristeza que es el libro. Hay historias tremendas. Y me impresionó el enorme trabajo de Alexiévich, un trabajo de reportera humilde y muy trabajadora, muy firme, muy poderosa.
Comentarios
Por Alex Mene, el 24 marzo 2016
Viajar, leer… un placer, o dos.