Anna-Eva Bergman, la pintora que logra que nos perdamos en el horizonte
Fiordos, montañas nevadas, noches, horizontes, mares, glaciares, horizontes, Hielo y Horizonte. Azul cobalto, azul noche, azul pleamar, azul klein, azul marino, azul cyan, turquesas. Esa serenidad que recorre toda su obra de expresionismo abstracto. Es la gran exposición que el Museo Reina Sofía ha montado en el Palacio de Velázquez del Retiro de Madrid con 70 obras de la pintora Anna-Eva Bergman (1909-1987). Hasta el 4 de abril. Imperdible.
Algunas piezas pueden recordar a Rothko. Otras a Motherwell. Otras a Clyfford Still. Algunas a Esteban Vicente. Pero todas desde un concepto y lenguaje propios, y técnicas innovadoras de raspados, capas y placas de metal. Y uno se pregunta cómo sabíamos tan poco de esta mujer noruega, que pintaba en los años sesenta estas maravillas que ahora podemos contemplar en pleno Retiro madrileño. Quizá por ser periferia. Por ser mujer y por ser noruega. Seguramente.
Además, Anna-Eva Bergman tuvo una intensa relación con España –tema en el que está centrada esta exposición–, país que le atraía especialmente, quizá por el contraste con el suyo, y por ese cariño mutuo que desde hace décadas se han tenido los habitantes del norte del norte y los del sur-sur. Nos dice la información del Reina Sofía: “Su relación con España se inició en 1933, cuando se instaló durante un año en Menorca junto a su pareja, el pintor franco-alemán, también abstracto, Hans Hartung. En 1962 realizó un viaje a Almería que marcaría su obra de manera determinante; allí comenzó a crear sus primeros horizontes, motivo que retomará al volver a pintar los paisajes noruegos. Este vínculo entre Noruega y España –norte y sur– desembocó en una formalidad semejante, aunque de tonalidades muy diferentes, entre ambos paisajes”. Además de Andalucía, la obra que más nos recuerda a Motherwell, las piedras, también salen de nuestro país: “Las piedras son otro elemento recurrente en Bergman, que surgen a principios de la década de 1970 tras haber viajado por España y Portugal, como se muestra en su serie Pierres de Castille (Piedras de Castilla, 1970)”.
La sensación al entrar en estas 70 obras es de profunda serenidad, de encontrarnos en medio de paisajes de agua y de hielo, de horizontes azules y firmamento, de acantilados, de espejo y fuego, aunque siento que domina mejor los tonos fríos de las noches árticas que los calientes –ocres, amarillos, naranjas– que le inspiraron las secas tierras almerienses. En los dos extremos encontró la amplitud del horizonte y la experiencia de infinito que proporciona la naturaleza. Usa habitualmente pan de oro y de plata, pero son las planchas blancas las que más hipnotizan, las que más abren nuestra mirada hacia tanta amplitud que ya se convierte en vacío.
Anna-Eva Bergman es la mujer que logra que nos perdamos en el horizonte y en el azul. Y para acompañar esos lienzos nada como leer el inspirador ensayo El arte de perderse, de Rebecca Solnit (Capitán Swing), en el que desarrolla ampliamente las sensaciones azules: “Desde hace muchos años me ha conmovido el azul del extremo de lo visible, ese color de los horizontes, de las cordilleras remotas, de cualquier cosa situada en la lejanía. El color de esa distancia es el color de una emoción, el color de la soledad y del deseo, el color del allí visto desde el aquí, el color de donde no estás. Y el color de donde nunca estarás. Y es que el azul no está en ese punto del horizonte del que te separan los kilómetros que sean, sino en la atmósfera de la distancia que hay entre tú y las montañas”.
La muestra, organizada por la Fundació Per Amor a l’Art / Bombas Gens (extraordinario centro de arte en Valencia donde pudo verse el año pasado) más la Fundación Hartung Bergman (situada en Antibes, Francia, donde vivieron Bergman y su marido desde 1973 hasta su muerte, en los años 80), en colaboración con el Reina Sofía, y comisariada por Christine Lamothe y Nuria Anguita, actual directora del IVAM, lleva el nombre De norte a sur, ritmos, porque, como explican en el museo, “Anna-Eva Bergman consideraba el ritmo como elemento estructural de la pintura, un ritmo que surgió del empleo de determinadas materias –hojas de metal, pan de oro, plata o cobre–, formas, líneas y colores”. “En sus inicios, su obra estuvo marcada por la influencia de los artistas alemanes de la Nueva Objetividad pero, a partir de la década de 1950, experimentó un giro radical cuando se dedicó a la abstracción pictórica, construyendo un universo singular en torno a la línea y el ritmo. El paisaje se convirtió entonces en la referencia esencial de su obra: motivos naturales, mitología escandinava –planetas, montañas, barcas, fiordos– o la luz nórdica”.
Manuel Borja-Villel, director del Reina Sofía, explicó en la presentación de la exposición a finales de octubre, que forma parte del deseo del museo de continuar con su trabajo de difundir la obra de mujeres artistas. “Bergman tuvo una manera propia de interpretar la abstracción, alimentándola de su energía vital, y supo crear un vocabulario propio a partir de motivos como los fiordos, los astros, las montañas, los barcos, los acantilados o las piedras”.
“Con el paso del tiempo”, subrayó Borja-Villel, “sus paisajes se fueron reduciendo a lo esencial”.
Es esa esencia la que nos lleva a perdernos en el horizonte y el azul, el azul en el que no estamos ni estaremos, donde es imposible estar, porque siempre es la distancia que nos separa de lo que anhelamos, del deseo de infinito. Son lienzos que atrapan ese espacio entre el yo y el infinito.
En tiempos de confinamientos y restricciones a la movilidad, nada como irnos lejos, viajando en el azul, llegando allí sin movernos de aquí, perdiéndonos en la distancia quieta, en el horizonte de azul, hielo, agua y plata de una extraordinaria pintora noruega enamorada del norte y del sur. “Hay un motivo que se me presenta frecuentemente en mi pintura y que me cuesta reprimir, el horizonte. El horizonte significa para mí la eternidad, el infinito, aquello que está más allá de lo conocido, aquello que da paso a lo desconocido. Cuando contemplo mis horizontes, estos despiertan en mí un deseo nostálgico. Sin embargo, un deseo, ¿de qué? No consigo discernirlo. Vive en mí, pero no sé describirlo”.
No lo describió, pero lo pintó perfectamente.
‘Anna-Eva Bergman. De norte a sur, ritmos’. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Hasta el 4 de abril de 2021.
Comentarios
Por Fermín Navarro, el 27 noviembre 2020
Mi agradecimiento Rafa por llevarme de la mano a la distancia necesaria para reconocer la finitud de los horizontes.
Por angel coronado, el 27 noviembre 2020
Es verdadero y al tiempo, al tiempo cierto. En el azul se instala una distancia. Las montañas, ya lejos, se tiñen de azul, el azul de la distancia. Lo siento y lo veo así, tal como entiendo a Rafa Ruiz.
Me pregunto si al tiempo, a la categoría del tiempo, le pasa igual. No hay azul ninguno que, como al de la infancia, acompañe la soledad de un viejo.
Extraña esa coincidencia que suele acontecer de pronto, inesperada y sin embargo presunta, presentida, solapada, distante, esa coincidencia esencial entre una categoría en la que estás y te contiene, el espacio, y esa otra que no, eres tú mismo continente y ella contenida (al menos Agustín, el de Hipona, decía eso del tiempo).
No soy capaz de resumir, al menos de forma razonable, lo que la voz «Naturaleza» pueda significar hoy día, tal es la hipertrofia actual de sus múltiples sentidos, pero diría que Bergman, lo que pinta, es Naturaleza, antes planetaria, nunca muerta.