Un año del estado de alarma: la otra primavera de Julio Llamazares
Hace ahora un año, en marzo de 2020, tuvimos que pasar semanas encerrados en casa, confiando en que se fuera una amenaza que aún no se ha ido. ‘Primavera extremeña. Apuntes del natural’ es el título del último libro de Julio Llamazares, donde relata los tres meses que pasó entonces confinado con su familia en un lagar extremeño, mientras las noticias acerca de la evolución de la pandemia eran cada vez más sombrías y a su alrededor, ajena, la naturaleza estallaba de colores y de vida.
Parece que el tiempo se haya vuelto redondo. Los días se parecen demasiado a los que vivíamos hace ahora un año, cuando tuvimos que aguardar durante tantas semanas encerrados en casa a que se fuera la amenaza que aún no se ha ido, mientras en algún lugar la primavera nos tentaba con sus días de sol y sus hojas nuevas. Julio Llamazares (Vegamián, 1955) pasó entonces casi tres meses confinado con su familia en el corazón de la Sierra de Los Lagares, cerca de Trujillo, en una caserón aislado donde los animales y la vegetación eran sus únicos vecinos. “Un lugar perdido en mitad del monte de Extremadura, rodeado de uno de los paisajes más fabulosos de cuantos conozco”, dice en el prólogo de Primavera extremeña. Apuntes del natural, el libro que escribió durante ese tiempo, publicado por Alfaguara en una edición ilustrada con acuarelas de Konrad Laudenbacher, amigo del autor.
Leí Primavera extremeña durante esa semana en la que Madrid estuvo sepultada por la nieve. La calle aparecía tras mi ventana como una acequia anegada de espuma blanca que engullía los coches, las motos abandonadas a su suerte en la acera y los contenedores desbordados de basura. Un panorama calamitoso que naufragaba en las luminosas imágenes del libro, cada vez que lo abría: “(…) las lilas y los membrillos echaban sus flores malvas y blancas, la lavanda silvestre teñía el monte de color morado, las retamas lo amarilleaban, los botones de oro y las amapolas pespunteaban la hierba verde entre los olivos y los pájaros volaban llenando la atmósfera de gorjeos”.
Ese contraste entre una realidad inquietante y la irrealidad de un cuadro perfecto recorre también las páginas donde el autor desgrana sus días de confinamiento, cuando las noticias acerca de la evolución de la pandemia eran cada vez más sombrías y a su alrededor la naturaleza estallaba de colores y de vida, más hermosa que nunca: “Nosotros vivíamos una doble irrealidad, la que proyectaba aquella película de terror en la que se había convertido de repente el mundo, sumido en una plaga bíblica, y la que cada mañana al despertarnos descubríamos, que era la primavera extremeña a la que habíamos venido a parar de golpe. Una fantástica primavera que seguía su curso ajena a la gran tragedia que la humanidad vivía en aquellos momentos”.
Desde sus primeros libros, como Memoria de la nieve –que se ha reeditado con ilustraciones de Adolfo Serra– la naturaleza impregna toda la obra de Julio Llamazares. Como ocurre en Primavera extremeña, el cielo tiene además una presencia constante, no solo por los acontecimientos de la climatología, sino porque con frecuencia el autor se detiene a observarlo. En algunas de sus novelas ese cielo desplegado ante los ojos del narrador se convierte incluso en el hilo narrativo que va tejiendo la historia.
¿Por qué hay tanto cielo en tu obra?
Pues no lo sé. Si te dijera que es voluntario, te mentiría. Es verdad que el cielo y sus elementos están presentes siempre en mis libros, incluso en los propios títulos: Luna de lobos, La lluvia amarilla, El cielo de Madrid o Las lágrimas de San Lorenzo, que son las estrellas de agosto. Seguramente se debe a que el cielo es ese espejo en el que nos miramos todos cuando estamos solos o cuando buscamos fuera de nosotros algo. Rilke decía que el mejor libro que se ha escrito es un cielo estrellado –Van Gogh no lo dijo, pero lo pintó- y creo que tiene toda la razón.
En ‘Primavera extremeña’ comienzas relatando cómo, ante el empeoramiento de la situación el pasado marzo y aconsejado por un amigo que vive en China, decides abandonar Madrid y aislarte con tu familia en el lagar. ¿En qué momento sentiste allí la necesidad de escribir este libro?
Surgió de un modo natural. Al principio yo intentaba seguir con el proyecto en el que trabajaba cuando estalló la pandemia, una novela, pero lo que sucedía era tan apabullante que no lograba concentrarme en él. Por un lado, tenía a un mundo que se debatía entre el miedo a lo desconocido y el estupor ante sus consecuencias: confinamientos, cierres de negocios, supermercados vacíos y hospitales llenos…; por otro, al campo extremeño, que comenzaba a brotar con toda su magnificencia.
También la mirada viajera del autor recorre con fascinación ese paisaje extremeño donde los matices de color cambian con los días, y las imágenes que esbozan las palabras –apuntes del natural, como dice el subtítulo- se proyectan en el libro como fragmentos de un tapiz, bordados en un cuadro minucioso: “(…) las hojas tenían un verde tan luminoso que parecían pintadas por un acuarelista. Más allá, en torno a la viña, hasta donde la vista alcanza, que es mucho (desde Los Almendros la altura permite ver los montes de las Villuercas y, detrás, los de Toledo, a más de cuarenta kilómetros), la gama de los verdes iba del suave pasto recién nacido al más oscuro de los olivos y al casi negro de las encinas, pasando por todos los intermedios. Una paleta cromática que iría variando con los días a partir de aquellos primeros durante los más de tres meses que permaneceríamos allí”.
Y se diría que el texto dialoga en voz baja con las acuarelas de Konrad Laudenbacher, cuya casa, como cuenta el autor en su libro, se encuentra al otro lado de la sierra.
¿Las acuarelas fueron surgiendo a partir de lo que escribías?
No, las acuarelas de Konrad fueron antes. De hecho, una de ellas, la que me regalaron por mi cumpleaños, fue el detonante de que yo me pusiera a escribir Primavera extremeña. Llevaba dos semanas, desde que llegamos a Extremadura, pensando que tenía que escribir algo sobre lo que estaba ocurriendo en aquel momento, que en nuestro caso concreto eran dos cosas, contrapuestas: la pandemia y la explosión de la primavera en Extremadura. Ten en cuenta que llegamos el 13 de marzo y estuvimos hasta la mitad de junio. Vivimos la primavera entera día a día, hora a hora, en primer plano. Y la pandemia lo mismo, solo que esta a través de los medios o cuando salíamos del Lagar a comprar a los pueblos.
Personajes como su vecino Konrad y su mujer María, con quienes hacían prudentes pícnics en medio del monte, Manolo el Sueco, el farmacéutico de Herguijuela, el vendedor ambulante de fruta o Ricardo el guarda, a quien el autor dedica el libro, atraviesan algunos episodios. El éxodo desde las ciudades –sobre todo desde Madrid– a segundas residencias al comienzo de la pandemia provocaba el lógico recelo en los lugareños, y el autor cuenta cómo sus salidas eventuales al pueblo para comprar provisiones condicionaba sus visitas.
¿Os sentíais de alguna manera juzgados?
Al principio un poco, y es natural. La gente tenía mucho miedo, aún no sabíamos lo que era el covid ni su trascendencia y nosotros veníamos de Madrid, que era en ese momento junto con La Rioja el epicentro de la pandemia; es normal que la gente tuviera miedo. Pero en cuanto pasaron un par de semanas y vieron que no íbamos a contagiarles nada, la cosa se normalizó. La gente de Extremadura es muy noble, y en aquellos pueblos pequeños aún más.
Al otro lado del paisaje idílico y la primavera, un clima de agresividad y de ruido se fue instalando en la sociedad a medida que avanzaba la pandemia. ¿Cómo lo veías desde la distancia?
Con tristeza. Y con preocupación, claro. Pero la agresividad y el ruido ya estaban antes de la pandemia, de hecho están desde hace mucho en la sociedad española y en la política; lo que hizo la pandemia fue agudizarlos. A nosotros, la verdad, en aquel paraje idílico nos sorprendía la agresividad política y también la de la gente que veíamos en la televisión: caceroladas, protestas, insultos en el Parlamento. Es una pena lo que está ocurriendo en España de un tiempo acá. Hemos perdido la educación y el buen rollo que, salvo casos concretos y con la excepción del País Vasco por culpa de ETA, había en general dos décadas atrás. En esto hemos ido a peor.
Dices en el libro que dedicabas mucho tiempo a leer, y mencionas el descubrimiento del escritor griego Theodor Kallifatides en su novela ‘El asedio de Troya’. Es un autor que parece fijarse en lo intrascendente para abordar cuestiones más profundas. ¿Compartes esta forma de entender la literatura?
Es verdad, Kallifatides cuenta sucesos aparentemente simples pero con significados grandes. A mí me gusta ese estilo. No me gusta la ampulosidad. Ni el énfasis. La literatura no necesita contar grandes sucesos para llegar más al lector. Incluso a veces uno diría que las grandes historias estorban a la literatura porque eclipsan los detalles, las pequeñas imágenes y descripciones, los pensamientos que constituyen la verdadera alma de un libro. Yo lo pienso así.
A lo largo del libro también haces referencia a clásicos como Boccaccio, Buzzati o Virgilio, que retrataron en sus obras situaciones de pandemia parecidas a la nuestra. ¿Piensas que lo que estamos viviendo impregnará también la literatura que vendrá?
Las grandes crisis, del tipo que sean (sanitarias, bélicas, sociales…) siempre dejan su huella en la humanidad, basta con mirar la historia. Y esta no será menos. Pronto veremos seguramente cómo ha influido en la literatura y en el arte. Pero yo no soy un profeta para vaticinarlo. Tendremos que esperar.
Ya es marzo y ha pasado un año desde que cambiaron nuestras vidas, y aún esperamos que todo vuelva a ser como antes. Pero tenemos la sensación de que todo es lento, de que el tiempo es ahora demasiado largo. Hace un año, como cuenta en Primavera extremeña, Julio Llamazares volvía una vez más su mirada al cielo y el cielo aparecía sumido en una espera silenciosa, tersa: “Aquella noche, salí a mirar el cielo. Había luna creciente y su luz iluminaba todo el paisaje como la noche americana de las películas. A lo lejos se escuchaban unas ovejas y los ladridos de un perro, pero, fuera de eso, el silencio era total. Sobre las dos palmeras, la noche se recortaba llena de estrellas, tan solitarias como el mundo ahora. Imaginé que muchas personas desde sus ventanas en las ciudades estarían mirando el mismo cielo con angustia y con la sensación también de estar fuera del mundo como yo y sentí una solidaridad con ellas que iba más allá del pensamiento y de las noticias que había visto en la televisión. Había cumplido sesenta y cinco años, una edad en la que muchos abandonan sus trabajos para siempre y que señala el comienzo de la última etapa de la vida, y lo hacía muy lejos del lugar en el que vine al mundo y al que no podría volver aunque quisiera, porque ya no existe, y en unas circunstancias que jamás imaginé que viviría, con la humanidad sumida en una gran inquietud y el mundo entero en suspenso, expectante ante un futuro que de repente se había convertido, como el cielo, en un montón de preguntas”.
¿Qué crees que aprenderemos de todo esto? ¿Qué aprendió Julio Llamazares en su primavera extremeña?
Muchas cosas, pero sobre todo una: que llevamos una vida equivocada a muchos niveles: en nuestras relaciones, en la vida laboral, en las prisas, en nuestros intereses. Basta un virus microscópico para poner el mundo patas arriba. Por otra parte, quizá porque pasé los meses más duros de la pandemia en medio de la naturaleza, también descubrí otra cosa: que la humanidad no puede sobrevivir sin la naturaleza, pero la naturaleza sobrevive perfectamente sin nosotros. Incluso mejor.
‘Primavera extremeña. Apuntes del natural’. Julio Llamazares. Alfaguara, 2021.
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