Anthony Hernandez: Todo lo que crees saber de Los Ángeles es mentira
Podía haberse conformado con esnifar pegamento en un banco como muchos de sus vecinos, pero una cámara de fotos le salvó. El fotógrafo Anthony Hernandez perteneció a una banda urbana y se salió a tiempo, vio morir a su padre de cirrosis, viajó a Vietnam como combatiente. Así logró la perspectiva justa para retratar por detrás esa careta que es Los Ángeles, su ciudad. Una muestra en la Fundación Mapfre de Madrid recoge su insólito trabajo hasta el 12 de mayo.
No es blanca. Ni la cuna de los sueños. Ni la ciudad del automóvil. Es una muchedumbre mestiza desfilando por las calles. Una asistenta doméstica saliendo agotada de una mansión ya de noche. Una camarera esperando el autobús muerta de aburrimiento en un horizonte de palmeras. Ésa es la ciudad de Los Ángeles que capta el fotógrafo estadounidense Anthony Hernandez. La de la mayoría que da cuerda a la ciudad sin hacer ruido. Siempre por detrás de los pocos que poseen el dinero y el eslogan.
Nadie ha contado igual L.A. por la sencilla razón de que los Hernandez de L.A. no tienen muchas opciones de acabar de fotógrafos o cronistas. Él era hijo de mexicanos, emigrados a Estados Unidos con toda la familia. Su abuela nunca habló inglés y apenas quiso salir de casa tras la mudanza. Sus padres se quedaron varados en unas viviendas deprimentes de la periferia. No tenían tiempo de mimar talento alguno en la prole.
Por eso, aunque a Hernandez se le transparentaban las inquietudes artísticas, no recibió formación fotográfica, salvo unas escuetas clases de revelado. Se compró una cámara con lo que le tocó en una rifa. Y aprendió con un manual de fotografía que se había encontrado por azar un amigo del instituto. El chaval se llamaba Cordova y pasaba el día colocado a base de pastillas. Intuyó, sin embargo, que aquel librito podía venirle bien a su colega. El fotógrafo ha contado siempre que el regalo le cambió la vida.
Y así, entre la cámara y la heroína, la apertura del diafragma y las bandas callejeras, pasaron los años de adolescencia. Hasta que Hernandez se marchó tanto de la banda como de las drogas. Nadie le chistó. Lo normal era sabotear a los renegados, pero todos parecían saber en el grupo que aquel chavalito raro que escuchaba jazz y hacía fotos estaba de paso.Poco a poco, Hernandez amplió su círculo, viajó a Nueva York, hizo amigos fotógrafos. Conoció a algunos de los grandes de la época, como Lee Friedlander, Garry Winogrand o Diane Arbus. Reafirmado por sus ánimos, se lanzó a la bohemia de la fotografía a bocajarro. Sin título universitario y sin plan B, logró al menos que un benefactor amante del arte le dejara a precio de ganga un apartamento alquilado en Los Ángeles. Allí vivió como un soldado en campaña, sin apenas muebles, racionando la comida, con un único lujo: aire acondicionado en la sala de revelado casera para no perecer en el verano angelino.
Desde aquel cuartel general prestado en un área residencial, su mirada siguió siendo la misma. A sus ojos, Los Ángeles eran esas calles diseñadas como autopistas, en una ciudad en la que la mayoría va a pie o en transporte público. Ese desajuste en la talla urbana que deja a cientos de miles de angelinos perdidos y vulnerables en su propio paisaje. Había entendido que ser pobre es también perder las horas en las marquesinas, los andenes y las avenidas. Y que ser rico es formar parte de un desfile –Rodeo Drive arriba y abajo–, del que no se puede uno apear un segundo. Así lo narraría después en las distintas etapas de su vida artística. Sin moralinas, con fascinación, curiosidad y un sentido de la estética que rebasa con mucho cualquier moraleja.
Esta belleza y la riqueza sensorial de su obra se aprecian especialmente en la serie que le dedicó a las personas sin hogar. Hernandez retrata los lugares donde viven, pero no sus cuerpos. Los individualiza a través de sus enseres cotidianos. Los homeless no son solo el reverso del sueño americano o la contrapartida del sistema, sino seres de carne y hueso que recogen agua de lluvia para lavar su ropa y tratan de sobrevivir con dignidad. Para huir de cualquier estereotipo, sus fotografías no estilizan la pobreza, pero tampoco la reducen a un mero impacto visual. Sus imágenes presentan una composición casi pictórica, un mimo fruto de tres años de dedicación total. Su trabajo era tan insólito en aquellos años que Hernandez siempre supo que no triunfaría y, en efecto, terminó exponiéndose antes en Europa que en Estados Unidos. Hoy, 30 años después, la humanidad de esos dormitorios a cielo abierto sigue resultando revolucionaria.
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