Antonio Muñoz Molina: «La cultura española es muy hostil a la muestra de los afectos»

El escritor Antonio Muñoz Molina. Foto: Roberto Villalón.

El escritor Antonio Muñoz Molina en su casa de Madrid. Foto: Roberto Villalón.

El escritor Antonio Muñoz Molina en su casa de Madrid. Foto: Roberto Villalón.

Entrevistamos a Antonio Muñoz Molina a raíz de la publicación de ‘Como la sombra que se va’. El escritor se muestra abierto no sólo a la reflexión sobre la trama de su nueva novela, que parte de la figura de James Earl Ray, el asesino de Martin Luther King, sino sobre la crítica situación que vive España, sobre la responsabilidad de los corruptos y sus votantes y sobre el miedo a expresar lo que realmente pensamos y sentimos, algo propio de culturas marcadas por el complejo de inferioridad.

Un sol frío ilumina la mañana de Madrid cuando Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956) nos recibe a las puertas de su casa, en un barrio prudentemente alejado de los tumultos que las fechas navideñas inducen en el centro de la ciudad. Junto a él, viene a dar la bienvenida Lolita, una yorkshire de cinco años que, educada y pizpireta, irrumpirá alguna que otra vez durante la entrevista para solicitar la consabida dosis de arrumacos. Han sido semanas intensas. El escritor acaba de publicar Como la sombra que se va (Seix Barral), una novela de altura que cabe situar en la misma cumbre que coronan otros títulos de su autoría como El jinete polaco, Sefarad o La noche de los tiempos, y desde su llegada a las librerías se ha visto inmerso en una intensa actividad promocional que fue remitiendo poco a poco con los estertores del año. Tanto trajín, sin embargo, no ha hecho mella en su ánimo y en seguida nos invita a tomar asiento en la sala de estar para mantener una charla pausada y reflexiva en torno a su último libro y algunos temas adyacentes.

‘Como la sombra que se va’ es la historia de una doble búsqueda. Empieza como un rastreo de las huellas dejadas por James Earl Ray, el asesino de Martin Luther King, y se convierte en un proceso de indagación personal a partir de la escritura de la que fue su segunda novela, ‘El invierno en Lisboa’. ¿Cómo se inició todo? ¿En qué momento la primera persecución dio paso o se comenzó a confundir con la segunda?

El motor de todo es el espacio de Lisboa. El descubrimiento de que James Earl Ray, el asesino de Martin Luther King, había pasado diez días allí huyendo después de cometer el crimen me pareció algo estrambótico, muy difícil de creer. Que una tragedia como aquélla, tan claramente americana, tuviese una deriva que llevase a una ciudad como Lisboa, tan alejada de todas las referencias estadounidenses, me resultaba sorprendente. Al pensar en ese viaje del asesino, inevitablemente, tuve que acordarme del viaje que yo mismo llevé a cabo en 1987 y de la historia que fui a terminar allí. Fue un proceso muy gradual. Escribí un primer borrador contando la llegada de Ray a Lisboa, y en paralelo pensé en hacer otro capítulo sobre mi propia llegada. Yo quería concentrarme en aquellos días míos, en el proceso de invención de la novela, pero poco a poco unas cosas fueron trayendo otras. El proceso de escritura fue, más que nunca, un proceso de revelación de lo que tenía que escribir. A medida que avanzaba iban llegando las cosas.

Una especie de epifanía.

Sí. Hay un momento, en uno de los primeros capítulos que escribí, en el que digo que «el pasado vuelve en oleadas», y era así. Cuando escribí el inicio del tercer capítulo, diciendo que había ido a Lisboa en enero de 1987, me vi a mí mismo escribiendo mi segunda novela en Granada y, por asociación, llegó la imagen del nacimiento de mi hijo Arturo. Eso no tenía por qué haberlo usado, era algo que no estaba relacionado con lo que quería hacer, pero de algún modo dejaba que todo llegase con naturalidad, porque quería saber adónde podía conducirme aquello. Hay un momento en el que cuento que el título de El invierno en Lisboa venía de otro título que yo había encontrado en un cuaderno, El invierno en Florencia, y entonces recordé algo que me había contado un técnico de sonido, y a la vez eso se mezcló con la evocación de un viaje mío a Florencia del que guardo una imagen impresionante: acababan de restaurar El nacimiento de Venus y yo fui a verlo cuando el museo estaba ya cerrando; me vi a mí mismo entrando en la sala donde estaba iluminado el cuadro recién restaurado, en una visión que tuvo una belleza inimaginable. Todas esas cosas iban llegando a la vez que llegaban los descubrimientos documentales. Todo se iba haciendo poco a poco.

En el libro se perciben dos Lisboas. Una más reconocible, más verificable, que es la que usted camina siguiendo los pasos de James Earl Ray, y otra mucho más vaporosa, entrevista, como envuelta en brumas, que es la de aquel primer viaje. De hecho, esta segunda visión de la ciudad se parece mucho a la que finalmente quedó plasmada en ‘El invierno en Lisboa’.

Claro. La Lisboa de aquel libro era una Lisboa mucho más entrevista porque desde el principio había sido una ciudad muy fantasmal. Hace poco, alguien se refirió a «la novela que se acabó titulando El invierno en Lisboa«. Yo le corregí porque, en realidad, el título fue lo primero que tuve. Es difícil de entender porque resulta incluso contraintuitivo, pero a mí me sonaba bien ese título, y empecé a hacer mi trama y mi novela a su alrededor. Sabía muy poco acerca de lo que iba a contar, sólo intuía que los personajes tenían que acabar en Lisboa en invierno. También en aquel caso, igual que me ha ocurrido ahora con Como la sombra que se va, el proceso de escritura se fue construyendo a través de descubrimientos paulatinos, aunque de otro tipo. Ocurre que yo estaba escribiendo la novela en Granada y llegó un momento en el que no podía seguir, y eso tiene que ver con las brumas a las que te refieres. Unas brumas que venían, en primer lugar, de que yo no había estado nunca en la ciudad que pretendía describir, pero también de que la historia estaba siendo contada por un narrador que no dejaba de ser un testigo de segunda mano.

Cuando llegó el momento en el que el protagonista tenía que desplazarse a Lisboa, yo podía haber seguido fabulando, pero me di cuenta de que, si yo no iba a la ciudad, la novela no podría desarrollar sus mejores posibilidades. Fue un viaje relámpago: llegué el 2 de enero por la mañana y me fui el 4 de enero por la noche, porque no tenía más tiempo. Claro que es una visión fantasmal de la ciudad, yo nunca había estado allí y durante dos días escasos la recorrí de arriba abajo con la voluntad de fijarme en todo. Eso se acabó trasladando a la novela.

En octubre de 2013, publicó en la revista ‘El Cuaderno’ algunos fragmentos de un diario personal en los que por primera vez hacía referencia a la estancia lisboeta de James Earl Ray. Cuando escribió esas notas, usted mismo estaba en Lisboa. No sé si en aquellos momentos ya estaba trabajando en esta persecución de dos figuras, el asesino de King y usted mismo en su juventud, a las que une la necesidad de huir.

Somos dos fugitivos, aunque en grados muy distintos. De todos modos, cuando escribí aquellas notas yo aún no estaba trabajando en este libro. Todo fue muy azaroso, y mi intención siempre fue que esa sensación de azar se transmitiera. Generalmente, un libro es el resultado final de un proceso, y yo quería que Como la sombra que se va fuera ambas cosas: el proceso y el resultado final. Fui a Lisboa a primeros de diciembre de 2012 porque era el cumpleaños de mi hijo y él estaba viviendo allí. Tal y como cuento en el libro, estaba esperándole en un café y me acordé de que, 26 años atrás, cuando yo había ido a Lisboa por primera vez, mi hijo tenía un mes de vida. Me asaltó la visión de un paisaje temporal, que es una visión que tienes raras veces. Es como ver las cosas desde una cierta altura. De pronto, percibes un arco de 26 años de tu vida como si fuera en sí mismo un argumento. Tuve una intuición y fue lo que apunté en ese diario, como si de alguna manera me estuviese preguntando si realmente había algo ahí.

Yo estaba trabajando en otra novela y, desde tiempo atrás, venía investigando sobre Martin Luther King, sobre James Earl Ray, sobre el movimiento de reivindicación de los derechos civiles en los Estados Unidos, sin una voluntad expresa de escribir nada. Me pasó algo parecido cuando escribí Sefarad: llevaba cinco años leyendo cosas que acabarían estando en el libro, pero mientras las leía yo nunca pensé en hacer un libro. A finales de 2013, al regresar de Oviedo tras la entrega del Premio Príncipe de Asturias, todo se fue uniendo para cobrar sentido, pero también se debió a que, por puro azar, decidimos ir a pasar un mes a Lisboa en vez de quedarnos en Madrid o trasladarnos a Nueva York. Fue allí donde todas aquellas intuiciones empezaron a confluir y a relacionarse. Los libros se van escribiendo solos, antes de que tú sepas que los estás escribiendo.

Memphis, Lisboa, Granada, Madrid. Las ciudades se suceden en la novela delimitando no sólo espacios y tiempos, sino también preocupaciones o estados de ánimo.

Eso también iba saliendo. Surgían simetrías, parecidos, diferencias. Y hubo un momento muy similar al que viví mientras escribía El invierno en Lisboa: el instante en el que supe que tenía la necesidad de ir a Memphis. Cada parte de la trama se relaciona con un lugar muy preciso y una topografía exacta. Nunca sabes si eso influye o no verdaderamente, si mejora lo que hubieras escrito en caso de no hacerlo, pero quise explorar ese proceso continuo de hallazgo y de búsqueda, dejar que los lugares fuesen apareciendo y reclamándome. Lo percibí como algo imprescindible, porque al final la importancia de Memphis en la historia es muy grande.

No sé si está de acuerdo, pero percibo que su literatura se ha ido anclando paulatinamente a los escenarios, que sus narraciones han pasado de situarse en espacios cuyos contornos resultaban difusos (la ficticia Mágina, aquella Lisboa entrevista de su segunda novela, el Madrid que en ‘Beltenebros’ aparecía envuelto en sombras) a localizarse en otros mucho más concretos, más físicos, más reconocibles.

Muy probablemente. ¿Sabes? A los estudiantes latinoamericanos a los que imparto clase en Nueva York les cuesta mucho ser concretos cuando hablan de lugares. Los norteamericanos, en cambio, nombran sus escenarios con total tranquilidad, son completamente específicos. Eso, en la literatura española, es mucho más difícil, y no sé por qué. También ocurre en América Latina. Somos culturas muy marcadas por el complejo de inferioridad y por el qué dirán.

Recuerdo que, en una vieja entrevista, Jaime Urrutia, el líder de Gabinete Caligari, se preguntaba por qué los Lynyrd Skynyrd podían cantar tranquilamente a Alabama y, en cambio, un grupo español debía justificarse por escribirle una canción a Soria.

Exactamente. A nosotros nos parece que, si decimos los nombres de los sitios, nos convertimos en provincianos. Si en España alguien te dice que eres costumbrista o localista, estás hundido. Si vives en Asturias y desarrollas una historia en un barrio de New Jersey, eres cosmopolita. Si esa misma historia la localizas en un barrio de Avilés, eres localista. Hay un gran consenso en torno a lo bueno que es Philip Roth, que ambienta sus obras en Newark. Pues bien: si vas a Newark, verás que Newark es de un provincianismo y una cerrazón y una pobreza mental tremendas; nadie duda, sin embargo, de que los libros de Philip Roth son cosmopolitas. Ahora, si en tus novelas sacas Avilés u Oviedo, eres localista. Hay una cantidad terrible de complejos dentro de la cultura en español. Lees un suplemento literario y celebran intensamente, por ejemplo, a Jonathan Franzen o a otros autores norteamericanos, que en muchos casos son de segunda fila, y los celebran por las mismas razones por las que denigran a escritores españoles. Si un escritor español es realista y específico, es costumbrista y localista. Si un escritor americano es realista y específico, es universal. No sé por qué.

Quizás aún no nos hemos liberado de ese prejuicio que arraigó en torno a la década de 1960 y que acabó llevando a despreciar todo lo que, de uno u otro modo, oliese a realismo.

Eso existe y es terrible, porque hay una cantidad tremenda de ideas repetidas que suenan audaces y que son muy antiguas. En España se habla de la novela del siglo XIX como si se hablara de un solo producto homogéneo, como si nos estuviésemos refiriendo a un mueble o a un coche de caballos. Todo el mundo se ríe de la novela del XIX. Se repite mucho aquella frase de Juan Benet: «La novela del siglo XIX carece de interés». ¿Cómo lo sabes? ¿Las has leído todas para poder afirmar eso? ¿Todas las novelas del siglo XIX carecen de interés? O cuando se dice que las novelas del siglo XIX son muy convencionales. ¿Sí? ¿Cuántas novelas del XIX has leído? Porque las novelas de Flaubert son todas distintas entre sí, y en ellas hizo cosas que no había hecho nunca nadie en literatura. Y lo mismo ocurre con Balzac o Dickens, y todos son completamente diferentes unos de otros.

El escritor Antonio Muñoz Molina. Foto: Roberto Villalón.

El escritor Antonio Muñoz Molina. Foto: Roberto Villalón.

El propio Benito Pérez Galdós, a lo largo de su vida, desarrolló una producción novelística caracterizada por un gran abanico de temas y recursos.

Y Galdós, claro. Llevan más de un siglo riéndose de él, pero tú lees sus novelas y son de una riqueza textual impresionante. Todo son prejuicios. Es muy difícil establecer en España un verdadero debate intelectual y literario.

Al hilo de los prejuicios, me parece muy interesante la revisión de la figura de Martin Luther King que plantea en ‘Como la sombra que se va’. Hemos interiorizado tanto su condición de luchador por las libertades, de referente inexcusable de un movimiento cívico, que habíamos olvidado que, en sus momentos finales, estaba siendo tremendamente cuestionado.

Los últimos meses de su vida fueron una época de derrumbe. Los días anteriores a su asesinato había participado en una manifestación que terminó con violencia. Como la situación se volvió incontrolable, le sacaron de la protesta y le subieron a un coche para trasladarlo al único hotel al que podían llevarlo, que era un hotel de lujo. Los periódicos, al día siguiente, escribieron unas crueldades tremendas. Decían que era un cobarde y le acusaron de haberse quitado de en medio para irse a descansar a un hotel de cinco estrellas, cuando le habían trasladado allí por una mera cuestión de seguridad. Le dijeron cosas terribles desde direcciones muy opuestas. Su último año fue verdaderamente trágico, y hay muchísimos testimonios que atestiguan el modo en que flaqueaba su estado de ánimo. Eso le daba unas posibilidades muy grandes como personaje literario.

Imagino que esas posibilidades se debían a que sus dudas y sus equivocaciones le alejaban de esa percepción de personaje sin fisuras, de hombre de una pieza, con que ha pasado a la Historia.

Tiene que ver con esos claroscuros, sí. En nuestro imaginario, Martin Luther King es una persona tan idealizada que su figura apenas tiene filos: se le ve como un ser bondadoso universalmente, sin aristas de ningún tipo. No se piensa que era un hombre cuyas ideas sobre la justicia, la igualdad entre los seres humanos o la guerra resultaban muy difíciles de apoyar no sólo por parte de sus adversarios, sino también por parte de quienes le apoyaban a él.

Hay una contraposición muy interesante en la novela: la que presenta a Martin Luther King y a su asesino en lados opuestos de una misma calle. El primero, asomado al balcón del motel Lorraine. El segundo, apostado junto a la ventana del cuarto de baño de la pensión de enfrente, preparándose para disparar. Es una contraposición que, de algún modo, resume la dialéctica que se abre entre los dos personajes: Martin Luther King es un hombre que piensa, mientras que James Earl Ray es un hombre que actúa.

Es que no sabemos qué pensaba James Earl Ray. Su mente es mucho más difícil de intuir que la de King, entre otras cosas porque King dejó muchos testimonios, mientras que el otro es un espacio en blanco. Eso que dices de la dialéctica entre sus dos posiciones, a uno y otro lado de la calle, lo vi estando en Memphis. En principio, yo pensaba que la novela terminaría en el momento del disparo, pero al visitar el escenario donde había sucedido todo comprendí que la perspectiva, al final, tenía que quebrarse y dar la vuelta. Cuando estuve asomado al motel Lorraine, vi enfrente la ventana del cuarto de baño desde el que disparó Ray. Crucé la calle, me asomé a esa ventana y vi el motel. Era muy fácil ser partícipe de ese juego de miradas que se cruzan. Ahí me di cuenta de que tenía que contarlo no sólo mirando desde la ventana del baño hacia el balcón del motel, sino también desde el propio balcón del motel, adoptando una perspectiva general. Porque además me di cuenta, y por cosas como ésta hablo de los descubrimientos que proporcionan los lugares, de que el balcón del motel Lorraine da al oeste. En el momento en el que se asomó King, había un atardecer espectacular. Ya se había puesto el sol, pero permanecía todo el resplandor.

Le han preguntado varias veces si ha logrado comprender a James Earl Ray escribiendo esta novela. Yo quiero reparar en la otra parte del libro, la confesional, y preguntarle si le ha servido para comprender a aquél que fue usted mismo hace más de 20 años.

Son dos cosas que tienen su dificultad. Cuando estás mirando a un personaje real al que no has conocido, haces el esfuerzo de mirar a través de sus ojos, pero cuando te estás mirando a ti mismo casi 30 años atrás también haces un esfuerzo en el que no sabes hasta qué punto intervienen la memoria o la imaginación. Ha pasado mucho tiempo, y no puedes estar seguro de que lo que recuerdas sucediera exactamente así. Creo que me ha servido para comprender una parte de lo que yo era, o al menos para comprenderme bastante mejor de lo que yo mismo me comprendía entonces.

En alguna ocasión, durante la lectura, el relato de cómo esa búsqueda ajena repercutía en una búsqueda más íntima me ha recordado a otros personajes de sus novelas, como por ejemplo el inspector de policía que protagoniza ‘Plenilunio’.

Sí, pero ése no deja de ser uno de los grandes mecanismos de la narrativa, la búsqueda que propicia un encuentro que la acaba transcendiendo y que, en un principio, era algo ajeno a ella.

Pero ese encuentro se afronta con mucha valentía. En determinados pasajes de esta novela usted pone toda la carne en el asador.

Eso también fue saliendo, paso a paso y en ocasiones a regañadientes. Esa franqueza dolorosa, y hasta cierto punto embarazosa, no estaba al principio, pero vino paulatinamente por una necesidad intuitiva de huir de lo literario y lo autorreferencial. Si hablas exclusivamente de la creación literaria como una cosa abstracta, estás siguiendo un camino muy trillado.

Aún así, debió de resultar difícil desprenderse del pudor. La novela adopta por momentos hechuras de narración policiaca o de relato autorreferencial, pero una buena parte de sus páginas también pueden leerse como una gran carta de amor, con una sinceridad que no abunda en nuestra literatura.

Hay un momento en la literatura, y que ocurre sólo a veces, en el cual una persona se pone directamente delante del espejo y la escritura o la obra se erigen en la revelación de uno mismo. Hay un título de un poema de Lorca que viene al caso y que a mí me gusta mucho, El poeta dice la verdad, pero podría referirme también a la autobiografía de Santa Teresa, o al De Profundis de Oscar Wilde, o a las Confesiones de un inglés comedor de opio de De Quincey. Hablo de ese momento en el que una persona cuenta aquello que ha vivido, obedeciendo a un impulso o a una necesidad que surge gradualmente. Eso exige vencer muchas cosas, sobre todo en una cultura como la nuestra en la que, como dices, existe cierto prejuicio a mostrar los sentimientos. La cultura española es muy hostil a las muestras de los afectos, a no ser que vayan protegidos por una categoría legitimadora. Hay mucho más descaro para el erotismo, por ejemplo, que para los propios sentimientos. ¿En cuántas novelas españolas ves que se reflexione sobre el proceso amoroso o se analicen los sentimientos que lo inducen? Antes hablábamos del miedo a ser localista o realista. También está el miedo a ser sentimental. Te sientas a escribir rodeado de señales de peligro, como si estuvieras circulando por una carretera.

¿Y hasta qué punto debe uno prestar obediencia a esas señales? ¿Cómo decide en qué momento se hace necesario esquivarlas?

Tienes que hacer el esfuerzo de ser libre, pero eso pasa siempre, también a la hora de decir lo que piensas sobre las cosas. En España hay muy poca libertad real de pensamiento. No porque se imponga nada desde fuera, sino porque las personas rara vez dicen verdaderamente lo que piensan. Sólo dicen en público lo que creen que deben decir, o lo que piensan que va a ser bueno para el personaje que cultivan. La mayor parte de las cosas que se escriben en los periódicos se escriben para confirmar los prejuicios de quienes son como el que escribe.

¿Cuáles cree que son las causas de ese prejuicio contra los sentimientos?

No sabría decirlo, porque al mismo tiempo se trata de una cultura con mucho espacio para la grosería. Existe descaro para muchas cosas y una pudibundez inmensa para otras. Es difícil encontrar causas o razones concretas. Volviendo otra vez al siglo XIX, si comparas las novelas de Galdós, Clarín o Pardo Bazán con las de Eça de Queiroz, te das cuenta de que este último es mucho más franco y aventurado al hablar de sentimientos o de erotismo, y Portugal es un país igual de católico que el nuestro. Sería muy fácil encontrar explicaciones sociológicas que suenen brillantes, pero serían infundadas. Yo no sé las razones, sólo puedo constatar ese temor a que la reflexión sobre los sentimientos quede automáticamente condenada como sentimentalismo.

Puede que se deba a las dificultades de trazar una frontera, al miedo bien a quedarse corto o bien a pasarse.

Claro que es difícil. Al escribir sobre ciertas cosas avanzas por un terreno muy estrecho, pero si no hay riesgo no hay mérito.

La figura de Martin Luther King hace que ‘Como la sombra que se va’ entronque con su título anterior, ‘Todo lo que era sólido’, en el que abogaba por una rebelión cívica que abordara algunos problemas o distorsiones de nuestra democracia. Aquel libro se publicó en los primeros meses de 2013. ¿Ha percibido desde entonces una evolución para mejor, una mayor concienciación de la sociedad española respecto a su propia tarea colectiva?

En unos casos sí, pero no en otros. La percibo en el modo en que la corrupción se ha vuelto inaceptable para todos. Antes los partidos políticos habían secuestrado la opinión tan completamente que las personas sólo se escandalizaban de la corrupción cometida por aquellos a quienes consideraban sus adversarios. Eso, ahora, ha cambiado y la gente ya se atreve a condenar las actitudes reprobables cuando se dan entre aquellos a los que consideran de los suyos. También se ha progresado en la exigencia de cuentas, en el sentido literal de la palabra. Antes no se pedían cuentas de nada y en ese aspecto se ha avanzado mucho, aunque hay casos en los que aún siguen sin pedirse. Estoy pensando en el debate sobre Cataluña: hay muchas palabras, pero no cifras, o al menos no hay cifras que estén claras. Ni se sabe cuánta gente se manifiesta, ni cuánta gente participó en la consulta soberanista, ni hay cifras a las que se preste crédito y que reflejen el significado real de cada alternativa.

¿Se puede correr el riesgo de que determinadas reivindicaciones pierdan fuerza al quedar amparadas en discursos demagógicos?

Claro que sí. Si no hay un componente práctico y racional, todo puede acabar en eso. Por suerte, hay debates que ya no se producen exclusivamente en el ámbito político, lo que indica que las cosas empiezan a moverse. A mí me llama mucho la atención que exista un programa como El objetivo, de Ana Pastor, que trata precisamente de ver cuánto cuestan las cosas y dilucidar si es verdad o mentira lo que nos cuentan los políticos. Eso era algo totalmente inédito en España. En nuestro país no se ha prestado nunca atención a la realidad, y sin atención a la realidad no puedes hacer nada, sólo estás hablando en el vacío. En el movimiento de reivindicación de los derechos civiles en los Estados Unidos se mezclan una gran elocuencia en la transformación social y una estrategia, siempre muy concreta, de conquistas precisas, de objetivos muy limitados. La gente no se manifestaba por la felicidad universal ni por la emancipación de la especie humana, sino por el derecho a registrarse como votantes o a sentarse en los mismos autobuses.

Quizás a partir de cierto momento se perdiese la percepción de que las sociedades se construyen partiendo de una voluntad y un esfuerzo colectivos.

La pérdida de esa percepción es fundamental en las sociedades cautivas. En una sociedad cautiva la gente espera que las cosas las arreglen los políticos y las agradece igual que si se las hubieran regalado ellos. Y luego está la otra parte, que consiste en aseverar que la culpa de todo lo malo la tienen los otros. Ése es un descubrimiento reciente y maravilloso, porque te resuelve la vida. Tiene que ver con la creación de ese lenguaje completamente artificial en el que surgen términos como el de «casta», que adolecen de una falta de concreción brutal y evitan mirar de cerca la propia responsabilidad. Hay una responsabilidad muy grande en el político que roba, pero también en el ciudadano que le vota. En las últimas elecciones salió una cifra escandalosa de políticos imputados que resultaron reelegidos. Evidentemente, robar es delito y votar no, pero al otorgar tu confianza a quien ha delinquido le estás concediendo una justificación que hace que se sienta respaldado.

¿Hemos perdido la autoestima?

En España hay muchísima gente haciendo cosas extraordinarias, pero las hacen contracorriente en vez de ir con el viento a favor. Lo asombroso es que, a pesar de todo, las cosas se mantengan. Vas a las bibliotecas o a las escuelas públicas y hay mucha gente haciendo bien su trabajo. Enfermas, vas al hospital y encuentras allí profesionales estupendos, trabajando en condiciones precarias, que te tratan de maravilla, con gran competencia técnica y en muchos casos con gran cordialidad. Si todos ellos tuvieran el ambiente a su favor, imagínate lo que sería. Uno de los principales problemas que tenemos es que la mayoría de las personas que hacen cosas en España no salen en ningún sitio. En la televisión sólo aparecen seres delirantes.

Quería terminar volviendo sobre su novela, pero sin referirme directamente a ella. Elvira Lindo ha inaugurado su propio sello editorial, Lindo&Espinosa, con un libro titulado ‘Memphis-Lisboa’ en el que refleja, a través de fotos y textos, el proceso que le llevó a usted a seguir sus propias huellas y las de James Earl Ray. ¿Cómo percibió ese acercamiento externo, aunque proviniese de alguien muy cercano, a un proceso tan íntimo e intransferible como el de la escritura?

Todo tuvo un origen práctico. Elvira iba conmigo a los sitios y yo le pedía que hiciera fotos documentales, imágenes a las que yo pudiera volver cuando me sentase a escribir. En un momento dado del libro, empecé a contar: «He buscado su rastro en Lisboa y ahora lo busco en Memphis». En ese instante me di cuenta de que había trampa, porque estaba usando la voz narradora del escritor de viajes, ese escritor solitario, interesante, curioso, que camina en soledad por las ciudades. Pero en realidad yo no iba solo por Memphis, sino que iba con Elvira, y, aunque uno no tenga la obligación de contarlo todo, me pregunté si debía incluir o no eso en el libro, porque ella también formaba parte del proceso creativo. Yo no soy un ser solitario, apartado de la realidad, que viaja siguiendo únicamente su vocación. No es verdad: tengo una vida, tengo hijos, tengo una familia, y todo eso influye sobre mi escritura. También la presencia de Elvira fue algo que evolucionó de manera gradual. Ella se fue implicando cada vez más y lo convirtió en un hábito, haciendo cosas que yo nunca le había pedido, como sacarme fotos mientras estaba escribiendo sin que yo me diera cuenta. Fue un proceso muy atractivo porque pasó de ser una cosa auxiliar, destinada a servir a mi invención, a convertirse en su propia búsqueda.

¿Y reconoce su propia búsqueda en lo que acabó encontrando ella?

Resulta sorprendente verme reflejado desde fuera, pero también eso tiene su atractivo. Observar las cosas desde otro punto de vista siempre las enriquece.

Llega el momento de la sesión de fotos y Antonio Muñoz Molina, que a mediados del mes de enero emprenderá el regreso a Nueva York, sigue reflexionando acerca del papel que debe jugar la sociedad civil en la construcción y consolidación de la democracia. Mientras nos desplazamos del vestíbulo al jardín, relata una anécdota reciente ocurrida en Toledo, cuando visitó la ciudad para presentar su novela: «Terminamos tarde, la biblioteca estaba a punto de cerrar y me llevaron hasta una sala donde había una única persona, un hombre mayor, leyendo. Me contaron que era un carnicero que, tras jubilarse, decidió que se dedicaría a aprender por su cuenta todo lo que no le habían permitido aprender cuando era joven, y desde entonces pasa los días leyendo, instruyéndose, persiguiendo una formación que nunca tuvo y que considera esencial para vivir». Y, mientras el fotógrafo le pide que tome asiento en un rincón coloreado de membrillos, rubrica: «Esa gente es la verdaderamente valiosa, pero de ella nunca habla nadie».

Deja tu comentario

¿Qué hacemos con tus datos?

En elasombrario.com le pedimos su nombre y correo electrónico (no publicamos el correo electrónico) para identificarlo entre el resto de las personas que comentan en el blog.

Comentarios

  • Jose Luis

    Por Jose Luis, el 07 enero 2015

    Estupenda entrevista, enhorabuena.

  • juan antonio

    Por juan antonio, el 07 enero 2015

    Excelente entrevista.Mejor diría excelente charla compartida con los lectores. Da gusto leer a alguien que reflexiona,transmite,te hace participe de sus inquietudes , y del que siempre se aprende algo.
    Que diferente sería todo en este país si este tipo de entrevistas o charlas a intelectuales,escritores e incluso,como M.M dice, a gente normal pero interesante ,fueran mas frecuentes en todos los medios.
    Vivimos rodeados de una mediocridad e insensatez notable que se amplifica por todos los medios callando a los que verdaderamente tienen algo valioso que transmitirnos.

  • Alberto Moll

    Por Alberto Moll, el 07 enero 2015

    ¡Gracias! Realmente he gozado leyendo esta interesante entrevista.
    Le felicito, Sr. Barrero, y, por supuesto, felicito a D. Antonio Muñoz Molina, cuyas palabras siempre nos transmiten, con la calidez de sus sentimientos, su inteligencia y su sensatez.

  • Miguel

    Por Miguel, el 07 enero 2015

    Da gusto leer una entrevista así. Reflexión y sensibilidad a la vez.

  • Lola Molina Munoz

    Por Lola Molina Munoz, el 07 enero 2015

    Estoy leyendo este libro y me ha resultado una entrevista muy interesante y bien hecha. Muchas gracias.

  • Iñaki

    Por Iñaki, el 22 enero 2015

    Enhorabuena por la entrevista, muy interesante.

Te pedimos tu nombre y email para poder enviarte nuestro newsletter o boletín de noticias y novedades de manera personalizada.

Solo usamos tu email para enviarte el newsletter y lo hacemos mediante MailChimp.