Aquel verano en que un gato salvaje fue mi amigo
Los Relatos de Agosto en colaboración con el Taller de Escritura de Clara Obligado han venido este verano muy animales. Con perros y gatos en el centro de atención. Hoy toca conocer la estrecha relación de un chaval con un gato salvaje: “Mi amigo gatuno y yo nos acostumbramos a hacernos compañía. Me regocijaba viendo su caminar elegante, sus increíbles saltos, el modo en que giraba las orejas y la cabeza en dirección a cualquier ruido. En mi fuero interno me sentía genuinamente agradecido por el vínculo que tenía con ese gato de montaña”.
POR GONZALO MUÑOZ DEL TORO
En verano de 1986 aprendí a montar en bicicleta. Mi padre le quitó los ruedines, alcancé la independencia para deambular por el pueblo, y con ello la libertad más fabulosa. Las manos firmes en el manillar, los pedales bajo los pies, el viento en la cara y las montañas de la sierra madrileña a mi alrededor.
Inicié una práctica diaria de investigación del entorno que comenzaba después de desayunar en la terraza de nuestra casa de veraneo. Al cruzar el umbral a bordo de mi bici, me embriagaba el ansia aventurera de un marino medieval.
En ocasiones me acercaba a ver trabajar al herrero. En su forja, con un mandil de cuero marrón de aspecto basto, quemado y rasguñado, golpeaba las piezas de acero sobre un yunque, mientras yo miraba embelesado.
Las cuestas abajo eran lo más emocionante. Pedaleaba lo más rápido posible, y después paraba, jadeando, para escuchar el sonido que hacían las bielas de la cadena a todo correr. Disfrutaba de la sensación de alerta, el sabor del peligro que va enroscado a la velocidad, y al final frenaba bruscamente sobre la tierra, mirando después con orgullo los rastros de mi derrape.
Me entretenía paseando por las urbanizaciones de chalets, escuchando el chapoteo de sus ocupantes en sus piscinas, o las pelotas de pimpón rebotando entre mesa y raquetas, o mangueras regando el césped.
El pueblo contaba con un circuito de cross para bicicletas donde se reunían los chavales de mi edad. Me propuse entablar amistad, pero el intento salió fatal. Saludaba con timidez, y no me respondían más que con miradas torvas de rechazo. Di por perdido mi intento de socialización la mañana que los vi fumando. Me pareció una barbaridad que le dieran al tabaco a tan corta edad.
Con el paso de los días a lomos de mi caballo de aluminio, fui capaz de abordar misiones de mayor calado, como desplazarme hasta los pueblos más cercanos. Una de esas ocasiones en que recorría con cuidado la carretera, encontré por azar un estrecho camino de arena que se desviaba hacia un bosque de robles. Me interné en él, acompañado del canto de las chicharras, mientras observaba saltamontes, libélulas, frutos silvestres y acículas por todas partes.
En mi vagar por la zona recién descubierta, llegué a oír el correr del agua y, siguiendo ese rumor, encontré un riachuelo. Allí me detuve. Caminé a la ribera, introduje los pies en el agua cristalina, y juro que no he probado nunca un agua más fría.
Me tumbé al sol sobre una roca de granito y en ese paraje mágico me quedé adormilado. Al poco rato noté un movimiento cerca de mí. Abrí los ojos para averiguar qué tenía al lado. Sentado en una roca cercana había un gato montañés, de pelaje gris oscuro con algunas rayas negras por el lomo, de verdes iris, observándome atentamente. Mantuve la posición, atrapado por la presencia del gato montañés.
Acudí asiduamente al mismo lugar. De tolerar mi presencia, pasó a permitir algún contacto fugaz. Nunca conté a nadie acerca del camino de tierra escondido que partía de la carretera, ni del río, ni mucho menos del gato. Todo ello formaba parte de los secretos descubiertos en mi emancipación a dos ruedas.
Mi amigo gatuno y yo nos acostumbramos a hacernos compañía. Me regocijaba viendo su caminar elegante, sus increíbles saltos, el modo en que giraba las orejas y la cabeza en dirección a cualquier ruido. En mi fuero interno me sentía genuinamente agradecido por el vínculo que tenía con ese gato de montaña.
Una de las últimas tardes de ese verano me proponía regresar a casa para cenar y acostarme, cuando aparecieron en mi camino los mismos muchachos del circuito de cross. Se pusieron delante de mí, impidiéndome el paso, y empecé a temblar de miedo. No soy capaz de recordar qué me decían, creo que me insultaban.
El cabecilla, uno demasiado desarrollado para su edad, con bigote, grandes manos sucias y maneras carcelarias, agarró mi bici y la tiró al suelo. Después me aferró de la pechera, zarandeándome con una mano, con la otra formó un puño y se dispuso a darme en los morros. Cerré los ojos aceptando mi destino.
Pero no recibí ningún golpe porque de alguna parte surgió una pequeña bestia oscura con garras y afilados dientes, una fiera ágil, que bufaba con furia indómita y que se interpuso entre los gamberros y yo. El grandullón trató de patearlo, y se encontró con un torbellino de zarpas que le obligó a darse media vuelta, al igual que los secuaces que fueron en su ayuda. La tropa entera se vio forzada a huir, casi todos ellos con un recuerdo en forma de arañazo o mordisco.
El verano acabó, la familia se trasladó a Madrid para el inicio de curso, y me guardé para mí lo acontecido con los jóvenes del pueblo y la fuerte impresión de haber sido defendido frente a unos acosadores, con nobleza e ira inesperadas, por un animal salvaje.
Tristemente, aunque lo intenté los siguientes veranos, no volví a encontrarlo. Pero pervive en mi memoria el profundo agradecimiento y el auténtico sentido de lealtad que fragüé el mismo verano que aprendí a montar en bici, con mi amigo, el gato salvaje.
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