Aquellas brujas que mataban bebés para untarse con su grasa

Grabado anónimo de 1710 que muestra una asamblea de brujas.

“Después de cenar, se hacía dormir a los menores entre las 20.00 y las 00.00, para encontrar su cuerpo inmóvil normalmente a las pocas horas. Se entiende que ese era el lapso en el que las brujas acudían a los hogares para ejecutar a los niños y sacarlos el sieso para su famoso unto”. Párrafos sin desperdicio como este hacen del libro ‘Guadalajara. Tierra de Leyendas’ (aache ediciones), del periodista Julio Martínez, colaborador de ‘El Asombrario’, un volumen que, una vez abierto, es imposible dejar de leer, lleno de apariciones de la Virgen y de ovnis, de brujas y fantasmas, de fenómenos religiosos sobrenaturales y pactos diabólicos, matizados de manera pulcra y rigurosa con interpretaciones racionales del autor: explicaciones científicas en unos casos, propaganda religiosa en muchos otros. Os dejamos aquí una inquietante parte del capítulo dedicado a las brujas.

“Entre las historias legendarias que –aún hoy– siguen generando un cierto temor entre la población se encuentran aquellas que tienen que ver con las brujas. Un terror que, si se analizan los procesos inquisitoriales sobre la materia, es infundado. Por ello, es muy positivo hablar de temática y demostrar que, en realidad, dichos sucesos –de los que se distinguen numerosos ejemplos en la provincia– se basan en acontecimientos históricos complejos. Unos fenómenos que en poco tiene que ver con la ‘leyenda negra’ que –tradicionalmente– les ha rodeado…

Pero, antes de continuar, se ha de definir qué se entiende por dichos acontecimientos. Así, se debe hacer referencia a las palabras que, en torno a esta temática, ha escrito el historiador Javier Fernández Ortea, quien ha publicado un completo compendio sobre el asunto, bajo el nombre Alcarria bruja. Historia de la hechicería en Guadalajara y los procesos de la villa de Pareja. Este investigador realiza una clara conceptualización del citado proceso histórico. Y, con dicho fin, menciona –en primer lugar– los casos de la ‘hechicería’ y ‘superstición’, que, “como instrumentos mágicos, reclaman a las fuerzas sobrenaturales un beneficio para sí o para dañar a un tercero”. Además, “y en contraposición a las religiones oficiales, se constituían como creencias no reguladas, sin una jerarquía ni estratificación, ni un ordenamiento para acceder o abandonar dicho credo” (Fernández Ortea, 2022, 7).

Sin embargo, se deben exponer algunos matices, ya que “tanto brujas como hechiceras emplearon la magia para obtener sus propósitos, pero ello no quiere decir que fueran de la misma categoría profesional” (Fernández Ortea, 2022, 8). Las hechiceras se alzaron como féminas “vinculadas al campo sanitario con conocimientos en ciertos encantamientos, siendo su praxis práctica, inmediata y material. La utilizaban para curar, enfermar, atraer la buena suerte, enemistar o enamorar” (Fernández Ortea, 2022, 8).

En su desempeño mágico, “la palabra era la clave fundamental”, ya que en ella “se basa la eficacia del funeral” (Fernández Ortea, 2022, 8). En cambio, el concepto ‘bruja’ se define por “cuatro elementos acumulativos”, que eran el pacto con el diablo, el aquelarre, los vuelos y la metamorfosis (Fernández Ortea, 2022, 8). Además, “pese a que la brujería no fue un fenómeno privativo de las mujeres, este el colectivo se convirtió en el más castigado por la represión inquisitorial y civil” (Fernández Ortea, 2022, 8). Una circunstancia que también se pudo observar en Guadalajara. Además, y a pesar de sus diferencias, muchas de las acusadas contaban con características comunes. Entre ellas, su precaria situación económica. “La limosna era una vía natural para alcanzar la salvación eterna. Esta circunstancia hacía que, en muchas ocasiones, las brujas acudieran a las casas a pedir comida, confiando en la buena conciencia cristiana y –también– en su poder coercitivo [originado por el miedo social] en caso de una negativa” (Fernández Ortea, 2022, 12).

De hecho, “la brujería lleva implícito, al menos teóricamente, un pacto con el diablo para hacer el mal”, por lo que las mujeres que –supuestamente– realizaban prácticas brujeriles solían “ser temidas, odiadas y aisladas de la sociedad” (Alonso Ramos, 2013–2014: 292). Y, en muchas ocasiones, las protagonistas eran consideradas brujas únicamente por “antipatía, odio, rencor o envidia”. En este contexto, “la sombra de la sospecha pesaba como una losa sobre ellas y sus familias”, ya que se creía que “la brujería era un mal heredado”. Asimismo, “se aceptaba que estas señoras tenían alucinaciones”. Es decir, que, aunque físicamente permanecían en el sitio, “creían volar, debido a la aplicación de ungüentos”. Pero, en realidad, “solían ser personas marginadas, con conocimientos sobre plantas y remedios”, y muchas veces se las asociaba con “hechos cruentos, como el asesinato ritual de niños” (Alonso Ramos, 2013–2014: 294).

Estos conceptos ya habrían sido teorizados por otros estudiosos. Uno de los más conocidos fue Pedro Ciruelo, un matemático y teólogo español del siglo XVI. Este autor escribió diversos tratados, en uno de los cuales –Reprobación de las supersticiones y hechicerías– se refirió al fenómeno analizado de la siguiente manera:

“Se pensaba que las brujas eran féminas que tienen hecho pacto con el diablo, que, untándose con ciertos ungüentos y diciendo determinadas palabras, van de noche por los aires y caminan lejos a tierras a hacer maleficios. Mas esta ilusión acontece de dos maneras principales: que hay horas que ellas realmente salen de sus casas y el diablo las lleva por los aires a otras casas y lugares, y lo que allá ven, hacen y dicen, pasa realmente, así como ellas lo dicen y cuentan. Otras veces, ellas no salen de sus casas, y el diablo se reviste de ellas de tal manera que las priva de todos sus sentidos y caen en tierra como muertas y frías, y les representa en sus fantasías que van a las otras cosas y lugares y que allá ven y hacen y dicen tales y tales cosas; y que nada de aquello es verdad, aunque ellas piensan que todo es así como ellas lo han soñado, y cuentan muchas cosas de las que allá pasaron…”.(Ciruelo, 1977, 55).

Por tanto, en esta definición se incidía en ciertos tópicos, como la realización de pactos con el diablo; su traslado –de un lugar a otro– volando; o la entrada del demonio en sus cuerpos, encarnándolas, para tomar su voluntad. Asimismo, Pedro Ciruelo insistía en el concepto de la nocturnidad de dichas ciudadanas, lo que confería un mayor halo mistérico a su labor demoniaca… En resumen, el mencionado ‘humanista’ incurrió en todos los lugares comunes en los que se ha fundamentado la ‘leyenda negra’ de la que han sido víctimas las brujas. Según la mentalidad del momento, estas féminas “se distinguían de las hechiceras en que eran mucho más peligrosas, al haber hecho un pacto con Satanás, al asistir a nefandos aquelarres, al asesinar criaturas y, con sus grasas, preparar ungüentos que les permitían volar, etc.” (Blázquez, 1991, 35). Una imagen que ha permanecido viva en muchos sectores, generando un rechazo social que se mantiene en la actualidad.

Un suceso que también ocurría con las aojadoras, que eran las “especialistas en retirar o difundir el mal de ojo”; con las personas que realizaban las ligaduras y ligazones, o que “unían mágicamente a dos personas en un romance o para deshabilitarlas en un encuentro carnal”; con los saludadores y santiguadores, que se alzaban como “especialistas con características similares y muy vinculados a las posiciones más iluminadas del cristianismo”; con los nigromantes, conocidos por “la invocación de demonios sometidos al conjurador o por el ejercicio de la hechicería en base a los fallecidos”; o con los loberos, que realizaban tratos sobrenaturales con los canis lupus (Fernández Ortea, 2022, 39–49).

Las mencionadas ocupaciones tenían una muy mala imagen entre la población. Una pésima fama que se ha ido transmitiendo de generación en generación hasta llegar a la actualidad. Por ello, se debe seguir trabajando para que los procesos brujeriles –y los vinculados con el resto de estas ‘profesiones’– sean dimensionados socialmente y que se conozca lo que –en realidad– supusieron en su época.

No hay que olvidar que estas féminas vivieron en un contexto determinado, muy diferente al que predomina en nuestros días. Durante aquel periodo, predominaba un pensamiento mágico que –constantemente– buscaba responsabilidades por hechos meteorológicos, médicos o naturales que hoy poseen una explicación. Y la ‘cabeza de turco’ que estaba más a mano eran las brujas, ya que –según la mentalidad de la época– “las enfermedades y la muerte podían ser originadas por estas mujeres, del mismo modo que tenían la posibilidad de precaverlas”. Así, “este miedo ancestral, grabado en lo más profundo del subconsciente colectivo, se volcaba sobre ellas” (Blázquez, 1991, 34).

Además, las señoras que recibían este apelativo solían presentar un perfil muy concreto. “Eran ciudadanas desarrapadas, desarraigadas de la sociedad, y que vivían en las chozas más miserables” (Blázquez, 1991, 28). Por consiguiente, no sólo se estigmatizaba a las señoras por el hecho de serlo, en un mundo dominado por el hombre y el patriarcado. También se incidía sobre la marca que suponía la pobreza y la marginalidad que sufrían las víctimas. ‘Aporofobia’ pura y dura, tal y como la definió la filósofa Adela Cortina.

No en vano, “el espacio destinado a las féminas se limitaba al ámbito doméstico y a la crianza, permitiéndose un papel secundario en actividades económicas discontinuas e irregulares, distinguidas por su versatilidad, como lavanderas, costureras, hilanderas…” (Fernández Ortea, 2022, 13). En esta categoría de ocupaciones también se incluían la hechicería, las ligazones o los sahumerios, además de diversas labores sanitarias –comadronas, parteras y curanderas–. Estos últimos desempeños “se relacionaban con la alta mortalidad infantil”, por lo que su ejercicio “levantó la sospecha social sobre el sector femenino”. No en vano, las señoras eran quienes –mayoritariamente– ejercían los referidos quehaceres (Fernández Ortea, 2022, 13).

De hecho, existió un mito muy extendido basado en que las brujas usaban los niños difuntos como forma de alcanzar sus objetivos. “Este tópico caló profundamente en la sociedad rural, hasta el punto de que las denuncias por brujería vendrían precedidas por oleadas de muertes súbitas entre los menores” (Fernández Ortea, 2022, 13). Sin embargo, y según la documentación del momento –en la que se han podido consultar las declaraciones de supuestos testigos–, “los conjuros y hechizos más solicitados se referían a cuestiones sanitarias y amorosas” (Fernández Ortea, 2022, 15).

La contraprestación por estos servicios mágicos se alzó como un elemento muy relevante durante los interrogatorios realizados por el Santo Oficio, ya que si existía pago obligatorio –fuera en efectivo o en especie– era sinónimo de culpabilidad. Por ello, “los procesos estudiados en Guadalajara permiten vislumbrar la desesperada defensa de recibir tan sólo la voluntad como retribución, no una cantidad impuesta” (Fernández Ortea, 2022, 15). De esta forma, las inculpadas buscaban zafarse de la implacabilidad de la Iglesia.

Además, se distinguió un cierto dinamismo geográfico en el sector femenino que se encontraba bajo la mirada de los inquisidores. “No se puede perder de vista la alta movilidad de saludadoras, ligadoras y hechiceras por la propia demanda de sus servicios y el interés en evitar las suspicacias del Santo Oficio” (Fernández Ortea, 2022, 39). Y, en todos los casos, se observa una ratio de edad entre los 30 y los 70 años. Una realidad que no se ajustaría con la típica imagen de ‘bruja=anciana’. “La media de 40 años en los sujetos investigados apunta al final de su edad fértil, circunstancia importante de cara a concentrar sus tareas en otros menesteres diferentes a la crianza infantil” (Fernández Ortea, 2022, 40).

Precisamente, en el presente capítulo se quiere recuperar y poner en valor la memoria de estas protagonistas, a través de la narración y la explicación de algunas leyendas que protagonizaron. Esta es la razón de que se haga un somero repaso a algunos de los casos brujeriles en Guadalajara. Unos acontecimientos que se observaron en diferentes puntos de la provincia, pero que –sobre todo– se focalizaron Pareja. En otros municipios arriacenses, como Peñalén, también existe una gran tradición en este sentido –de hecho, se le conoce popularmente como ‘Peñalén de las Brujas’–, pero no se han encontrado documentos que respalden los rumores existentes al respecto.

La villa de Pareja

Pareja se convirtió en el centro neurálgico de este tipo de sucesos, debido a los dos focos que –en épocas sucesivas del siglo XVI– se produjeron del fenómeno brujeril. El primero de ellos comenzó en la década de 1520 y fue el que dio el pistoletazo de salida a este tipo de denuncias. En cambio, el segundo se desarrolló –de acuerdo a los procesos inquisitoriales– a mediados de la mencionada centuria.

Así, a inicios del XVI, “comenzaron a morir niños de manera extraña en el lugar y alrededores” (Talavera, 2021, 124). El modus operandi de estos supuestos infanticidios era muy semejante. Así lo describe Javier Fernández Ortea, el principal investigador sobre lo acaecido en la villa parejana: “Los menores eran acostados al anochecer, gozando de salud, para ser hallados muertos al poco tiempo, cobrando un patrón horario muy similar. Después de cenar, se hacía dormir a los menores entre las 20.00 y las 00.00, para encontrar su cuerpo inmóvil normalmente a las pocas horas. Se entiende que ese era el lapso en el que las brujas acudían a los hogares para ejecutar a los niños y sacarlos el sieso para su famoso unto. Se trata de una fórmula bastante estereotipada, incluso en las descripciones de las marcas en los cadáveres, lo que – quizá– pudiera deberse a un acuerdo previo entre los implicados”. (Fernández Ortea, 2022, 231).

No obstante, y desde la perspectiva médica, los mencionados fallecimientos infantiles habrían sido causados por “muerte súbita”. La misma se produce en los menores lactantes entre los dos y cuatro meses de edad y en épocas frías, debido a “sobrecalentamiento o estrés térmicos”. Otras razones de estas defunciones se encontrarían en dormir en camas blandas, el colecho, pernoctar boca abajo o la apnea. En cualquier caso, y “aunque estas premisas podrían encajar con el escenario descrito, no justificarían la presencia de cardenales, fracturas y marcas claras de violencia doméstica” (Fernández Ortea, 2022, 231). Un comportamiento muy habitual en el Antiguo Régimen.

Además, hay otra explicación para comprender la “retahíla de cuerpos recubiertos de hematomas, sangre despedida por la nariz, fontanela hundida y barbilla con cardenales”. Se trataría de la contaminación de las cosechas por un hongo parásito de los cultivos, denominado ergot, y que sería el responsable de varias dolencias. Entre ellas, el cornezuelo del centeno o del ergotimo, también denominado ‘Fuego de San Antonio’ (Fernández Ortea, 2022, 281). Hay que tener en cuenta que el cornezuelo prolifera en ámbitos húmedos. De hecho, 1527 –coincidente con el grueso de las primeras acusaciones– fue un año muy lluvioso (Fernández Ortea, 2022, 281).

Sea la razón que sea, esta sucesión de muertes de menores “puso en alerta” a los vecinos, por lo que comenzaron a producirse las investigaciones unilaterales y acusaciones cruzadas” (Talavera, 2021, 124). Un clima que fue in crescendo hasta que llegaron los procesos inquisitoriales. Se reprodujo una atmósfera de psicosis. El primer caso estuvo protagonizado por Juana ‘La Morillas’, “detenida como sospechosa ante su fama de bruja en la localidad” (Fernández Ortea, 2022, 50). La mujer acabó falleciendo en extrañas circunstancias, al arrojarse desde la torre del palacio episcopal parejano. Tras este suicido –u homicidio premeditado, aún no se sabe–, la histeria colectiva llegó a su culmen. “Los aterrados vecinos recogieron su cuerpo para quemar el cadáver de la señora en la cercana Era del Milano” (Fernández Ortea, 2022, 50).

Esta mujer autoinculpó durante el juicio al que le sometieron –tras sufrir tormento–, señalando que llevaba unos años ejerciendo prácticas brujeriles (Alonso Ramos, 2013–2014: 297). Sin embargo, pudo ser una confesión mediada por las torturas. A pesar de ello, señaló que el ungüento con el que se untaban estaba compuesto por “trozos de culebra con corteza de noguera, ortiga, unto de caballo, tela de niño y cera para cuajarlo” (Alonso Ramos, 2013–2014: 297). Se lo aplicaban en los hombros y axilas, a la vez que aseguraban –después de ser torturadas– acceder a las habitaciones de los infantes que “no estaban santiguados, ni tenían cruces o imágenes en sus aposentos” (Alonso Ramos, 2013–2014: 297).

Unas acciones en las que también participaba otra vecina, Francisca –llamada ‘La Ansarona’– a la que –igualmente– aprehendieron las autoridades del Santo Oficio tras las declaraciones en sede judicial de ‘La Morillas’ (Fernández Ortea, 2022, 50). Esta segunda víctima declaró que llevaba practicando la brujería desde hacía –al menos– tres décadas y que “iban con diablos, que se les aparecían en forma de hombres negros, y ellos las llevaban a un prado donde había muchos varones y mujeres con otros demonios, saltando en corros y jugando” (Alonso Ramos, 2013–2014: 297). Estas aseveraciones se referían a los aquelarres que se celebraban en el Campo de Barahona, emplazado en Soria, donde “mantenían relaciones íntimas con demonios” (Fernández Ortea, 2022, 50).

Hasta el mencionado enclave soriano asistían sin tocar la tierra, tras aplicarse el correspondiente unto. “Las dos encausadas [la ‘Morillas’ y la ‘Ansarona’] salían por una ventana, volando a dos palmos del suelo. Tras aplicarse con un ungüento, invocaban a Lucifer dando palmadas y recitando en tres ocasiones: “ven, ven Muçifer?. En ese momento, acudía un hombre negro y mozo que respondía: “heme aquí’, y se las llevaba” (Fernández Ortea, 2022, 216). Sin embargo, en su declaración, ‘La Ansarona’ “eliminó elementos clásicos de la imaginería popular sobre los sabbats”. Entre ellos, los banquetes báquicos, limitándose a “una danza primitiva”, en la que “no comían, ni bebían, ni había tamboril, sino que bailaban todos a saltejones”. Estas reuniones se prolongaban –aproximadamente– durante una hora (Fernández Ortea, 2022, 225)”.

(…)

“De cualquier forma, hay que tener en cuenta que ‘La Ansarona’ –como también le ocurrió a ‘La Morillas’– sufrió tormento a lo largo del proceso inquisitorial. Además, sus aseveraciones ante el Santo Oficio acabaron implicando –también– a la hija de Juana –llamada Quiteria–, quien, al igual que las dos mujeres anteriores, fue inculpada de realizar brujería. “Aceptó su cooperación en la ejecución de niños, la invocación de demonios y los viajes volando hasta el Campo de Barahona” (Fernández Ortea, 2022, 50). Unos actos que realizaría junto a las otras dos mujeres del municipio, acusadas de haber invocado a Satanás y de realizar un pacto con él, tras entregarle unas gotas de sangre. “El procedimiento fue especialmente duro con Quiteria, pues la joven sufrió sucesivas sesiones de tortura, tras las cuales se desdecía de sus declaraciones previas, razón que generaba que fuera de nuevo requerida para ser interrogada” (Fernández Ortea, 2022, 50).

Entre las acusaciones del Tribunal de Cuenca –al que se adscribía Pareja– se encontraban que estas mujeres mataban niños, con el fin de utilizar sus grasas para elaborar ungüentos. Unos untos que, junto con la enunciación de un conjuro –“de viga en viga, con la ira de Dios y de Santa María”–, les permitía realizar diversas acciones brujeriles, como los vuelos nocturnos hasta el territorio soriano, donde se reunía un importante aquelarre, ya mencionado anteriormente.

Las brujas parejanas, cuando no se trasladaban hasta Barahona, se quedaban en su localidad, juntándose en la calle de la Mediavilla. Desde allí, partían en busca de bebés lactantes, que amanecían “muertos, chupados y consumidos” (Blázquez, 1991, 38). Sin embargo, estas imputaciones, que hoy en día nos parecen difíciles de creer, en su momento generaron un importante pavor entre los vecinos:

“No importa la falsedad y sandez de estas acusaciones, sino el miedo real que producían dichas creencias entre la población, que dormía con las luces encendidas, con una espada al alcance de la mano y atentos al menor ruido anormal –y todos lo eran en esos momentos– que oyesen en la casa” (Blázquez, 1991, 39)”.

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