Arte y poder en la España que era «Una, Grande y Libre»
El 26 de abril de 1937 la Legión Cóndor alemana y la aviación italiana bombardeaban de forma salvaje Guernica. Las tropas del general Franco sublevadas contra la República española negaron durante mucho tiempo aquel ataque que diezmó la población de la venerada villa de los Fueros vascos. 79 años después, en una pirueta histórica, el museo Reina Sofía inaugura una de sus exposiciones más ambiciosas: ‘Campo cerrado. Arte y poder en la posguerra española’ (1939-1953).
El 1 de abril de 1939, la fecha que los franquistas bautizaron como el Día de la Victoria, el general Franco leyó, hinchando mucho el pecho, su último parte de guerra: “Cautivo y desarmado el Ejército rojo”. Los desfiles militares, la represión, los juicios sumarísimos, las ejecuciones y las depuraciones entraron como bolas de fuego en la vida primero, en la memoria después, de los españoles. Meses después, en septiembre de 1939, estallaba la Segunda Guerra Mundial. Un año que la comisaria de la exposición, María Dolores Jiménez-Blanco, califica de “excepcional dramatismo”. Es una época de cataclismos. España salía de la guerra y el mundo entraba en otra. Campo cerrado, el título de la novela de Max Aub, encaja como un guante en esta panorámica de arte de posguerra, una investigación llevada a cabo durante tres años que rompe el mito de que en aquellos años no había vida intelectual ni artística en un país sombrío que lloraba a sus muertos y lidiaba con la pobreza.
Para la exposición se han rescatado piezas y articulado líneas por las que discurre la visión de aquellos años que el Régimen quería reconstruir de acuerdo con sus principios y su moralidad. La muestra es abrumadora: 1.000 piezas entre pinturas, esculturas, fotografías, dibujos, maquetas, revistas, películas, que se articulan en torno a nueve secciones. “Los años 40″, en palabras de Jiménez-Blanco, «no están vistos como la consecuencia de lo que pasó en la República sino como un intento de comprensión de lo sucedido en la posguerra”. Hay sorpresas poco vistas. Como el Retrato del embajador Juan Francisco Cárdenas, de Dalí, un cuadro durante años en paradero desconocido y que el director del Reina Sofía descubrió en una galería parisina, y hay también un gigantesco trabajo de recopilación, pura historia de un periodo muy ignorado y del que se suponía era un desierto artístico, algo que demuestra como falso esta exposición para la que se necesitan más de tres horas para verla.
En un recorrido circular asistimos a la inauguración del pabellón español de la Bienal de Venecia de 1938, con Eugenio D’Ors como Jefe Nacional de Bellas Artes en un acto donde abundan los uniformes militares, y lo cerramos en 1951, en la Trienal de Milán, donde aunque las obras plásticas han cambiado de registro los generales continúan dando lustre con su presencia.
Una nueva era había comenzado con el fin de la guerra y de la República. La voz atiplada de Franco y su barriga oronda de los documentales del No-Do se enfrenta a la imagen de las fotografías de Robert Capa de los campos de refugiados de Argelés-sur-mer o de filas de exilados, hombres sin esperanza en la frontera. Dalí había acabado de pintar El enigma de Hitler, un óleo pegajoso donde la cara del nazi se diluye a duras penas y en la que ya se vislumbra la violencia de la Segunda Guerra Mundial.
Muchos pensaban que el régimen duraría poco, como recuerda Manuel Borja-Villel, director del Reina Sofía, al hablar de la sentencia de «este año cae Franco» que se repetía por lo bajini en círculos poco afectos. Nada de eso ocurrió. Unos se adaptaron a las circunstancias y otros iniciaron una resistencia, un exilio interior. La idealización de “la nueva era” se muestra en Signal, la publicación alemana en español, y en Vértice, prima hermana de aquella. La historia de España se recompone para los libros de texto. Vean como muestra este capítulo de la Biblioteca infantil de la Reconquista de España: “La ayuda de la Virgen. Cuando ya llevaban los godos muchos años viviendo en España, los moros derrotaron a su rey D. Rodrigo en la batalla de Guadalete… Como los moros prohibían a las gentes rezar a la Virgen María, y esto no podían consentirlo los españoles, el rey Don Pelayo esperó a los moros en las montañas de Asturias. Y, ayudado por Nuestra Señora, les derrotó completamente en la memorable batalla de Covadonga”. Y como nota final: “La Virgen protege y ayuda siempre a los españoles cuando luchan contra los enemigos de nuestras creencias”.
Si en los primeros años de posguerra dominaban los falangistas que deseaban dar sensación de apertura, el nacional catolicismo se impuso poco después, en un tiempo que, aunque “marcado por el miedo y el silencio, ni siquiera las dificultades ideológicas o materiales lo redujeron a un desierto”. Los artistas miran hacia Italia como el espejo de la modernidad. Los atletas (1940), de Luis Castellano, recuerda en el trazo a las obras de Giorgio de Chirico. Pancho Cossío, el espía de Franco en los encuentros de arte abstracto, pinta como héroes a José Antonio Primo de Rivera, Ramiro de Ledesma y Agustín Zancajo Ossorio, las figuras de la Falange, con camisas azules que parecen negras. Eugenio D’Ors reivindica el academicismo y la modernidad por aquello de “lo que no es tradición es plagio”.
Juan Eduardo Cirlot y Rafael Santos Torroella forman parte de la primera generación de la posguerra. El primero, teórico, crítico de arte, uno de los fundadores del Dau al Set, muy cercano al postismo, el movimiento poético desencadenante de esa plástica entre simbolista y surrealista que fluyó como una corriente subterránea en los años de penitencia, todo un descubrimiento en la exposición junto a Nanda Papiri y sus dibujos coloreados.
Santos Torroella, condenado a muerte por el franquismo, se ocupó de divulgar el surrealismo, participó en los Encuentros de Altamira y en la organización del Pabellón Español de la Trienal de Milán, obra del arquitecto José Antonio Coderch, donde hasta consiguió colar un homenaje a García Lorca en un libro ilustrado por Guinovart.
Cirlot y Santos son la muestra de la capacidad de resistencia dentro del Régimen, al igual que artistas como el escultor Ángel Ferrant o el surrealista Aurelio Suárez. Muchos de ellos burlan a la censura introduciendo la crítica en pequeños detalles, como Godofredo Ortega Muñoz, que pinta una jaula en una masa oscura. O Tàpies, que recrea en Parafaragamus (1949) una checa con los elementos de tortura en forma de cubos de colores. Juan Manuel Díaz-Caneja recuerda su paso por el penal de Ocaña en Iban a comunicar (1948), con una familia dirigiéndose a la cárcel del pueblo para visitar a sus familiares represalias.
Acabada la Guerra Civil, el país está en ruinas. Ciudades bombardeadas, pueblos sin gente. La obsesión del franquista es la reconstrucción. De la Ciudad Universitaria, símbolo del frente republicano, no quedaba nada y Franco pone a los grandes arquitectos a rehacerla. Idean pueblos modélicos, núcleos rurales que son exaltados en películas y cuadros. En el campo reside la virtud, la ciudad es el mal, nidos de edificios donde habita el demonio y el pecado. Las fotografías de Santos Yubero muestran corridas de toros en homenaje a Himmler, jóvenes falangistas haciendo gimnasia, padres e hijos saliendo de misa, terrazas con veladores sin gente. Las primeras series de Josep Guinovart son de una ruralidad idílica, aunque ocultan una carga ideológica que se escapó a los censores. Su obra El blat (1948) entrelaza una hoz y un martillo con una roja amapola. El casticismo de rejas, botijos se impone, tanto o más que la invención de unos trajes regionales que dan agobio sólo con mirarlos.
Miró y Dalí vuelven a España. Pintan en silencio, con un perfil bajo. Picasso nunca regresó y en la exposición se muestra por primera vez su ficha policial con anotaciones como la de “adorador de rojos”. Una de las salas muestra su obra Mujer sentada en sillón gris, el óleo que terminó el mismo día de la capitulación de la República y que recuerda al Guernica.
El dolor de los que nunca pudieron volver está presente en la voz de Miguel de Molina, en las acuarelas de Alberto Sánchez que evocan su pueblo español y el paisaje ruso en el que vivía. Hay obras de Remedios Varo y de Maruja Mallo, de Manuel Ángeles Ortiz, Julio González y Eugenio Granell.
Entrados los años cincuenta, Franco quiere salir del aislamiento y apuesta por la modernidad. Con ese simbolismo de fechas que tanto gustaba al nacional catolicismo, Ruiz Giménez inaugura el 12 de octubre de 1951 la I Bienal Hispanoamericana de Arte con obras que reflejan la tímida apertura del franquismo. Exponen cuadros de Vázquez Díaz, Benjamin Palencia y hay debates entre abstracción y figuración. España desea abrir sus fronteras al arte moderno y, cuando en 1953 se firman los tratados hispanoamericanos, deciden que el objetivo está cumplido. Se celebra entonces el Congreso de Arte Abstracto de Santander, ése al que mandan a Pancho Cossío a espiar. El fin de la autarquía ha llegado y España sigue siendo “Una, grande y libre”.
‘Campo cerrado. Arte y poder en la posguerra española.1939-1953’. Hasta el 26 de septiembre. Paralelamente, se proyecta un ciclo de cine español, ‘Vida en sombras’, y un ciclo de conferencias, ‘Fieramente humanos. Estudios culturales sobre los años cuarenta’.
Más información en www.museoreinasofia.es
Comentarios
Por Oriol, el 28 abril 2016
Lo cierto es que esa España ni fue una, ni grande, ni aún menos libre. Que se de por hecho que España sí lo «era» es tendencioso.
Por Fernando Martin, el 28 abril 2016
el cuadro atribuido erroneamente a Aurelio Sánchez es en realidad Aurelio Suárez, pintor asturiano.