‘As bestas’ y ‘Alcarràs’, conciencia verde en los Premios Goya
La causa medioambiental tardó en filtrarse en la conciencia de la sociedad española. Y ello explica que el cine le haya prestado escasa atención. Sin embargo, este año los argumentos de las dos películas favoritas para los premios Goya que se entregan hoy ‘As bestas’ y ‘Alcarràs’, incorporan esa causa que confronta ‘transición ecológica’ (con la instalación de molinos de viento y placas solares) y naturaleza, y altera modos de vida arraigados en el mundo rural. Repasamos desde esta perspectiva ambos filmes y dejamos unos apuntes sobre otros, como ‘Las aguas bajan negras’ y ‘El olivo’, que también han abordado este asunto.
Antoine mira desde el suelo al gigante. Inabarcable, poderoso, lanza un gemido a cada movimiento de sus brazos. ¿Qué puede hacer él, Antoine, ante aquel molino blanco que el viento acciona? Antoine se ha convertido en un resistente. Cultiva una parcela con métodos naturales. El mundo anterior a esa conversión carecía para él de sentido, que ha hallado en una aldea de montaña en Galicia, donde vive con su mujer. Ahí resiste. Basta una palabra suya para impedir que gigantes como esos que contempla invadan la tierra en la que se ha asentado. Ejercer esa palabra es uno de los dilemas que él resuelve, aunque fatalmente, en As bestas, la película de Rodrigo Sorogoyen inspirada en el caso real de una pareja que se instaló en el campo gallego y entró en colisión con los aldeanos de toda la vida.
En As bestas, Sorogoyen opone la conciencia naturalista del personaje de Antoine a la de los habitantes de la aldea, especialmente dos hermanos que viven con la madre, y a quienes el pago de dinero por ceder terreno para los molinos de vientos tal vez depare una vida más bonancible, menos arrastrada, menos dependiente. Allí o en otro lugar. Para ellos, la tierra no es un paraíso, sino un castigo. Abandonarla para vivir una vida quizá digna es una mera cuestión de supervivencia. No ven esos gigantes y el “progreso” que traen como una amenaza. Porque ese “progreso” no esquilma la tierra, como ocurriría si se tratara de una explotación minera o la extracción de petróleo.
Para Antoine, sin embargo, esa amenaza implica un chantaje, un abuso de la empresa que instalará los molinos. Y aunque la tierra no sufra, no quiere –viene a decir– que una mano que no sea literalmente la del hombre altere ni siquiera el perfil de esa tierra, cuyo propósito no es otro que cumplir un ciclo vital propio al que él ha acompasado su vida. Ese perfil compone un paisaje que también debe ser preservado.
Resiliencia en ‘As Bestas’, resignación en ‘Alcarràs’
Frente al resistente Antoine, la familia de Alcarràs vive el final de su verano con resignación. No hay posibilidad de evitar que las placas solares que quiere instalar el heredero de las tierras donde ha vivido esa familia invadan un paisaje de árboles frutales, cuya cosecha empieza a caer en los remolques que día tras día recorren los estrechos pasillos de la plantación. La última cosecha.
En las primeras imágenes de la película, Carla Simón muestra la quiebra de un elemento esencial que define una manera de entender las relaciones en el campo: la palabra dada. El propietario de la hacienda que ocupa esa familia las cedió según esos usos, cuando “las cosas se acordaban con un apretón de manos”, dice el abuelo Rogelio. No hay un documento que lo atestigüe, como reclaman los descendientes del propietario. Y en consecuencia, la familia será desalojada. Esa depreciación de la palabra dada es el detonante de este relato que va revelando la lenta mutación que sufren el mundo rural y sus formas enraizadas.
Como en As bestas, los nuevos usos de la tierra implican un aprovechamiento diferente, menos agresivo con la propia tierra, pues no se la arranca ni se la infecta con elementos químicos que la pudran. La agresión es, como en el filme de Sorogoyen, visual, porque al paisaje se le atribuye un valor superior de belleza que debe conservarse.
No es, claro, el argumento del agricultor Quimet, el inmoderado padre de la familia. Él es un sabio del campo; tiene el cuerpo hecho a él y a los elementos que lo condicionan. No añora, como los personajes hoscos de As bestas, otra vida mejor, porque para él esa es la mejor vida. Qué sabrá el heredero que vive en la ciudad del movimiento de las estaciones o de la evolución de los vientos, si para él ese terreno solo es, literalmente, la base donde se anclan los paneles solares orientados en la dirección contraria, hacia el cielo.
En la oposición entre este utilitarismo, que Carla Simón sabiamente ni condena ni ensalza, y el apego ancestral al territorio se concentra el conflicto de Alcarrás.
No puede haber visiones más antagónicas sobre lo rural y de los efectos que produce cierta idea del progreso que las de As bestas y Alcarrás: la representación de una vida rural oxidada, oscura, desmesurada, poblada por mentalidades inmovilistas, arbitrarias, irracionales que muestra Sorogoyen, frente a la visión luminosa, a veces dramática, a veces cómica, finalmente de aceptación que expone Simón. En As bestas, uno empeña la vida, en Alcarrás solo recibe arañazos. Pero a la vez, ambas películas convergen cuando trasluce lo que significa habitar en aquellos lugares: pertenencia, refugio, confort, certeza, solidaridad, compartir un modo de estar y entender en el mundo.
Otros conflictos
Ya quedaba apuntado al principio que el cine español de ficción apenas había atendido la causa ambiental. A pesar de ello, en un somero rastreo uno da enseguida con un filme rodado durante la posguerra franquista, Las aguas bajan negras (1948), de José Luis Saénz de Heredia, el autor de Historias de la radio. Sáenz de Heredia aleja hasta el siglo XIX el choque entre un campesinado idílico y la promesa de mejora social que encarna la minería. Pero la voluntad del cineasta no es de denuncia (imposible bajo la dictadura) y las consecuencias (esas aguas negras que contaminan el subsuelo y a sus habitantes) suponen un sacrificio aceptado en favor de un bien mayor: la industrialización del país.
En 2018, Icíar Bollaín imaginó en El olivo un cuento bienintencionado sobre un anciano que se abandona tras vender sus hijos un árbol milenario del olivar familiar para comprar un restaurante. “Ese olivo es sagrado, es mi vida y vosotros queréis quitarme mi vida”, les increpa el padre a los hijos cuando discuten la venta. “Te has quedado estancado en el pasado”, le contesta el mayor. Ya adulta, la nieta, único hilo del anciano con el mundo, averiguará dónde se replantó el árbol para devolvérselo a su abuelo. Mediante este gesto, Bollaín defiende que el valor material de la naturaleza prevalece sobre las efímeras cosas materiales de los hombres.
El enfrentamiento entre agricultores, y sus prácticas tradicionales, inmutables, de cultivar y vivir la albufera valenciana, y un biólogo que estudia la recuperación de este ecosistema degradado por una sequía persistente y la perniciosa acción del hombre, constituye el centro de Lodo, segundo largometraje de Iñaki Sánchez Arrieta, que pasó desapercibido en su estreno en 2020.
Y aunque solo tangencialmente podría incluirse en este grupo la poderosa O que arde (2019), pues ni denuncia ni invoca la relación del ser humano con la naturaleza como conflicto; alguno de sus motivos (la consecuencia de los incendios intencionados que matan los bosques gallegos durante los veranos) laten en el fondo de este relato de Oliver Laxe sobre el regreso a la casa familiar de un pirómano que ha cumplido condena por quemar el monte.
La nómina quedaría incompleta si al menos no recogiera una pequeña muestra del cine documental reciente, donde la denuncia emerge de un modo quizá más apremiante. Apunta a dos de las lacras medioambientales más dañinas. Una, la contaminación de los fondos marinos, que reflejan Mareas ocultas, de Mónica Cambra, cortometraje ganador del premio Doc-U del Docs Barcelona Festival en 2020, y Hondanar 2050 (2018), que Cesare Maglioni rodó en el Golfo de Vizcaya. Otra, el arrasamiento del litoral español a causa, de nuevo, de esa vieja pugna entre tradición y progreso, en Litoral, de Juanjo Rueda, Biznaga de Plata al Mejor Cortometraje Documental en el Festival de Cine de Málaga de 2020.
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