Así fue el exilio republicano español en el Norte de África
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Uno de los barcos que llevaban emigrantes españoles a Marruecos, Argelia y Túnez. Se muestra en la exposición ‘Del éxodo y del viento: exilio español en el Magreb (1939-1962)’ en Casa Árabe.
En estos días, una exposición de fotografías da a conocer algunos fragmentos del largo destierro que vivieron miles de los republicanos más pobres, en Marruecos, Argelia y Túnez. Llevar la historia más allá de los límites familiares y las fronteras académicas. Eso es lo que han propuesto los responsables de la exposición Del éxodo y del viento: exilio español en el Magreb (1939-1962). Hasta el 23 de marzo en Casa Árabe Madrid.
El magrebí fue, sin dudas, un exilio menos llamativo que el de los líderes de la República que tuvieron que atravesar a pie los Pirineos o los poetas perseguidos que cruzaron el océano Atlántico con salvoconductos de última hora. En efecto, las historias del exilio español en el Norte de África han sido bastante desconocidas en la propia España contemporánea, aunque se vinieran contando, en voz baja, entre diferentes generaciones.
Las fotos que documentan aquella travesía de los “perdedores” de la Guerra Civil habían quedado en el fondo de cajones de bisnietos que hoy hablan español con acento extranjero, porque las anécdotas que se confesaban de padres a hijos, posiblemente se volvieron nebulosas en los nietos. Mientras las décadas pasaban, algunos académicos comenzaron a rescatar esos documentos que pronto circularon casi exclusivamente entre muros universitarios, en publicaciones científicas y archivos de consultas muy precisas.
Ahora, José Miguel Santacreu, de la Universidad de Alicante, como comisario científico, y Juan Valbuena, como comisario visual, con el patrocinio del Ministerio de Política Territorial y Memoria Democrática y la coordinación de Casa Árabe, se han propuesto por fin dar a conocer, de manera más amplia, los rastros de aquella aventura africana obligada que comenzó en 1939 y duró, en la mayoría de los casos, hasta los primeros años de la década de los 60.
Los protagonistas fueron los rezagados de las trincheras –reales y metafóricas–, quienes carecían de los galones de los cuadros de la República, los que no pertenecían a partidos demasiado organizados y los más pobres. Eran, sobre todo, hombres jóvenes los que salieron del Levante o Baleares, en barcos o pequeños aviones, hacia Túnez, Argelia y Marruecos, cuando la derrota de su bando era inminente, a partir de finales de marzo de 1939. Una buena parte de ellos fueron militantes anarquistas, que no eran intelectuales reconocidos ni fueron apuntados por sus dirigentes para los viajes prioritarios con destino a México, Buenos Aires, París o Moscú.
Sus voces resultaron, por tanto, menos orgánicas, más dispersas, como sus vidas al sur del Mediterráneo, en territorios por entonces gestionados casi enteramente como colonias francesas.
“¿Dónde diablos estamos?”. Fue la pregunta que pronunció el albañil madrileño y militante de CNT Cipriano Mera, desorientado tras huir en avión desde el Levante hasta Argelia. A partir de ese momento, su vida se convertiría en una carrera de obstáculos (el primero, la fuga del campo de Camp Durand), en la que no faltaría ni siquiera una pena de muerte, con firma y sello de la dictadura franquista.
“El final de la Guerra Civil se conoce poco”, señala Valbuena. Lo que sí se sabe es que a finales de marzo del 39, la derrota a manos del bando nacional era un horizonte claro para los republicanos; entonces huyeron para salvar la vida, adonde pudieron y como pudieron. Por un largo tiempo, lo único que querían y que esperaban era volver a España. Estaban seguros de que aquello no duraría tanto.
Pero en el destierro, las ilusiones más cotidianas y la confianza en la política se desvanecen, sobre todo, cuando la realidad se pone tozuda y se parece bastante a una condena eterna. Así, la exposición está organizada conforme a una gradación de sentimientos que podrían ser los del exilio: miedo, indignación, esperanza y resignación.
La tarea curatorial se ha apoyado en la labor de un comité asesor integrado por Bernabé López García, Daniel Moñino Reyes, Eliane Ortega Bernabeu y Rafael Sebastiá Alcaraz.
Termina una guerra y empieza otra
Se calcula que unos 13.000 españoles llegaron a diferentes puertos del norte de África durante marzo de 1939. A ellos se sumarían posteriormente los 4.000 deportados a Argelia desde los campos de concentración de la Francia ocupada. En 1945, sin embargo, la cifra se había reducido a unas 8.000 personas, tras numerosas muertes ocurridas en los campos de detención y castigo, por el regreso de algunos ciudadanos a España, el alistamiento de otros con las fuerzas aliadas durante la II Guerra Mundial, los embarcados a América y los que prefirieron marchar a la Unión Soviética. Hacia 1962, ya finalizados los procesos de independencia en la región, se estima que permanecían allí (en los territorios de Túnez, Argelia y Marruecos) apenas unos 2.000 exiliados.
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La alegría de la mesa compartida. Familia de españoles emigrados al Magreb. Foto dentro de la exposición ‘Del éxodo y del viento’, en Casa Árabe, Madrid.
Habían cruzado el mar en condiciones lamentables, según explicaba Eliane Ortega Bernabeu –hija y nieta de exiliados republicanos, nacida en Orán– en una conferencia, casi una década atrás. Ortega Bernabeu, cuyo testimonio también se recoge en esta exposición, se explayaba acerca de las condiciones en las que llegaron a Argelia aquellas personas, enfermas y exhaustas, que “carecían de todo” y a las que, según el caso, “no dejaban desembarcar, eran sometidas a cuarentena, enviadas a la prisión civil de Orán, o a centros de internamiento urbanos, como paso previo al traslado a los campos de concentración en el Sáhara”.
Este recorrido histórico y emocional sobre el exilio español que constituye Del éxodo y del viento… habla precisamente del encadenamiento de desgracias a las que tuvieron que sobreponerse algunos de los derrotados en la Guerra Civil, que, creyendo salvarse de casi todas las maldades, se vieron luego acorralados, en tiempos de Vichy, en un territorio de colaboracionismo con el régimen nazi. No obstante, en el recorrido visual, hecho con la humildad que requiere el tratamiento del tema (con impresiones de fotos sobre madera), también hay lugar para la alegría de la mesa compartida durante los domingos en los campos y las imágenes de los reencuentros de las familias y los amigos, donde se intuye la complicidad del código común.
Asomándose por la borda del famoso barco Stanbrook –en el que huyeron más de 2.000 personas– se ven multitud de cabecitas, e incluso hay algunas sonrisas, en el puerto de Alicante. Tenían toda la vida por delante si conseguían llegar al otro lado del mar. Todavía no imaginaban que aquella era solamente la víspera de un tramo escandaloso de la historia europea contemporánea.
Con la ocupación nazi de Francia, en 1940, “se endurecen las condiciones en los campos y, en algunos casos, se utiliza a muchos hombres exiliados casi como mano de obra esclava, para empezar a construir obras titánicas, como las vías del ferrocarril de un futuro tren trans-sahariano, que uniera los puertos del Mediterráneo con Dakar, en Senegal”, explica Valbuena. La otra opción que se les ofrecía era alistarse.
Sin ninguna protección doméstica ni internacional, estos españoles pasaron un largo tiempo de miedo, que trocó en indignación, cuando se dieron cuenta de que otro gran conflicto bélico los atrapaba en el lugar equivocado. Conforme los aliados ganaban terreno al nacionalsocialismo en Europa, aquellos olvidados del norte de África pensaron que pronto le llegaría el turno de la liberación a España. Pero la esperanza se desvaneció en el 45, con el fin de la guerra y la caída de apenas algunos regímenes totalitarios europeos: aquellos acuerdos de paz entre los vencedores dejaban bien vivo, a salvo y con el horizonte despejado, el franquismo.
“A los socialistas y anarquistas de Rabat, tras muchas reuniones, conseguí convencerles de que se unieran a nosotros y que, cuando llegáramos a España, podrían zanjar sus discrepancias, pero ahora había que unirse para volver”, dejaba escrito Paquita Gorroño (López Cuadrado de soltera), a quien apodaban la pasionaria de Marruecos, un país que acabó eligiendo a pesar de haber conseguido un salvoconducto para viajar a América, quizá porque seguía soñando con restituir la República en su país, tan cerca y tan lejos. Y el tiempo dio su veredicto, pero no fue como ella lo esperaba: Paquita vivió hasta los 104 años; en 2017 terminó sus días en Rabat, la ciudad donde se había ganado la vida de múltiples maneras, incluso como secretaria del futuro rey Hassan II, en los años 50. Ella descreyó de la Transición y nunca volvió a España.
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Trabajos forzados de hombres exiliados para construir el ferrocarril trans-sahariano. La exposición ‘Del éxodo y del viento’ puede verse en Casa Árabe Madrid hasta finales de marzo.
La aceptación que elogió Camus
Con una dictadura en España que parecía ser eterna, los exiliados magrebíes se resignaron. Supieron que nadie iba a mover un dedo por ellos, por lo que algunos decidieron embarcar a América, otros regresaron corriendo riesgos a la Península ibérica y algunos se quedaron a vivir en ciudades como Orán y Argel, en Argelia, o en Casablanca y Rabat, en Marruecos (en este último caso, evitando a toda costa las ciudades del norte, las del Protectorado español e incluso Tánger). “Aquel contingente tan masculinizado consiguió, entonces, acercar a algunas esposas”, comenta Valbuena.
Imprescindibles han resultado en este recorrido los testimonios visuales de Segundo Costa –un fotógrafo aficionado que dejó huellas imborrables de los trabajadores del ferrocarril en el desierto– y los textos de Max Aub, quizá el nombre más destacado de aquel exilio, que llegó en 1941 como “indeseable” (expulsado de Francia por resistente) y acabó pasando cerca de un año en el campo de concentración de Djelfa (Argelia), uno de los más temidos, antes de poder embarcarse a México. De ese paisaje cotidiano escribió el poeta: “Allá donde llega el ojo, llega la nada, amarilla y parda”.
En las salas de la Casa Árabe de Madrid, el visitante puede trasladarse a esa meseta norafricana, con cuya aridez seguramente no contaban los Aviadores de la República que se fotografiaban una última vez antes de saberse derrotados. Valbuena hace hincapié en el valor de quienes tomaron fotografías de los días arduos de trabajo con los pies en la arena, bajo el sol africano, o las panorámicas de las casernas entre la nada amarilla y parda, porque las fotos familiares de aficionados suelen tener el “sesgo de domingo”, en el que todo el mundo posa y sonríe, en sus palabras.
Por último, nada mejor que una reflexión de Albert Camus, el otro de Argel: “Con frecuencia, la España del exilio me ha mostrado una gratitud desproporcionada porque los exiliados españoles lucharon durante años y, luego, aceptaron con dignidad el dolor interminable del exilio. Yo me he limitado a decir que ellos tenían razón”.
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