‘Ay’, un cuento negro para la noche de los zombis
Noches de difuntos, noches de santos, de zombis, de calabazas. ‘El Asombrario’ lo celebra con un relato tan bueno como espeluznante: ‘Ay’, de Lina Meruane, escritora chilena afincada en Nueva York, autora de las novelas ‘Póstuma’, ‘Cercada’, ‘Fruta Podrida’ y ‘Sangre en el ojo’. Este texto forma parte del libro ‘Disculpe que no me levante’, editado recientemente por la editorial Demipage (www.demipage.com), que recoge veinte cuentos de autores latinoamericanos en torno a la muerte, «cuentos que no son de terror, pero atemorizan».
‘AY’
Por LINA MERUANE
Ay, el olor ya se había levantado, lo había removido y revuelto el portazo de tu padre; yo apenas lo percibía pero él se asomaba al galpón y se ponía la mano sobre la nariz, sobre la boca, cerraba los ojos y con un hilo de voz nos alertaba del aire irrespirable, luego lanzaba un suspiro y partía hacia la calle en busca de la esquina. No era la esquina lo que buscaba, no eran los fierros retorcidos del accidente ni la sangre de los muertos. Tu padre iba en busca de la mano extraviada. La mano que habías perdido, Aitana, en algún lugar de la avenida. Ojalá nunca la encontrara tu padre en los alrededores del paradero, que no hurgara en los basureros, que no preguntara a nadie por tu mano en el comercio. Tu mano continuaría perdida y tú no tendrías que irte, Aitana; podríamos seguir aplazando la despedida.
Aguardábamos las dos (sobre todo yo, Aitana, sobre todo) el regreso de tu padre con las manos vacías. Pasábamos las horas repasando una y otra vez los pormenores del accidente, del accidente Aitana, ay, la infortunada tarde en que intentaste alcanzar esa micro que no iba a detenerse. Tan descuidada y desconsiderada, Aitana, pasaste junto a la cola despreciando la impaciencia de los que esperaban hacía horas en el paradero: todos esos trabajadores de la construcción que habían abandonado temprano sus huecos edificios de hormigón, las inefables secretarias con las tapillas gastadas por la demora, los estudiantes de uniforme, las madres, sus guaguas. Pero tú no los veías, Aitana, tú apurabas el paso hacia delante sin calcular el rencor que estabas provocando; eso nos dijo, esa noche, sin mirarnos el cabo de carabineros, que, haciendo revolotear tu falda, pasaste junto a los irritables oficinistas asfixiados por sus corbatas.
Ay, qué largas y desesperantes se habían vuelto las colas santiaguinas, siempre lo comentábamos, cuando llegabas, ya casi de noche: la vastedad de esas filas interminables como las horas, a la espera de una micro que por fin comparecía para que todos treparan sus escalones, se acomodaran en el borde del asiento, se fundieran o confundieran con otros pasajeros, o quedaran aplastados contra las puertas, sin aliento. Ay, decías, así es el penoso periplo de los peatones, así son las micros, una mierda que circula echando un humo fétido y contaminando el aire, así decías al llegar, al sentarte junto a nosotros a comer, es una mierda el transporte público de esta ciudad. Y eso mismo pensaban los que persistían en la cola esa tarde: así es, qué vamos a hacer si la micro no se detiene, ya se detendrá alguna, especulaban. Pero tú no, Aitana, tú no pensabas en nada mientras te colabas como una ciega, a tropezones; estabas desfalleciendo de hambre y no te percatabas de las penurias ajenas, solo procurabas acercarte lo suficiente para detener a la próxima micro, para aferrarte a ella, para adosar tu cuerpo a su chatarra.
Por eso levantaste el brazo y abriste la mano (tu mano ahora extraviada) como una pancarta, para que te viera el micrero que en ese momento arremetía por la gran avenida, ay, sí, los carabineros nos fueron contando que la micro se asomó a lo lejos. Nos explicaron: la micro venía embistiendo la calle colmada de pasajeros que la habían agarrado en el inicio del recorrido, y en ese momento avanzaba empecinadamente, abarrotada de brazos y axilas y juanetes; se acercaba al paradero ladeada por el peso mortal de los obreros que colgaban de sus fierros, esos cascados trabajadores agitando las manos, saludando a la hastiada cola con algo de sorna, con las bastas deshilachadas al viento, con los cordones zapateando una cueca brava en las aceleradas y frenadas del micrero. Es una hazaña, dijo el cabo compungido, cambiando de tercio, que no se les desgarren los dedos y salgan volando mientras los micreros se solazan sorteando obstáculos, precipitándose en furiosas carreras por las avenidas, siempre apremiados por cortar boletos, por terminar el turno. Mientras el cabo reflexionaba sobre los riesgos del transporte yo deducía que debía ser por eso que tú no llegabas, Aitana, no llegabas, no, aun sabiendo que a esas horas ya tendríamos la mesa puesta, la cazuela recalentada, el pan duro de tostar y retostar; que estaríamos sufriendo la angustia de tu tardanza, porque siempre sufríamos, sufríamos, ay, sufríamos siempre que te ausentabas, eso decías, y me mirabas a los ojos subrayando el siempre con esa nueva arrogancia de universitaria, sí, sonreías sopeando la marraqueta en la cazuela, explicándonos que era una enfermedad la del sufrimiento.
¿Una enfermedad? ¿Por qué decías eso? Te tragaste el pan ablandado como un hígado podrido y nos miraste con soberbia, y continuaste diciendo, con el dedo de esa mano entonces levantado, ustedes sufren imaginando tragedias que no existen. ¿Pero de dónde sacaste eso?, te pregunté retirándote el plato. Te limpiaste los labios con el dorso de la mano y, aclarando la voz, subiendo un poco más el tono y modulando, nos explicaste que nuestra conducta, nuestro comportamiento (sobre todo el tuyo, mamá, sobre todo el tuyo) revelaba los síntomas de una aguda deformación profesional. Eso dijiste y luego repetiste, ustedes sufren de una aguda deformación profesional provocada por la experiencia cotidiana del trabajo que realizan. Cómo me dolieron esas palabras tuyas, esa inflexión altanera que nos hundía en nuestra ignorancia. Estábamos descubriendo a una nueva hija, la Aitana universitaria de nuestras pesadillas. Nos quedábamos atónitos ante esa manera rotunda que tenías ahora al hablarnos, esa insolencia de maestra cincelada por el crédito universitario que nosotros habíamos decidido avalar con nuestro trabajo, ay, ese infeliz crédito fiscal que todavía estamos pagando.
Tanto arduo trabajo para que tú nos hablaras de todas esas cosas que aprendías cada día en el aula, todas esas palabras de tu poderosa mandíbula universitaria que con tanta energía le hincaba el diente al choclo de nuestra cazuela. Sí, era cierto, no entendíamos todo lo que nos decías pero no nos importaba, nos alegraba ver tus manos moviéndose en el aire junto a las palabras, tu cara encendida y sin deformaciones. Qué palabras más bonitas y raras nos traías. Solo años después hemos comprendido (sobre todo yo, sobre todo) que era verdad lo que nos decías: sufríamos porque andábamos viendo muertos a todas horas, porque trabajábamos días y noches con difuntos. Era por eso que la muerte se nos quedaba pegada, por eso cargábamos un olor mortecino, por eso entrabas a la casa abriendo todas las ventanas. Fue para aliviarte que durante ese largo invierno yo dejé las ventanas abiertas, para que no oliera a muerte. A muerte. Pero ese olor no se iba, Aitana, no se lo llevaba el viento. La hediondez en el galpón aumentaba y tu padre se acongojaba, y los vecinos empezaron a quejarse. Que se quejaran todos. Que llamaran a la policía. Ay, Aitana, a lo mejor tenías razón, tu padre y yo (pero sobre todo yo) estábamos enfermos de sufrimiento. Una enfermedad crónica para la que no había tratamiento. La muerte había deformado nuestra manera de ver la vida. Solo vislumbrábamos el estrago que se desplegaba en las ojeras de nuestros clientes.
Percibíamos el ocaso inminente en las espaldas retorcidas de las viudas que llegaban aferradas a unos brazos. Avizorábamos el fin en la mirada perdida de los huérfanos, esos pobres niños que llegaban junto a sus tíos o abuelos o padrinos a pagar la urna para sus padres. Ay, Aitana, pensábamos en ellos con desdicha pero jamás te lo decíamos, nos preguntábamos cuánto les quedaría después del entierro, cuánto tiempo de vida, cuánto dinero, sí, eso nos planteábamos cada día en el galpón de atrás, en la funeraria de barrio donde tu padre blandía el cincel y pulía los féretros; pero él, al menos, podía interrumpir el trabajo en cuanto aparecían los cadáveres, él torcía el rostro, él daba la vuelta y me dejaba a mí los clientes y sus papeles: el nombre del finado, la fecha de nacimiento, el certificado de defunción, las firmas en el contrato, las boletas de servicio, y, al final, el dinero, el dinero todo junto, nada de cuotas. En nuestra casa no se le fían ataúdes a nadie, sin plata no llegamos a un acuerdo.
Pero siempre llegábamos, y yo me metía discretamente el efectivo en un bolsillo mientras les acercaba una servilleta de papel donde pudieran sonarse. Era triste, era tan atrozmente triste que nuestra felicidad dependiera de sus tragedias, nuestro presupuesto de sus pérdidas, nuestra comida de sus cadáveres. Pero éramos felices también, algo felices, porque de sus estrujados bolsillos había surgido tu fresca felicidad universitaria. Nunca te lo dije, Aitana, pero tu felicidad no me hacía feliz más que un instante. Tu sonrisa era un puñal que se me hundía en la conciencia de ser madre: tu felicidad era otra posesión adquirida con esfuerzo, una propiedad que podía ser arrebatada en un instante. Y tú eras tan descuidada, Aitana. Tan despierta pero tan distraída. Ten cuidado con tu felicidad y la nuestra, pensaba al verte en el umbral de la puerta, con tu sonrisa, con la mochila llena de libros. Guarda bien esa felicidad que nos hace sufrir tanto, pensaba estremecida detrás de la puerta, con el ojo en la mirilla, y entonces te imaginaba levantando tu dedo universitario y señalando que nuestro sufrimiento (el mío, Aitana, el mío) era una aguda contradicción, una distorsión que habita tu cabeza, una forma de neurosis, y dejándome enredada en tus palabras te alejabas a toda carrera hacia la universidad.
A mí qué podía importarme que fuera una deformación o una neurosis o simplemente manía, un pecado de madre, un miedo terrible a perderte, qué más daba que mi sufrimiento tuviera un nombre dentro de un libro que yo no leería: yo seguía preguntándome en tu ausencia cuándo nos tocaría a nosotros eso que le sucedía a los demás. Cada vez que me miraba en unos ojos vacíos que mis manos cerraban yo me ponía a temblar, yo pedía no ser la última en morir sino la primera: que no me tocara enterrarte. Aitana, te decía a solas en nuestro galpón, las madres no estamos hechas para enterrar a nuestras hijas. ¿Cuánto tiempo te lo repetí con las ventanas abiertas? ¿Cuántos días con sus noches, mientras el frío nos congelaba los huesos? ¿Cuánto tiempo pasamos tú y yo ahí antes de que llegara la policía? No lo recuerdo. No me acuerdo de nada, fue como una larga y helada noche que nunca terminaría, una noche de días y noches en la que pensaba tantas cosas distintas que parecía no pensar en nada. Y no dormía. Y no comía. Y me aguantaba, no iba al baño para no separarme de ti. Fue durante esa noche eterna como un suspiro que comprendí por qué nunca habías querido entrar en el galpón. Te quedabas en la casa escuchando los martillazos que tu padre le daba a los ataúdes, sujetando largos clavos entre los labios. Te sentabas a esperar a que yo terminara de engalanar los cadáveres, de enfundar esas piernas tiesas en unos pantalones recién planchados, de abotonar camisas, de hacer nudos de corbata, de ajustar el mejor traje o vestido de la víctima y después cubrir con maquillaje las manchas de la piel y disimular las ojeras, los ocasionales moretones.
Porque en eso consistía mi trabajo. Los muertos tenían que quedar como vivos, la muerte debía verse elegante en su despedida, y en eso nos desvivíamos, tu padre y yo (pero sobre todo yo, sobre todo) aunque tú no quisieras verlo. Comprendí esa larga noche mientras te acompañaba en el reposo que tenías tanta razón en no querer meterte entre los muertos, Aitana, la muerte es una enfermedad contagiosa que terminaría por desquiciarnos (a mí, a mí) y tú lo percibías, tú me lo asegurabas con tu dedo acusador, mamá, ya no eres capaz de distinguir a un muerto de alguien que todavía respira, cualquier rictus te parece una mórbida sonrisa, ¿no te das cuenta, no te das cuenta, no te das…? (¿qué estás diciendo Aitana, cómo no voy a notar la diferencia yo?), no, mamá, es la distorsión crónica de tu cabeza. ¿Y en qué lugar de la cabeza está alojada esa distorsión?, te preguntaba con curiosidad, pero tú no lo sabías, no estabas segura de su ubicación exacta. Tampoco pudiste decirme esa mañana si la neurosis dolía, se lo preguntarías por la tarde a tu profesor en la universidad, tomarías nota y vendrías corriendo a señalar sobre mi cráneo el punto preciso.
Asegurabas que yo sufría de una aguda neurosis pero a mí no me dolía nada aparte del alma, ay, ay, el del alma era un dolor agudo en todo el cuerpo, me dolió el alma intensamente toda esa larga noche de espera, y aunque no me creas, Aitana, fue el alma más que el corazón lo que palpitó rápidamente cuando oímos los golpes en la puerta. En la cabeza nunca sentí nada, aunque tú insistieras que algo andaba mal ahí (en mi cráneo, Aitana, sobre todo en mi cerebro), porque yo padecía de extraños mareos cada vez que te atrasabas, porque yo me desvelaba y salía al patio a esperarte si daban las dos de la mañana y tú andabas en alguna fiesta, porque buscaba los números de los hospitales en la libreta mientras tu padre me quitaba el auricular, ¿qué estás haciendo mujer?, deja de marcar esos números que no pasa nada, nada, ¿comprendes?
Está bien, bueno, ya, me calmo, me siento, pongamos la tele un rato mientras viene, y por eso precisamente esa noche me tragué los nervios (era terror, terror, ¿por qué nunca llamabas para avisarnos?) mientras la cazuela se iba enfriando. Y esperé y esperamos, para que esta vez llegaras tarde pero no me encontraras al borde de un colapso; para que no me acusaras de tener un problema en la cabeza incluso dormité un rato en el sillón hasta que nos despertaron los golpes. La puerta. Debe ser Aitana (pero yo sabía que no porque tú no dabas esos golpes, tú tenías llaves de la casa), ¿quién será, quién podrá ser?, ¿un cliente desesperado?, me dije intentando calmar las palpitaciones de mi alma medio dormida pero a la vez demasiado despierta, mi alma estupefacta que no comprendía que tenía delante a los carabineros, la tonta de mi alma que no estaba comprendiendo lo que los carabineros explicaban esa noche cuando abrimos por fin la puerta y nos encontramos con esos terribles bigotes, con los inflamados pero solemnes ojos pardos del cabo que se identificó con rango y apellido y después nos preguntó nuestros nombres.
¿El señor y la señora García? Sí, sí. Y entonces puso aún más cara de circunstancia, y nos dijo no supe qué, nos dijo, ¿qué?, ¿un accidente?, yo solo escuchaba que tu padre me repetía automáticamente que te había arrollado una micro, ¿una micro?, ay, tu padre me repitió todo otra vez cuando se fueron como si él mismo no lo hubiera entendido. Según los antecedentes, dijo tu padre que había dicho el cabo de los ojos pardos, según el informe recibido tú te habías saltado la cola en el paradero, y al ver que te hacías la desentendida los oficinistas se enfurecieron, te amenazaron con sus corbatas en la mano, pero también los obreros se indignaron y empezaron a sacarte la madre (¿pero qué tenía que ver yo, sobre todo yo, con sus desgracias?), y las secretarias juraron arrancarte los ojos con los tacones gastados de sus zapatos, y los escolares agarraron piedras, y las madres, también las madres con las guaguas llorando. Y tú, había dicho el cabo, aunque quizá dijera y la señorita Aitana García, tu padre no estaba seguro pero daba lo mismo la formalidad en esa noche fría mientras yo temblaba, que la señorita intentó esquivar tanto las amenazas como las primeras piedras y se lanzó hacia la calle: te lanzaste al pavimento, te tropezaste hacia delante (lo sé, te estoy viendo) hacia la boca abierta del micrero que muy tarde te vio y aserruchó el freno pero ya la micro se deslizaba hacia delante con todos sus pasajeros.
El micrero y todos ellos pasaron por encima de tu falda y hubo montones de heridos, señor, señora García, lo siento, y unos cuantos muertos, porque muchos salieron expulsados en la frenada y cayeron de cabeza, de costado, hasta de pie cayeron con las hilachas de los pantalones empapadas en sangre, con los cordones enredados en el cuello, con los labios apretados y los ojos demasiado abiertos, y debajo de todos ellos, debajo de la micro, ay. Eso fue más o menos lo que nos dijeron esa noche, lo que tu padre tuvo que volver a explicarme ya casi de madrugada: que debíamos partir a la morgue de inmediato a recuperar lo que había quedado de tu faldita floreada de universitaria y de tu mochila, a distinguirte entre los restos de los demás accidentados. A eso nos abocamos en la penumbra, a arreglarnos el pelo, a lavarnos la cara, a vestirnos. Mientras tu padre se ponía la chaqueta yo metía en el termo la cazuela tibia, el arroz desintegrado, las zanahorias molidas, el repollo recocido y el choclo todavía íntegro sobre la coronta que estaba segura engullirías para aliviar el hambre. Salimos a la calle desierta todavía iluminada por unos débiles focos anaranjados.
Espera, le susurré a tu padre, espérate un momento, se me olvida algo, le dije, y él me miró desconcertado, qué haces mujer, vamos, vamos, ¿a dónde llevas esos calzones?, pero no alcanzó a disuadirme porque enseguida comprendió que eran tus calzones, que era tu comida, por si acaso, por si acaso, ¿no te parece?, y tu padre asintió con una enorme tristeza y me tomó de la mano con la suya llena de callos, me la tomó con suavidad, como hacía años que no me la tomaba, sujetó cada uno de mis dedos, y así, como novios desesperados nos detuvimos en la vereda a esperar un taxi de amanecida que apareció en el acto, a lo lejos, con las luces todavía prendidas. El taxista no nos preguntó la dirección porque sabía perfectamente dónde estaba la morgue y no dijo ni una sola palabra durante esos minutos eternos en los semáforos y tampoco quiso cobrarnos el recorrido: yo también soy padre de familia, dijo, y tu padre me espetó, vamos, vamos, porque estábamos apurados por sacarte de esa oscuridad llena de pasillos y de pabellones.
Detrás de una mampara, ahí estaban tu nombre y todas tus pertenencias, ahí estabas tú, ay, ay, en la camilla, cubierta completamente por esa sábana que yo quise quitarte de encima pero no, me dijeron, un momentito señora, espere, la señorita está durmiendo, no la despierte, sí, sí, tu padre dirá que no pero sí, oí clarito que me decían, está durmiendo, déjela descansar un ratito, y yo suspiré aliviada, y empecé a llorar despacito y hasta me soné con tus calzones pero me contuve, no llores, no sigas llorando, a Aitana no le gustan estos escándalos, te va a apuntar con el dedo y te va a decir que sufres demasiado, que ya te estás imaginando una desgracia, que tu cabeza deforme. Así que busqué en mi cabeza alguna imagen tuya que me alegrara, ¿y sabes qué se me vino a la cabeza?, tu cara de chica con granos de choclo en vez de dientes, qué graciosa te veías cuando hacías eso, y ese recuerdo me reconfortó, y empecé a reírme despacito pero pronto no pude aguantar la carcajada, eran unas risotadas estruendosas las que brotaban de mi cuerpo porque todo lo que veía era esa sonrisa amarilla de maíz, y por más que intentaba calmarme no podía, y me sacaron de la sala y tu padre se quedó adentro contigo y los forenses, mientras, afuera, una enfermera me ponía bruscamente una pastilla sobre la lengua y me obligaba a tragármela con un vaso lleno de agua.
Y yo trataba de no atragantarme con la pastilla que lentamente fue eclipsando la risa y adormeciéndome. Esas horas en la morgue están sumidas en una modorra, ay, tenía tanto sueño pero no debía desplomarme, yo tenía que regresar a esa sala fría donde estabas reposando y destaparte, tenía que acariciar tu ceja abierta y sangrante, lo único que quería en ese momento de intenso sopor era acariciarte la mano todavía alzada como pancarta hacia la micro que te vio, sin duda tuvo que verte porque alcanzó a frenar. Quería acariciarte esa mano pero había desaparecido. Nos dijeron que todavía la buscaban entre los fierros retorcidos y entre los arbustos, no sabían dónde estaba, quizá alguien, por error, por un terrible error, se la había llevado o la había lanzado al basurero, tu mano, Aitana, la mano del dedo levantado con la que agarrabas la coronta, la mano que había puesto granos amarillos donde faltaban dientes. Supe que no podrías descansar nunca sin esa mano, que debíamos esperar a que apareciera, y tu padre negoció con los forenses para que nos dejaran llevarte a casa mientras tanto.
De ese modo yo te lavaría entera, te curaría las heridas, te maquillaría los moretones y tendríamos tiempo para que de a poco me fueras contando todo; te preguntaría, Aitana, no creas que se me olvidó, ¿dolía o no la neurosis?, ¿en qué lugar de la cabeza se ubicaba ese dolor?, y tú imitarías las palabras altaneras del profesor, y yo te pediría, cuéntame cómo es esa vida universitaria que tanto te gusta y que yo nunca tendré, porque ya estoy vieja para eso y nunca tuve plata, sí, tendríamos tiempo mientras tu mano no apareciera, tanto tiempo, esta larga noche no acabará nunca, le decía a tu padre cada mañana, cuando él abría la puerta del galpón y me susurraba, algo inquieto, desde el umbral, que estaba empezando a oler mal, que olería mal por mucho que te lavara, que hedía incluso con las ventanas abiertas de par en par, pero yo no le hacía caso cuando empezaba con que era necesario poner la tapa y martillarla, que ya no hacía suficiente frío, que ya estaba amaneciendo, que pronto se quejarían los vecinos, que regresaría la policía, que darían vueltas los ataúdes hasta encontrar la causa, vamos, vamos, me decía tu padre olvidándose por un momento que yo soy tu madre, que no pueden obli garme a actuar en contra de mi hija, porque ¿y la mano?, le preguntaba yo, ¿se te olvidó que falta la mano?, Aitana necesita su mano para asistir a la universidad y tomar notas en su cuaderno, su mano para parar la micro y regresar por la tarde, la mano con ese dedo levantado de soberbia, ay, ¡la mano!, y tu padre torcía la vista poniendo cara de perro ultrajado, tiraba su martillo al suelo, lo pateaba lejos, y sin despedirse de nosotras salía a la calle dando un portazo. Salía a buscarla.
Nota: El texto original carece de puntos y aparte. Publicamos el cuento con varios párrafos para facilitar la lectura en este medio digital.
No hay comentarios