‘Azote’ de pueblos, campo, deseos, chismes y ‘olor a cerrado’

‘Azote’, primera novela de Antonio Maldonado Muñoz, es un homenaje a la tierra y a la memoria de su padre. Foto PXhere.
Autor de los poemarios ‘El paseo del cancerbero’, ‘Cementerio de barcos’ y ‘Luminiscentes’, Antonio Maldonado Muñoz publica ahora ‘Azote’ (Estrella del Norte, 2025), su primera novela. Un homenaje a la tierra y a la memoria de su padre hilvanada con los recuerdos de sus protagonistas. Alberto, incapaz de amar. Sara y Tomás, dos animales salvajes cuyo hábitat lo forman las calles del pueblo. Gregorio, el electricista poeta. Amalia, la terrateniente, fundadora de una saga marcada por el infortunio. Don Marino, el querido maestro de varias generaciones. Raquel y Nacho, urbanitas que llevan al mundo rural el emprendimiento… También jaras, carrascas, berreas, matanzas y verbenas, los chismes, las miradas indiscretas y el olor a cerrado. “No hay pueblo español, chico o grande, que no encierre una enseñanza”, escribió Azorín. Y al fragmento de la novela que publicamos hoy llegan los ecos de una frase de Alice Munro: “La gente siempre decía que el pueblo estaba muerto, pero en realidad cuando había un funeral era cuando más se animaba”:
“Rugía una moto de ciento veinticinco centímetros cúbicos. La guiaba el mismo hombre moreno de otras ocasiones. Nunca podía contemplar su cara nítida porque yo viajaba detrás, agarrado a su cintura. Nos desplazábamos sin casco. Solo veía su cabello moreno, despeinado por el viento. En un momento del trayecto apoyaba mi cabeza sobre su espalda. Conducía sin prisa, sin más luces que un cuarto de luna y las estrellas resplandecientes. Las Perseidas nos caían como granos de arroz sobre un matrimonio recién estrenado. El aire nos traía una mezcla de olor a tomillo, sonidos del campo nocturno y el deseo de la piel. Detuvo la moto tras girar por un camino de tierra batida. Acarició mis manos. Comenzó a girar su cara, me preparé para besarlo. Mi carne era una olla a presión. Me despertó el estallido. No quería abrir los ojos, la vergüenza me cegó. Me levanté cuando resultó demasiado molesto mantenerme entre las sábanas. No porque estuviesen mojadas, mi cama se transformó en un lugar inhóspito. A tientas corrí al baño para limpiarme. No podía aguantar en casa, ni siquiera era capaz de permanecer en mí. El reloj marcaba unos minutos más de las cuatro y diez, pero necesitaba una dosis de aire que mitigase mi angustia. Atravesé el umbral donde mi padre y yo habíamos ejercido de estatuas sedentes unas horas antes. La misma pesadilla me despertaba de forma recurrente y, en lugar de acostumbrarme, cada noche me atormentaba más. Parte de mí necesitaba que se hiciese realidad; y precisamente la realidad me lo impedía.

El escritor Antonio Maldonado Muñoz. Foto: Javier Arribas.
Salir a la calle no resultó una buena idea. Nadie me vio, solo una lechuza que había anidado en el callejón de al lado. Estaría cazando ratones, pensé. En ese momento deseé sufrir entre sus garras. Imaginé convertirme en el afortunado ratoncillo, pero la lechuza tomó el aspecto del motorista y su ululato empezó a sonar como la moto de mis tormentos. Me autodiagnostiqué demencia; lo mío no parecía normal ni tenía remedio. Continué mi paseo y en poco más de cinco minutos abordé las afueras del pueblo. En ese instante no se oían ni los grillos. Los múltiples ojos del cielo me juzgaban. Al momento vi el trazo flamígero de una estrella fugaz. Tenía el tamaño de mi culpa. Su luz brilló con una señal: debía solucionar mi problema. Seguí andando, quería vivir en el cielo acompañado de mi madre y mis abuelos, necesitaba observar las estrellas desde el otro lado. ¿Cómo podría hacerlo? El agua era la solución. Desde el agua pasaría al otro mundo. El agua formaba una puerta. El agua calma la sed, y yo tenía sed de morir. Puse rumbo hacia el pozo cercano al camino con dirección a la sierra, allí encontraría el agua que necesitaba. Pensar en el agua surtió efecto, pues durante el resto del trayecto olvidé por completo mis males. El moreno de la moto se había diluido. Solo pensaba en mi padre. El hecho de sobrevivir a un hijo debe de ser algo tan duro que no tiene nombre. Hay viudedades y orfandades con su dolor correspondiente, pero el dolor de un padre o una madre sin su hijo no aparece recogido en ningún diccionario. Me tranquilizó saber que mi hermano vendría a hacerse cargo de él. Tal vez se instalarían en el pueblo para cuidarlo o se lo llevarían a Barcelona; seguro se adaptarían a la nueva situación sin mí. Quizás esa sería la mejor opción, cambiar de aires ayuda a recomponer el mundo cuando se te ha caído encima.
Recordé las palabras de Don Marino, mi maestro. En la escuela nos explicó que el agua es el origen de la vida, por eso las personas se sienten tan felices frente al mar. Mirar al mar te acerca a tus raíces más profundas y de alguna manera te encuentras en casa. Yo no había visto el mar, pero lo sentiría desde el otro lado, como al universo, al viento o a los campos donde trabajaba; como a mi padre y a mi hermano. Llegué al pozo. Era el momento de caer al otro lado del espejo. No bastaba con saltar, aunque no supiese nadar. Don Marino nos había hablado de las masas y las fuerzas. Busqué la piedra más grande de los alrededores. Me tranquilizó comprobar que ya había desaparecido todo mi mal, y eso que aún permanecía en el pueblo. Encontré la piedra. Para mí dejó de ser una piedra, se trataba del pomo de una puerta hacia el más allá. Me acerqué al pozo. Solté el cubo enganchado a la polea fija para sacar agua. Liberé la soga de los horcones. Até a la piedra uno de los extremos. Fuerte. Con un lazo marinero me até el otro extremo al cuello. Apreté. Salté para regresar al origen. Continuaron las lágrimas de San Lorenzo”.
Antonio Maldonado Muñoz presenta mañana, domingo 16 de marzo, su novela ‘Azote’ en la Biblioteca pública municipal Iván de Vargas, Madrid (calle San Justo, 5). A las 12.30 h.
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