Un paseo por la belleza serena de templos y jardines de Kioto
En la hermosa película ‘Lost in Translation’ el personaje que interpreta Scarlett Johansson decide ir a pasar un día a Kioto desde la narcótica Tokyo en la que está instalada sin poder controlar el jet lag. Es una gran decisión. En Kioto se encuentran algunos de los más brillantes ejemplos de arquitectura tradicional japonesa, representada por antiguos santuarios y templos llenos de historia, la mayoría de ellos guarnecidos con jardines de gran belleza natural. Entre los templos que visita el personaje figuran el de Nanzenji y el Santuario Heian-jinju, sin duda dos visitas obligadas en la cuna de cultura japonesa.
Como el cine y la literatura han sido y son para mí buenos guías de viaje, me gusta reconocer espacios que he conocido a través de ellos y, cuando estuve en Kioto el otro día, me acordé de la película y de esa escena en la que Scarlett, en el jardín de Heian, participa de la tradición Omikujo, que consiste en adquirir unos pequeños papeles blancos que predicen la fortuna y que se cuelgan enrollados o doblados en ramas que dan lugar a una suerte de árbol parecido a un cerezo en flor cargado del peso ligero de la providencia.
Hay otros templos fundamentales en Kioto, como por ejemplo el templo de Kiyomizu-dera, construido en el siglo VIII, que fue posteriormente destruido por un incendio y se reconstruyó en el siglo XVII, siendo hoy la edificación tradicional más buscada y representativa de la ciudad, en parte porque ofrece unas privilegiadas vistas de ella.
No obstante, más impactante me resultó el templo Kinkaku-ji, más conocido como El Pabellón de Oro, cuya historia reconstruyó Yukio Mishima en la homónima y mítica novela, cuya trama se inspiraba de un acontecimiento real: el incendio en este caso provocado por el joven novicio budista de 22 años (en la ficción) llamado Mizogucho, un ser solitario y acomplejado que no puede resistir la belleza y la perfección del edificio que más ama, encarnación de la suprema perfección, único objeto de su deseo, que no se cansa nunca de admirar y que, al fin y al cabo, se interpone entre él y los demás, porque es tanta su belleza que le impide abrirse a otras relaciones afectivas o amorosas. Deslumbrado por el pabellón que no le permite llevar una vida genuina, decide liberarse incendiándolo, de manera que lo que vemos es una reconstrucción que, en cualquier caso, no puede ser más luminosa. Resulta emocionante observar este templo zen precedido por el lago en el que se refleja cuando la claridad del cielo enciende su generosidad. Tuve la suerte de que, cuando caí por ahí en una soleada y heladora tarde del mes de marzo, de buenas a primeras empezaran a caer de manera armónica delicados copos, igual que mariposas livianas, o como las hojas de los cerezos que con tanta cortesía nos recuerdan la fugacidad de la vida. Celebré el detalle comprando un helado de Matcha que degusté bajo la nieve recordando a Mishima y prestando atención a las paredes exteriores de las dos plantas superiores recubiertas con pan de oro. No sorprende que fuera designado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1994 y Monumento Histórico de la Antigua Kioto.
Sin embargo, aun así, la visita que más me gustó en Kioto fue la del templo Ryoanji, una inmersión en la espiritualidad y en la meditación: el jardín rocoso (o jardín de piedras) más famoso de Japón. Durante el periodo Heian, esto fue una villa aristocrática que devino templo zen en 1450 y pertenece a la escuela Myoshinji, de la secta Rinzai del budismo zen. Se desconoce la fecha de construcción del jardín y existen varias especulaciones sobre su diseñador, pero a nadie le importa, pues tal es su capacidad de seducción y su resistencia en el tiempo que uno permanece ante él rendido a su armonía. El jardín consiste en una parcela rectangular de piedras, rodeada de muros bajos de tierra. Sobre un mar de guijarros se posicionan 15 rocas dispuestas en pequeños grupos sobre parches de musgo. Se coloque donde se coloque el espectador, sea cual sea el punto de vista, al menos una de las rocas está siempre oculta, solo se ven 14. Cuando logré sentarme (obviamente descalzo y junto a un buen puñado de turistas), me rendí ante este jardín seco, Karesansui en japonés, un misterio intacto desde el siglo XV y que nos dice que la imposibilidad de ver todas las piedras es, al fin y al cabo, una suerte: no quieras abarcarlo todo, no está en el todo la perfección.
Ordenar y cuidar un jardín era un trabajo para los monjes que tanto precisaban su espacio de meditación. No tiene montaña al lado que lo embellezca, es un simple rectángulo, parece un cuadro pintado por un maestro. Aprecié el jardín desde el Hojo, la antigua residencia del sacerdote principal. Luego, en uno de los jardines traseros descubrí un abrevadero redondo de piedra que incorporaba a su cuenca cuadrada una inscripción zen, un lavabo de piedra para lavarse las manos antes de la ceremonia del té en la que vienen escritos unos caracteres:
Yo
Saber
Satisfacer
Solo
O sea, otras claves del budismo: saber satisfacerse con lo que se tiene.
Nada recargado, este es el jardín de rocas más emblemático del pensamiento zen, en el que se puede sentir el Wabi-Sabi; es decir, la belleza de la imperfección, además de la austeridad, la serenidad, la tranquilidad. Aquí vinieron la Queen Elizabeth y el Duke of Edinburgh en 1975 y se quedaron embobados, como demuestra la mítica foto que los retrató.
Monjes jardinistas famosos como Muso Soseki o Kobori Enshu lo han ensalzado, y el poeta Saisei Murou escribió sobre el tema. Al salir, le pregunté a un guía por las distintas interpretaciones que ofrece la disposición de las piedras; la que más me gustó fue la relacionada con la leyenda del tigre: La tigresa, cuando tiene tres hijos, como cada uno es diferente y puede ser que uno le salga pantera con ganas de comerse a un hermano, tiene que llevar a los hijos de un lado a otro pensando en no dejar a uno de los hijos con el hijo pantera que también es su hijo. La disposición de las piedras representa este rompecabezas mental de la madre que se pregunta cómo puede transportar a los hijos de un lado al otro.
Luego me marché pensando en la fascinación que despierta hoy el paisajismo y los jardinistas, y en lo bonito que resulta reivindicar uno que no precisa ser regado, y en todo lo que puede enseñarnos un sencillo jardín, y en la importancia de cuidar lo básico, de quedarnos un paso antes de la perfección, porque lo perfecto sería lo último, precisamente adonde no conviene llegar, por ser el final.
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