Blanca Li y Gaspar Noé: París en Madrid

Un momento del espectáculo de danza en realidad virtual ‘Le bal de Paris’, de Blanca Li. Foto: Teatros del Canal.

Este es el entretenimiento –y la reflexión– que nos llega de la capital francesa en estos días de diciembre del año covid. Por un lado, la coreógrafa Blanca Li ha estrenado, en los Teatros del Canal, su espectáculo inmersivo de realidad virtual para que el público baile un vals en Versalles y se olvide durante algo más de media hora de la maldita pandemia. Por otro, la última película de Gaspar Noé, ‘Lux Aeterna’, nos sumerge durante 50 minutos en un rodaje de ficción, pero con actrices que dan cuenta de lo que de verdad les sucede en las filmaciones, con directores inmisericordes.

Quizá la única razón para juntar estas dos obras tan dispares en un solo artículo sea que han coincidido en su momento de arribo a España, o simplemente que esta cronista las disfrutó con unas horas de diferencia. Puede que sea un capricho pero, en realidad, varias cosas nos arrastran a coser ideas sobre las miradas contemporáneas de dos creadores de los 60 –en las difusas fronteras entre el baby boom y la Generación X– sobre lo femenino, lo normativo, lo que aceptamos, porque ya tenemos así formateada la sensibilidad. También sobre la aceleración de los tiempos, nuestra capacidad de concentración y la impaciencia de la industria. O lo que le hacemos al cuerpo (más bien, lo que los hombres poderosos les vienen haciendo a los cuerpos).

Blanca Li y Gaspar Noé nacieron con unos días de diferencia: ella, en enero del 64 y él, en diciembre del 63. La coreógrafa, en Granada. El cineasta, en Buenos Aires. Ambos se instalaron en París muy jóvenes (él llegó de niño) y sus obras ya tienen el sello de la metrópolis, aunque el alma anclada en otros lugares. Ambos proponen cosas para teatro y cine de menos de una hora de duración (eso no es casual, ¿verdad?). Ambos han recibido el estímulo de sendas casas parisinas de alta costura: Chanel a Li, Yves Saint Laurent a Noé. Y, en este punto, los caminos creativos parecen bifurcarse. En un caso, al terminar la obra, dan ganas de seguir atravesando paredes que se desvanecen al paso de nuestras etéreas figuras (porque la realidad virtual nos ha habituado a deslizarnos por palacios, vestidas de Chanel, sin sentir el peso del cuerpo). En el otro, comprendemos cabalmente el sufrimiento que esconden unos cuerpos en los planos más venerados del cine, enmarcando obras de realizadores henchidos de vanidad y misoginia.

El vals de Blanca Li

Es puro entretenimiento, una ensoñación, con cielos de Disney, que nos deja bailar en algún salón del palacio de Versalles o balancearnos sobre barcas ajustadas a jardines con estanques llenos de sirenas y nenúfares inmensos. Le Bal de Paris es el vals al que nos invita la coreógrafa Blanca Li, en persona, porque en verdad ella parece disfrutar del acercamiento personal con su público, afectuosa y dedicada, mientras los integrantes de su troupe colocan a cada espectador el set de la realidad virtual (una mochila con el ligero ordenador que transmite esos paisajes de cuentos de hadas a los cascos con gafas).

Ya estamos listas las diez personas de cada uno de los cuatro espacios tabicados y previstos en los Teatros del Canal para la representación que combina imágenes virtuales con movimientos reales; nos acompañan tres bailarines que son los mismos que nos visten de Chanel y luego nos sacarán a bailar o nos guiarán por laberintos de setos bien podados. Cuando las gafas se enciendan, nuestros cuerpos se habrán estilizado mágicamente y luciremos trajes de etiqueta con pajarita o vestidos de lamé con tacones altísimos que, sin embargo, no nos harán doler ni nos molestarán para ir surcando los escenarios de un ensueño bajo control. Somos hombres y mujeres claramente diferenciados en nuestros atuendos de fiesta, portando máscaras satinadas con formas de conejos, renos o zorros. Nada fuera de la norma, ni un kilo de más en el abdomen, ni un par de zapatillas rotas, ni un tono discordante en el audio de las grandes orquestas que animan el vals: la fantasía relaja, sobre todo si uno se siente protegido. Sabemos que hay otros que se encargarán de las amenazas de cualquier tipo, contra el cuerpo o la mente. Nada que temer.

De golpe, jugamos frente al espejo a ser princesitas de cuento y sonreímos bobamente (¡cuánta falta nos hacía desde que empezó la pandemia!). Este vals es terapéutico, además, porque todo el mundo de esta realidad virtual parece gozar de la compañía de otras personas, en lugar de mirarlas con sospecha. Pasan unos cuarenta minutos de ficción sin riesgo ni provocación. Eso es todo. Aunque nos cuesta volver a la fuckin’ realidad de Bravo Murillo y Cea Bermúdez (la esquina de los Teatros del Canal en Madrid), porque en muy poco tiempo nos habíamos habituado a vernos en esas piernas esbeltas que terminan en tacones de aguja y a caminar con cierta seguridad atravesando paredes, sin miedo a los precipicios y esfumándonos entre arbustos y laberintos de jardines imperiales. Ahora cuesta volver a cargar este cuerpo que pesa, respetar las vallas y subir por escaleras, con las restricciones del mundo físico y las que agrega la covid 19. This is it. Hasta el 3 de enero.

La hoguera del cine, según Gaspar Noé

Ironía, ironía, ironía. “Eres la reina del pueblo cuando te llevan a la hoguera por bruja, todo el mundo te presta atención”, le dice Béatrice Dalle –con su sarcástico tono de dama experimentada– a Charlotte Gainsbourg, entre bambalinas, mientras esperan que arranque el rodaje de la siguiente escena de una película de hechiceras contemporáneas. Lux Aeterna empieza con una calma que no parece anticipar tempestades, pero sabemos que es Gaspar Noé y le conocemos las mañas. Aquí, nada de relajarse.

Vendrán, entonces, las escenas que narran lo que suele ser un rato de un rodaje cualquiera, con los agobios de los técnicos, la vanidad de algún director, las presiones sobre las actrices (porque en ellas todo tiene que estar adaptado a lo que los hombres quieren ver de una mujer, en la pantalla y fuera de ella), los cineastas en ciernes como cuervos rapiñando alguna promesa de financiación o un gran nombre para su cartel, los productores tramando traiciones y los periodistas-fans merodeando por el decorado. Entretanto, los llamados entre toma y toma de madres-profesionales que tienen que saber cómo han llegado sus hijos y sus hijas del colegio, y así van resolviendo cosas con la niñera, o preocupándose, a distancia.

Noé (Irreversible, Clímax, Solo contra todos) hace la película más feminista, más sabiamente feminista, y aliada de los últimos tiempos. Entre el correteo del set, las actrices cuentan pequeñas anécdotas de esto de ser mujer; cada tanto, a esa resignación cotidiana se la adoba con carteles conteniendo grandes frases de los admirados emperadores del cine, los que ordenan arte para sus huestes. Noé los cita en caracteres latinos, por sus nombres de pila (como se hace con las mujeres y los romanos): Jean-Luc, Rainer Werner, Carl Theodor. Y no podemos dejar de recordar las vivencias que se fueron conociendo acerca de los sufrimientos reales de las protagonistas de grandes títulos, en beneficio de las magnánimas obras con que nos obsequian los creadores imperiales.

Quizá por ser hijo de un talentoso y sensible artista plástico argentino que se exilió con su familia en Francia, en tiempos de la dictadura argentina, el realizador es un certero lector de su tiempo, un artista irrenunciable que esta vez organizó una hoguera de luces estroboscópicas, de corta duración (la película dura 51 minutos), para un proyecto llamado Self, comisariado por Anthony Vaccarello, producido por la casa Yves Saint Laurent, que se vio en Cannes y que las mujeres le agradeceremos con luz eterna.

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