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Hagámonos dueños de todos los dioses

Por bonsauvage, el 24 de mayo de 2017, en Buensalvaje Opinión

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Hagámonos dueños de todos los dioses

Las máscaras de Dios, de Joseph Campbell, donde se plantea el fenómeno del mito.

Ana March explica la concepción del mito de Joseph Campbell, que surge como una necesidad universal del ser humano, de su natural inclinación por el juego.

El filósofo Witold Gombrowicz reflexionó largamente sobre la exigencia a la que somos sometidos de ser razonables y el hecho de que los hombres están obligados a ocultar su inmadurez, pues a la exteriorización solo se presta lo que ya está maduro en nosotros. En su novela Ferdydurke plantea esta pregunta: ¿no veis que vuestra madurez exterior es una ficción y que todo lo que podéis expresar no corresponde a vuestra realidad íntima? Mientras fingís ser maduros vivís, en realidad, en un mundo bien distinto. Si no lográis juntar de algún modo más estrecho esos dos mundos, la cultura será siempre para vosotros un instrumento de engaño. «Cuando logremos compenetrarnos bien con la idea de que nunca somos ni podemos ser auténticos, que todo lo que nos define —sean nuestros actos, pensamientos o sentimientos— no proviene directamente de nosotros sino que es un producto del choque entre nuestro yo y la realidad exterior, fruto de una constante adaptación, entonces a lo mejor la cultura se nos volverá menos cargante».

Al hilo de esta reflexión el mitológo, Joseph Campbell (1904-1987), en su extraordinario libro, Las máscaras de Dios. Mitología primitiva Vol. 1 (obra en cuatro tomos que publica Atalanta), reflexiona sobre el hecho de que es el don de la misma inmadurez lo que nos ha permitido conservar en nuestros mejores momentos, los más humanos, la capacidad de jugar y que es gracias al juego, a la que pertenece la curiosidad genuina, que se dan los descubrimientos más asombrosos. Como apuntó el experto en psicología, Konrad Lorenz, quien haya experimentado en su propia persona la facilidad con la que la curiosidad del niño puede crecer hasta convertirse en el trabajo de un naturalista nunca dudará de la semejanza fundamental entre los juegos y el estudio.

Nietzsche creía que el niño no está enterrado del todo en el hombre, y por el contrario, Lorenz cree que lo domina totalmente. La capacidad del hombre para el juego, actitud que le acompaña —en el mejor de los casos— toda su vida, anima su impulso de crear imágenes y organizar formas de manera que éstas generen nuevos estímulos para sí mismo. La biología, psicología, sociología e historia de estas señales estímulo, explica Campbell, constituyen en cierto modo el campo de la ciencia de la mitología comparativa, ciencia que intenta devolver a la vida el punto de vista y el espíritu del hombre jugador (Homo ludens) que, como en los juegos de los niños «en los que —impávido a la trivial realidad de las pobres posibilidades de la vida—, el impulso espontáneo del espíritu a identificarse con algo diferente a sí mismo por el puro deleite del juego transmuta el mundo, donde, después de todo, las cosas no son tan reales, permanentes, terribles, importantes o lógicas como parecen». La nobleza del espíritu —tanto la del niño como la del hombre—, la otorga la gracia o habilidad para jugar:

«El juego pertenece a Aquel a quien pertenece la Eternidad, y la Eternidad a Aquel a quien pertenece el juego.» Ramakrishna

Todos conocemos el dispositivo por el cual, para el niño, el mundo se puede transformar de trivial en mágico, es una convención y su inevitabilidad en la infancia es una de las tantas características universales del hombre que nos reúne en una sola familia, apunta el autor. Por tanto es un dato primario de la ciencia del mito. El ego infantil —que no está comprometido, carece de conciencia de sí mismo como diferente del universo y fluctúa sin ataduras, sin preocuparse por las convenciones de la escena local— se disuelve para reorganizarse en un ritual y una experiencia auténtica. La actitud de la mente representada por el propio juego, donde lo principal es lo “divertido” del juego: «En todas las frenéticas imaginaciones de la mitología está jugando un espíritu divertido, escribe el filósofo e historiador J. Huizinga, entre los límites de la broma y lo serio.»

El espíritu festivo, la fiesta, lo sagrado del ceremonial requiere que la actitud normal hacia las preocupaciones del mundo se abandone temporalmente en favor de una particular disposición. «En los santuarios religiosos, donde una atmósfera de santidad flota en el aire, no se puede permitir que interfiera la lógica del hecho frío y simple y deshaga el hechizo». Los positivistas que no pueden o no quieren jugar, deben ser mantenidos aparte. De ahí las figuras guardianas que flanquean la entrada a los lugares sagrados: leones, toros, terribles guerreros con espadas desenvainadas. Su función es la de impedir la entrada a los defensores de la lógica. Y es el arte quien durante millones de años ha conservado esta capacidad innata del hombre de transmutar el mundo. El ojo del artista, escribió Thomas Mann, tiene una forma mítica de ver la vida; por tanto, para comprender el arte y la cultura, y en última instancia, a nosotros mismos, debemos acercarnos al reino mitológico, apunta el autor, pero a sabiendas de que cuando el mito es tomado literalmente, su sentido se pervierte; pero también, recíprocamente, cuando se desdeña como un mero engaño de sacerdotes o como señal de una inteligencia inferior, la verdad sale por la otra puerta. En los mitos podemos encontrar no solo indicios de los más hondos secretos de las culturas avanzadas de Oriente y Occidente, sino también de nuestras más íntimas expectativas, respuestas espontáneas y miedos obsesivos.

Campbell dedicó doce años a la investigación y comparación de los mitos ancestrales humanos, llegando a la conclusión de que la historia cultural de la humanidad es una unidad, pues los mismos temas y elementos, tales como el robo del fuego, el diluvio, el mundo de los muertos, el nacimiento virginal y el héroe resucitado, por citar algunos ejemplos, se encuentran, en distintas combinaciones, a lo largo y ancho del planeta. «Aún no se ha encontrado una sociedad humana en cuyas liturgias no se hayan puesto en práctica tales motivos mitológicos, en la que estos no hayan sido interpretados por profetas, poetas, teólogos o filósofos, presentados en el arte, magnificados en canciones y experimentados en visiones enaltecedoras de la vida». Tanto en los relatos contados para entretener o en contextos religiosos, escribe Campbell, la crónica de nuestra especie, desde la primera página, no solo ha sido una enumeración del progreso del hombre hacedor de herramientas, sino también, más notablemente, una historia de la aparición de irresistibles visiones en la mente de los profetas, así como de los esfuerzos de las comunidades de la tierra por encarnar alianzas sobrenaturales. Cada pueblo ha recibido su propio sello y signo de un destino sobrenatural, comunicado a sus héroes y comprobado cada día en las vidas y experiencias de sus congéneres, consciente o inconscientemente.

Se abre así un problema fascinante, tanto psicológico como histórico. Aparentemente, afirma el autor, el hombre no puede sostenerse en el universo sin creer en algún orden de la herencia general del mito. De hecho, agrega, la plenitud de su vida parecería incluso estar en relación directa con la profundidad y amplitud, no de su pensamiento racional, sino de su mitología local.

Las huellas comunes de todas las mitologías tienen como principio el sufrimiento, explica Campbell, surge de la materia prima de todo lo que es grave y constante en el ser humano. Tanto como en la tragedia griega, el rito transmuta el sufrimiento en éxtasis, produciendo una purgación del espíritu al alterar el foco de la mente. «El arte trágico es correlativo de la disciplina llamada en el lenguaje de la religión “purificación espiritual” o “despojamiento del yo”». Liberado de las ataduras a la parte mortal a través de la contemplación y corrigiendo a través de la catarsis trágica —y aquí cita a Platón— «aquellos circuitos de la cabeza que fueron descompuestos por el nacimiento, aprendiendo a conocer las armonías […] del mundo». El ser humano, simultáneamente, se une en la piedad trágica con el «sufriente humano y en el terror trágico con la “causa secreta”, conocida no con terror, sino a través del éxtasis. Su único testigo, afirma Campbell, es el espíritu perfectamente purificado que ha ido más allá de los linderos normales de la experiencia humana, del pensamiento y el habla. Sin embargo este impacto ha sido experimentado y traducido por muchos en esta tierra y ha sido descrito en mitologías e himnos triunfales de los místicos en diferentes lugares y épocas. Sin lugar a dudas, es una experiencia a nuestro alcance, y quizás podría considerarse incluso la experiencia suprema entre lo que es “grave y constante” en el sufrimiento y en la alegría del ser humano».

En el pasado primitivo, la desigualdad propia de todo grupo y la necesidad de coordinación esencial en toda comunidad se superó gracias a una suerte de golpe de genio intuitivo, cuando el orden del universo, en el que la desigualdad y la coordinación son asimismo esenciales, se tomó como modelo, y la humanidad aprendió de las estrellas. Un orden cósmico del que cada ser humano se sentía parte. En todos los sistemas arcaicos, la mitología de una armonía natural que coordinaba la humanidad y el universo ejerció su fuerza sobre los distintos órdenes sociales, de forma que la brutalidad de los sistemas antagonistas y los intereses contradictorios se debilitaron, se hicieron más hermosos, y enriquecieron de manera significativa mediante la operación del principio de temor reverencial de la mente ante el misterio percibido del mundo. Un misterio, concluye el autor, cuyo espíritu puede ser devuelto por los instrumentos de la ciencia.

El culto ha servido como un mecanismo mágico para garantizar la abundancia de alimentos y de crías, el poder sobre los enemigos y la unión de los individuos al orden de su sociedad. Pero el sentido y la experiencia del misterio hacen que se trascienda el horizonte limitante de la comunidad temporal, su sabiduría, su iluminación, su sentido y experiencia del poder del universo, tienen un valor eterno. La liberación de la servidumbre opera a través del contacto con un principio superior, del disfrute desinteresado y la autodisolución en un ritmo de belleza, que ahora se llama estético, pero que antes se llamaba, más vagamente, espiritual, místico o religioso, explica el autor. Las necesidades biológicas del disfrute y el dominio (con sus opuestos, el odio y el miedo), así como la necesidad social de evaluar (como bueno, malo, verdadero o falso), simplemente se anulan, opera una liberación de la ley o la moral local, sobreviene un rapto de éxtasis o pura experiencia en el que la autodisolución y la elevación son lo mismo. La mente se libera por un momento, por un día o quizás para siempre de la ansiedad de disfrutar, ganar o ser correcto que nace del entramado de nervios en el que los hombres se encuentran atrapados, y una vez disuelto el ego, ya no hay nada en la red, sino vida, que está en todas partes y para siempre.

Y con estas bellas palabras, concluye Campbell:

«La mitología, y por tanto la civilización, es una imagen poética, supernormal, concebida como toda poesía en la profundidad, pero que se muestra susceptible de interpretación a distintos niveles. Las mentes superficiales ven en ella el escenario local; las más profundas, el primer plano del vacío (o iluminación); y en medio están todos los estadios del Camino desde lo étnico hasta la idea elemental, desde lo local hasta el ser universal, que es Cada Hombre, como él a la vez sabe y teme saber. Porque la mente humana, en su polaridad de formas de experiencia por parte del hombre y la mujer, en su paso de la infancia a la madurez y la vejez, es su dureza y en su delicadeza, en su diálogo continuo con el mundo, es la zona mitogenética última, la creadora, la destructora, la esclava y sin embargo dueña de todos los dioses».

¿Jugamos?

 

Ana March (Argentina, 1978) Trotamundos. Editora y periodista en la revista Observaciones Filosóficas, colaboradora en Culturamas, Almanaque Literario (Universidad de Guanajuato, México) y Viejo Topo.

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