Una bulliciosa e hiperactiva ‘Cenerentola’ abre la temporada del Teatro Real
Tras un año de sobresaltos, tristeza e incertidumbre, abrir la temporada operística 21/22 con una ‘Cenicienta’ se antoja casi como una decisión inevitable del Teatro Real. Un Rossini fácil, amable, divertido y transportador. Y más todavía si se opta por esta hiperactiva producción de ‘La Cenerentola’ de las óperas de Oslo y de Lyon de 2017 que firma el director de escena Stefan Herheim. Un espectáculo que parece estar diciendo a cada segundo: ‘Olvidemos los dramas, divirtámonos, pero de verdad’. Tanto, tanto, que en algunas ocasiones la bufonada se pasa de frenada.
Sobre el escenario el mensaje está claro. No hay lugar para la tragedia, tan solo una fábula resumida en el subtítulo del libreto de la ópera de Jacopo Ferretti, basado en el cuento Cendrillon (1697) de Charles Perrault: ‘El triunfo de la bondad’. Y ojo, visto el gran número de políticos sentados en el patio de butacas durante el estreno el pasado día 22, la moraleja se hacía imprescindible. La virtud, la generosidad, la tolerancia y la honradez deberían sobreponerse al altísimo volumen del ruido y la mezquindad del odio que parece estar instalándose en las instituciones.
Como muy acertadamente recuerda el director artístico del Teatro Real, Joan Matabosch, en el texto al programa de mano, Stefan Herheim se decanta en su propuesta por hacer una lectura del cuento de Perrault más cercana a Lewis Carrol. Son tantos los planos de ficción dentro de la realidad y realidad dentro de la ficción que en ocasiones resulta un poco complicado saber dónde estamos. La idea en principio es buena. Llovido del cielo de las manos del mismísimo Rossini -multiplicado en esta producción hasta el infinito- un libro cae a los pies de una empleada de la limpieza, nuestra cenicienta. Ella, con su omnipresente carrito de limpieza, lo recoge y comienza a leer. Al fondo, el fuego de una chimenea cobra vida y se convierte en la madriguera del conejo de Alicia o en el espejo a través del que pasaba a un mundo de fantasía en el que todo es posible.
Y todo significa todo. Desde un homenaje de la orquesta al famosísimo tono de teléfono Nokia, pasando por un cameo del director musical Riccardo Frizza que abandona el podio para subir al escenario al principio del segundo acto y hasta unos bailecitos burlescos del coro, que va disfrazado por completo del propio Rossini como si estuviéramos en un cuadro de Magritte, al ritmo de las coloraturas de la protagonista en el segundo acto. La dramaturgia de esta producción no da tregua. Es trepidante, con mucho movimiento de elementos que no siempre funcionan a la perfección y en ocasiones resultan demasiado ruidosos. Sobre todo cuando gran parte de los cambios escenográficos y hasta de vestuario se llevan a cabo a la vista del público. Elementos físicos a los que se suman unas proyecciones que parecen herederas de aquellas infalibles de La flauta mágica de Barrie Kosky, salvo que en esta ocasión tienden demasiado a lo camp. Así como el cuestionable vestuario de toda la representación. Sin embargo, las cosas terminan por funcionar. Herheim logra algunos cuadros adorables como la transformación de Cenicienta y, sobre todo, la escena del vuelco de la carroza del príncipe.
La dramaturgia es en ocasiones excesiva. La pluma que escribe el cuento pasa de mano en mano en escena con tanta facilidad que ese juego de muñecas rusas de fantasía dentro de la fantasía dentro de la fantasía se convierte en un laberinto que sigue siendo intrincado, pese a la sorpresa final que parece cerrar un círculo perfecto.
En lo musical llegó lo mejor de la noche. La orquesta estuvo fantástica bajo la dirección de Frizza con seguridad y cuidando en todo momento a los cantantes sobre el escenario. El coro de hombres, como pide la partitura, impecable pese a tener que hacer en ocasiones hasta de tramoyistas. La mezzo Karine Deshayes estuvo muy correcta en su papel. Tal vez le faltó algo de soltura en algunos momentos y tuvo que lidiar en ocasiones con lo intrincado de la coreografía. El tenor Dmitry Korchak en el papel de Don Ramiro fue de los más aplaudidos; los barítonos Renato Girolami (Don Magnífico) y Florian Sempey (Dandini) hicieron gala de la potencia de sus voces al mismo tiempo que desplegaron una espléndida dosis de buen hacer actoral en dos de los papeles más cómicos de la ópera. El bajo Roberto Tagliavini (Alidoro), y la soprano Rocío Pérez (Clorinda) y la mezzosoprano Carol García (Tisbe) completaron un elenco muy compacto que salió más que airoso de los intrincados conjuntos que se desgranan en la partitura.
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