Camarón : 25 años de su muerte y uno de sus últimos retratos

Retrato de Camarón de la Isla dos meses antes de su muerte. Foto: Victoria Iglesias.

Retrato de Camarón de la Isla dos meses antes de su muerte. Foto: Victoria Iglesias.

Mañana, 2 de julio, se cumplen 25 años de la muerte de una de las voces más grandes que ha dado España, Camarón. Tenía 41 años. Victoria Iglesias estuvo en EE UU con él y su familia solo dos meses antes de su fallecimiento, en mayo. Había acudido para realizar un reportaje periodístico sobre el viaje del genio del flamenco para tratarse el cáncer de pulmón. La reportera nos cuenta ahora cómo fueron aquellos días. La ternura y respeto que le transmitía José Monje Cruz. Y cómo hizo en el aeropuerto uno de los últimos retratos del gran Camarón. «Échame una foto, Victoria».

Él soñaba sobre el tiempo… (suena la música de La Leyenda en mis cascos) flotando como un velero y ahora yo, de nuevo, me preparo para viajar al corazón del tiempo sobre aquel sueño hundido hasta los cabellos.

Mi música, cuando ocurrió, fueron esas palabras, las de Lorca en el aire de Minneapolis moviéndose como un remolino que sólo al posarse me dejaron levemente hablar. Así fue para mí el flamenco, aquel al que puso voz José Monje Cruz. Algo que empezaba con palmas suaves y se rompía como una cascada que inundaba las entrañas, que se dibujaba como un hilo que al estirarse te encogía, que te doblaba para llevarte a la esencia, al silencio, a entornar los ojos, al quejío. Entonces yo era muy joven para diluir lo que sentía al ver en lo que se había convertido el niño al que llamaron Camarón.

Al principio mirábamos al cielo para buscarle, al lado de las nubes, pues quizás estaba en alguna de esas ventanas ancladas en las moles altas de ladrillos y cemento, tumbado en la cama, moribundo. Pero en cuanto apareció encabezando el cortejo, pequeño, delgadito y estirado; y arreglado hasta sus calcetines blancos a lo Michael Jackson (luego nos contó que le escuchaba) supe, con sorpresa, que todavía no estaba muerto.

La clínica Mayo es una ciudad con hoteles, restaurantes… y tiendas que se unen con el hospital por túneles y pasadizos. La cama de los Monje está en el hotel Kahler en la tercera planta.

Su recepción, con su moqueta estampada y algunos muebles de madera, puede parecerse a la de un hotel americano cualquiera; pero en el hall un día te encuentras una camilla y al día siguiente una silla de ruedas; en el baño del dormitorio unas barandillas y en el restaurante una señora, o varias, con peluca…; y eso no es, exactamente, un hotel americano cualquiera.

Creo que como un antiguo guerrero en un baño de espuma, así de perdido se siente aquí el de San Fernando; y La Chispa y el representante y la sobrina. Como nosotros tenemos coche, y hablamos español, una semana entera estaremos todos juntos por el suelo frío de Rochester aún siendo primavera.

Camarón al andar, sube la barbilla, canturrea -“le da miedo haber perdido la voz con las inyecciones”, dice su mujer. Se atusa la melena que todavía conserva brillante y recoge el tiro de su chaqueta de cuadros que levanta el viento por las esquinas. Somos la troupe peculiar que veo reflejada, de repente, en el escaparate de una tienda de música en Mapache Mall.

El cantaor se ajusta el pañuelo del cuello, pero la chica al otro lado del mostrador no mira. Entonces, me separo, disparo y la luz del flash estalla; ya está, ya es de nuevo una estrella, y es en ese momento cuando la dependienta acude solícita. Y aunque él espera encontrar flamenquito del bueno -es lo que pone en un cartel-, apenas salimos sonrientes con Live, de los Gipsy Kings.

Sigo luego por las calles, me doy el gusto de correr delante de ellos y parar en seco. Y les hago la foto a la vez que pienso: “Mirad, aquí va una estrella con toda su trompee”, mientras veo que los yanquis (de camisa floreada, pantalones sueltos de pinzas y deportivas), que suelen parecer tan cuadrados, y tan puros, contrastan con el líquido rojo e “impuro” del duende atormentado que ha sido siempre Camarón. Algunos se dan la vuelta, movidos por mi flash, ante el cantaor que clava el talón de sus suelas de cuero mientras seguimos camino por la calle Broadway hacia el restaurante Michaels, que les gusta mucho.

Allí, José quiere “puré de papas” y Candado, el representante, traduce: “Sí. Puré de potatoes”. La Chispa y La Juana (su sobrina) se ríen: “Eso, puré de papas”.

José mira indeciso la sopa con tropezones. El primer día, cuenta La Chispa, como no les entendían, se salieron sin comer; y el segundo se hicieron un lío con el melón y el water melon; pero creo que Camarón, mientras le da vueltas a la cuchara, sueña en cambiar esa sopa por el gazpacho de La Venta y convertir el aire americano en el de su bahía, y cambiar el asfalto de esta ciudad por la arena de su playa en la que se ve pronto sentado en alpargatas y con sus niños por ahí, dando vueltas alrededor.

«Échame la foto».

Hay una hilera de sofás de escay granates con mesitas blancas. Estamos los dos solos (el resto está arreglando billetes y de compras). Es un rincón tranquilo en el caos del aeropuerto. Todo el mundo está nervioso. Atlanta es una ciudad incendiada, las revueltas van de un lado a otro del país; pero sobre todo son graves allí y en todo Georgia.

Han absuelto a los cuatro policías acusados de apalear a Rodney King en Los Ángeles. La tensión se nota dentro del aeropuerto, también en el personal, la mayoría negros. Todos los vuelos sufren retrasos de varias horas. Ya casi al final del día, José pitaría en la puerta de embarque tantas veces como abalorios llevaba, incluido el cinturón y los zapatos, que tendría que quitarse más de una vez.

No sé qué hora es. La cámara me pesa en el cuello después de tanto tiempo. Llevamos tres vuelos (de Rochester a Minneapolis y de ahí a Chicago, donde sufrimos una gran tormenta); así que al aterrizar en Atlanta estamos cuajados.

Él no se queja nunca; pero sé que le duele el cuerpo. Es un gesto que hace, frecuentemente, el de llevarse la mano a los riñones y arquear la espalda. Hemos dejado a un lado nuestra silla de ruedas llena de bolsos y maletas (la cogí prestada y estuvieron a punto de detenernos) y nos comemos un helado de vainilla en nuestros austeros asientos. Creo que somos como una isla. Hace unos minutos, según discutía con el policía, él me miraba tranquilo y confiado.

A pesar del agotamiento, los ojos de José están, de repente, alegres.

Una idea le sacude: volverá a Nueva York, y se entusiasma con ello como un niño. Camarón se rompe de vez en cuando como un niño, como aquel que nos ha buscado, días atrás, en el bar del hotel para pedirnos un cigarro; o el que se ha fugado con nosotras en el coche para escapar de la familia; o como ése al que le ha dado miedo la inyección (allí le pusieron muchas). Yo le digo que iré a verle y le haré fotos, pienso (también como una niña).

Ahora se quita el sombrero y lo deja a un lado; después se remanga, lleva una chaqueta roja con camisa y pantalones negros. Saca una baraja francesa y a medida que reparte cartas me fijo en el brillo de sus anillos de oro, casi uno en cada dedo, y creo que escucho por primera vez el tintineo de sus pulseras “tirititran-tran-tran”, que siento casi como una alegría y de las que veo saltar un pequeño y dorado camarón. Me detengo en los tatuajes de su mano izquierda: una luna creciente y una estrella; y me los explica muy bajito. Dice que jugamos al Robi, pero yo echo las cartas a voleo. Carraspea y me regala unas notas. No se te ha ido la voz, le digo.

Soy ahora como “el agua clara que baja del monte” y me siento como la luz tenue de aquel rincón. Después saca un cigarrillo, se lo pone en la boca y me mira. Veo sus ojos tiernos y brillantes. Es persona que habla poco y, a veces, hace como si no estuviera. Sus movimientos son lentos, casi siempre como a punto de arrancar. Una luz verde cae detrás de nosotros y una luz dorada envuelve su rostro y le ilumina.

De repente, vuelvo a recordar y a verle como un hombre que se muere. Yo creo que lo sabe. Rebusca de nuevo en su chaqueta hasta que pilla un mechero en el bolsillo. Oigo el chasquido y sé que algo se prende y es algo mucho más que una llama: “Échame una foto”, me dice.

(Fotografía realizada el 2 de mayo de 1992, justo dos meses antes de su muerte. Mi agradecimiento a Consuelo Font, mi compañera en este viaje, y a Carlos Carnicero, “el padrino”).

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