Carlos Pedrós-Alió: ¿Con cuántos seres vivos compartimos la Tierra?
Carlos Pedrós-Alió es investigador en el Centro Nacional de Biotecnología (CSIC, Madrid) y su interés científico se centra en la diversidad y ecología de los microorganismos acuáticos. En su último libro: ‘Biodiversidad. ¿Con cuántos seres vivos compartimos la Tierra?’ (Colección Divulgación, CSIC-Catarata), el autor relata “la aventura humana, en la que han participado muchas personas a lo largo de la historia, para nombrar y clasificar a todos los seres vivos que comparten con nosotros la Tierra”. Una tarea titánica que nos permite conocer mejor el mundo en que vivimos y nos hace conscientes de nuestra propia fragilidad como especie.
Uno de los propósitos del libro es explicar por qué hay tantos seres vivos y por qué es tan difícil estudiarlos a todos, ¿puedes adelantarme algo?
En una conferencia, el científico Robert May dijo una frase que se me quedó grabada: “Tenemos un catálogo de todos los cuerpos celestes que nuestros instrumentos pueden detectar en el Universo, pero no sabemos con cuántos seres vivos compartimos la Tierra”. Es tremendo, ¿no? Esto lo dijo en los 90, pero han pasado 30 años y seguimos igual.
Entonces, ¿aún no sabemos cuántos seres vivos hay en el planeta?
Se han hecho muchas estimaciones, pero son muy diferentes unas de otras. Una muy reciente estima que hay unos ocho millones y medio de especies solo de animales y plantas. Eso sin tener en cuenta los microorganismos, que son los más abundantes y diversos.
Con las bacterias se comprende que hay muchas dificultades. En primer lugar, para describir una especie la tenemos que aislar en un cultivo, pero el problema es que, en la naturaleza, las bacterias viven mezcladas con otras con las que, además, intercambian sustancias. Así que en muchas ocasiones no es posible, o no tenemos el conocimiento suficiente como para recrear esas condiciones que permitan que la bacteria crezca en un cultivo aislado.
En general, cuanto más pequeño es un organismo, más dificultad tenemos para estudiarlo. Por eso, en cuanto a los microorganismos, nuestra ignorancia es superlativa.
¿Cómo abordamos entonces la pregunta de cuántas especies de microorganismos hay?
Hay dos estimaciones, que se han hecho de manera independiente, y que indican que habría un billón, es decir, un millón de millones de especies de bacterias. ¡Es como para echarse las manos a la cabeza!
Algunas de estas aproximaciones se basan en el tamaño: hay una ley de macroecología que dice que, cuanto más grande es el organismo, menos especies hay. Por ejemplo, hay pocas especies de animales del tamaño de un elefante o una ballena. A partir de eso se pueden ir haciendo extrapolaciones para dar un cálculo aproximado.
Supongo que con animales y plantas la cosa será más fácil…
Pues también es muy complejo, y eso es lo que a mí me alucinó. Hace unos años leí que un botánico, Octavio Arango, acababa de describir una nueva especie de bejeque, que son unas plantas endémicas de Canarias. La había descubierto en la península de Anaga (Tenerife), que es un sitio concurridísimo, donde todos los habitantes de Santa Cruz salen a pasear, a correr, a hacer picnic… ¿Cómo es posible que alguien pueda describir una nueva especie en un sitio así?
Le pedí acompañarle en otra de sus expediciones a Canarias, en concreto a La Palma, y pasamos allí una semana buscando especies. Me di cuenta de lo difícil que es: a simple vista, todas se parecen muchísimo. Además, hay que esperar a que florezcan, ya que sin flores ni frutos no puedes describirla. También tienes el problema de la accesibilidad, porque muchas están en barrancos en los que no hay forma de entrar. Y todo esto es en Canarias, un lugar relativamente bien conocido. Imagina cuántos barrancos o lugares inaccesibles hay en Mongolia, o en Australia, o en tantos otros lugares del mundo. Por eso es realmente difícil llegar a describir todas las especies.
Y luego tenemos el problema de aclarar qué es una especie, ¿no? La descripción más clásica que todos aprendemos en la escuela que dice que “dos individuos son de la misma especie si al cruzarse obtienen descendencia fértil” es difícil de aplicar, ¿no? ¿Hay alguna definición más correcta?
Tenemos que tener presente que la evolución es un proceso dinámico, como una película en la que las especies se van formando poco a poco. Nosotros lo que hacemos es cortar un fotograma, y dentro de ese fotograma queremos definir las cosas de una forma rígida. Y, claro, no se puede, porque en esa instantánea algunas especies están empezando a separarse, y justo en este momento no está nada claro si son o no distintas. Igual dentro de dos millones de años serán especies diferentes, pero nosotros no estaremos ahí para definirlo.
En el ejemplo de siempre, el del burro y el caballo que se aparean y tienen una mula, la descendencia es estéril. Pero hay especies de patos, por ejemplo, que se cruzan y sí que obtienen descendencia fértil, y lo mismo sucede con muchas plantas. Lo que ocurre es que no llevan el suficiente tiempo de separación. Pero, en todo caso, el punto clave es el nivel de intercambio genético entre individuos. Si entre dos poblaciones el intercambio es fácil, lo más probable es que sean de la misma especie.
Claro, muchas veces pensamos solo en extinciones, pero hoy en día también se están dando procesos de especiación. ¿Puedes darme algún ejemplo de nuevas especies que sepamos que se estén formando ahora mismo?
Sí, tenemos el famoso caso de los pinzones de Darwin. Estas aves llevan en las islas Galápagos unos dos millones de años. Se calcula que llegarían allí unos 30 o 40 pinzones, y como cada isla tiene unas condiciones distintas (más secas, más húmedas, diferente vegetación, altitud…), empezaron a diferenciarse unos de otros.
En la actualidad se estima que en las Galápagos hay unas 15 o 16 especies de pinzones, pero hace tan poco tiempo que se separaron –dos millones de años es muy poco en términos evolutivos–, que aún pueden hibridarse y obtener descendencia fértil.
Hay un caso muy curioso, y es el de un pollito de la especie de pinzón Geospiza fortis que creció cerca del nido de otra especie (Geospiza magnirostris), que tiene un canto muy potente, el equivalente a un Plácido Domingo en la ópera. Así que este pollito, en lugar de aprender el canto de sus padres, imitó del de G. magnirostris, y como consecuencia se apareó con una hembra de esta especie. Estos híbridos son fértiles, ya que las dos especies se separaron hace poco tiempo, y aunque se trata de un suceso que se produce con una frecuencia muy baja, nos indica que aún es posible el intercambio genético.
Esto sucede a nivel macroscópico, supongo que si volvemos de nuevo a lo pequeño la cosa será interesantísima. Estás precisamente especializado en microbiología, ¿qué es lo que te parece más fascinante de esa disciplina, de estudiar lo más pequeño dentro de la vida?
¡Puf! No sé… ¡todo! En parte, se trata de estudiarnos a nosotros mismos. Lynn Margulis, una bióloga muy famosa, decía que no somos animales, sino una comunidad microbiana ambulante. Porque tenemos bacterias en la piel, en el intestino, en la boca, por todas partes. Son responsables de que nuestras digestiones sean correctas, de algunos neurotransmisores que afectan al cerebro, incluso de nuestro atractivo sexual, ya que esto va ligado a nuestro olor corporal. Es decir, hasta influyen, en el fondo, en si ligamos y con quién lo hacemos. ¡Es muy fuerte!
Todo este mundo, hace 30 o 40 años, era totalmente desconocido, pero en las últimas décadas se están haciendo descubrimientos revolucionarios. Y este conocimiento nos hace más conscientes del mundo en el que vivimos y de nuestra importancia relativa.
Además, siempre pensamos en las pocas especies de bacterias que nos producen enfermedades, ¿no? Y ahora vemos que dependemos de los microorganismos para vivir….
Efectivamente. Por ejemplo, en un mililitro de agua de mar, que cabe de sobra en una cucharilla de café, hay un millón de bacterias y varios miles de algas. Las bacterias y algas fotosintéticas del mar son responsables de la producción de la mitad de oxígeno que hay en el mundo, con todo lo que ello conlleva. Cuando tú miras el mar desde la costa, te parece un desierto, pero sin embargo ahí están pasando cosas importantísimas para el clima del planeta y para muchos procesos que nos afectan. Y que se deben totalmente a los microorganismos.
Eso respondería a la pregunta (que tú denominas “impertinente”): ¿para qué sirve la biodiversidad?
Hay un aspecto obviamente práctico, y es el de los servicios que nos proporcionan los ecosistemas y los seres vivos. Hay dos fundamentales: aire y agua limpios, porque sin eso nos moriríamos en seguida. Y si están limpios es porque la biota, los seres vivos en su conjunto, lo depuran. Y ese es un servicio que no tiene precio, no podemos prescindir de eso.
Otro servicio tiene que ver con nuestro bienestar psíquico, ¿no? Cada vez se publican más estudios que muestran el vínculo entre los entornos naturales y la salud mental, ¿estás de acuerdo?
Sí, es incuestionable que el verde nos hace estar más a gusto que el cemento. Pero lo que a mí más me sorprende es que algunos estudios han comparado los beneficios entre estar en un jardín –que es un sistema artificial y con una cantidad limitada de especies– con visitar un parque natural, en el que la naturaleza ha hecho lo que ha querido.
Y la diferencia es significativa, porque resulta que pasear por un parque natural es mucho más beneficioso para la salud mental. Así que incluso en ese aspecto ignoramos muchísimas cosas sobre cómo funciona nuestra mente.
Hablando de la mente, dices estar interesado en la “biología de la espiritualidad”, ¿a qué se refiere este concepto?
La espiritualidad, aunque normalmente vaya asociada a la religión, es un componente que ha estado presente en todas las culturas humanas. Quizá no todo el mundo, pero hay mucha gente inclinada hacia esos temas espirituales que no sabemos muy bien en qué consisten.
Entonces, el razonamiento es que, si todos o casi todos lo tenemos, es porque en nuestros genes hay algo que nos predispone a ello. ¿Qué genes son esos? ¿Cómo nos predisponen? ¿Qué función cumple esa espiritualidad? Por ahí va el tema.
De hecho, la conservación de la biodiversidad también tiene un componente más trascendental y que va más allá de que nos sea útil o nos proporcione los beneficios de los que hemos hablado antes. ¿Crees que tenemos un compromiso ético con la preservación de la vida?
Absolutamente, ese es el motivo principal. Se ha dicho muchas veces eso de que no somos propietarios del planeta, somos sus inquilinos. Tenemos que dejar a los próximos inquilinos –nuestros hijos, nuestros nietos…– la Tierra en un estado, si puede ser mejor, pero nunca peor de cómo lo encontramos.
Hay también en el libro una frase que me ha gustado mucho: “Nombrar bien a los seres vivos permite leer el entorno y aprender sobre cómo funciona. Si un ser vivo no ha sido nombrado y descrito, resulta invisible para nosotros”. Este también es un buen motivo para estudiar la biodiversidad y seguir describiendo especies, ¿no?
Sí, el aspecto de leer el entorno es algo que a mí me parece muy placentero. Si vas por el campo y, en lugar de ver solo árboles y hierbas, vas reconociendo el castaño, el pino piñonero, y eso te indica cómo es el clima, qué tipo de fauna puede vivir allí… todo ello te permite ver con mucho más detalle el mundo en el que estás.
A veces tengo la impresión de que nos movemos por la vida como entre la bruma, porque desconocemos casi todo. Conocer los seres vivos que tenemos alrededor nos permite fijarnos y ser más conscientes de donde estamos.
¿Fue eso lo que te empujó a escribir el libro?
Sí, a los seres humanos nos gusta describir y nombrar la realidad que nos envuelve, conocer lo que tenemos alrededor. Y a mí eso me parece una tendencia muy humana y muy importante. En el libro quería hablar de eso, y hacer un recorrido para ver cómo la ciencia de la biología ha ido cambiando desde el siglo XVII hasta el actual. Todo ello nos ha permitido conocer el mundo en el que vivimos de una forma mucho más detallada y bonita.
COMPROMETIDA CON EL MEDIO AMBIENTE, HACE SOSTENIBLE ‘EL ASOMBRARIO’.
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