Carlos Risco: “Encendemos las luces para no ver las estrellas”
Carlos Risco (Ourense, 1977) vivió durante un año de dos primaveras en una caravana de ocho metros cuadrados. Tras 20 años de periodista en Madrid, escribiendo para medios como ‘El País’ y ‘Vanity Fair’, en ese retiro se dedicó a cosas importantes, (inútiles para muchos): desayunar, leer tumbado boca arriba, dar paseos por el bosque, despedir el sol en el ocaso, observar las estrellas. Ahora habita una aldea de la Galicia vaciada, sin vecinos, en el silencio divino de la naturaleza, donde se mueve en bicicleta y se remienda un calcetín con sus propias manos. Tras publicar varias canciones en gallego, recientemente ha presentado el libro ‘Objetos a los que acompaño’ (Círculo de Tiza), una obra luminosa en la que nos habla de la vida a través de cien cosas cotidianas y bellas, útiles para vivir. “Encendemos las luces para no ver las estrellas, porque en las estrellas está el misterio del mundo”.
Escribe sobre esas cosas cotidianas y bellas: “las que nos hacen más humanos, las que nos ayudan, objetos humildes, sin lujos, aliados hermosos en una época en la que todo se ha vuelto insoportablemente feo”. Son objetos manuales, analógicos, fabricados con materiales perdurables tras los que hay una memoria: un árbol generoso que entregó su madera, un hombre que sopló el vidrio, un artesano que fraguó el metal…
Respirar con sencillez, serenidad, y deseando poco es el verdadero lujo. Esta es una sabiduría de vida al alcance de todos y, sin embargo, pasamos nuestros días sofocados, agitados y aprisionados. ¿Cómo reconducimos esta desesperación que llamamos civilización moderna?
Huy, yo no tengo la receta para reconducir nada. Apenas puedo reconducir esta cosa no pequeña que es mi vida propia. Pero concuerdo contigo, el verdadero lujo es la serenidad, el desear poco. La historia está llena de gente que ha sabido cómo vivir una vida más plena, con menos sufrimiento y más abierta a las demás criaturas con quienes compartimos planeta, de Epicteto al Buda, pasando por Fray Luis. Y, como muchos coinciden, parece que la cosa está en nosotros mismos, en contener las ansias, aplacar los deseos, encajar los reveses, ser felices en lo suficiente. Supongo que hoy, que estamos estresados con todo, viajando como pollos sin cabeza, encerrados en trabajos que no nos gustan, comprando cosas que no necesitamos ni nos hacen felices, neuróticos y con sobrepeso, cualquiera que proponga pararse y tener menos es alguien radical. Menos es suficiente. A mí eso me funciona. Es mejor para uno mismo y para el planeta.
Para Thoreau, un hombre era rico en relación a las cosas de las que podía prescindir. ¿Cuáles son esos objetos que nos hacen más humanos, que nos permiten relacionarnos con nosotros, con los demás y con la naturaleza que somos de otro modo más auténtico?
Creo que hay muchos objetos que nos devuelven nuestra propia humanidad. Puede ser un espejo, un libro electrónico, un ordenador que te hace pensar, una televisión. Pero si nos ponemos a elegir algo más puro, quizá podríamos elegir los objetos manuales, los que trabajan con fricción, los que consumen las calorías del usuario para funcionar. Muchos de estos objetos serían, por tanto, analógicos y estarían fabricados quizá hace años y por tanto, quiero entender, con materiales más perdurables. Detrás de muchos objetos hay un árbol, un tipo que sopló el vidrio, un artesano que fraguó el metal o soldó un circuito. Supongo que un objeto, cuando trae consigo la memoria del humano que lo fabricó (y también la de quienes lo han usado), es portador de algo parecido a eso que llamamos humanidad.
Viviste durante un año de dos primaveras en una caravana de ocho metros cuadrados entre las sierras de Gredos y Guadarrama. La casa más cercana estaba a varios kilómetros y tus vecinos eran los jabalíes, los zorros y los pájaros. Tenías una placa solar y el agua la recogías de la lluvia. ¿Cómo es el aroma del tiempo en soledad, silencio y quietud?
Aquella experiencia, que empezó como un divertimento, como una especie de apuesta silenciosa conmigo mismo, terminó en una terapia de conmoción con la naturaleza que me enseñó lo mejor de estar vivo. La soledad, cuando es elegida, es maravillosa, y en un lugar solitario, sin los ruidos ni las luces de los hombres, el pensamiento se aplaca y los nervios se diluyen. Los miedos se descomponen en miedos más pequeños, hasta casi desaparecer. La perspectiva de vivir se hace grande y ancha. Para mí, en el silencio está el gran pasaporte para vivir la vida. Para después fundirse con los demás y romperlo con palabras buenas. En aquella caravana entendí a los sanyasines y eremitas, y por algún tiempo pensé que yo mismo podría ser uno. Y sin ponernos tan místicos: cada día se mostraba como el regalo que verdaderamente es, tenía tiempo para dedicarme a las cosas importantes: desayunar, leer tumbado boca arriba, dar paseos por el bosque, despedir al sol al atardecer, observar las estrellas en un cielo de planetario…
Ahora habitas una aldea de la Galicia vaciada, sin vecinos, en una casa que encontraste en la falda de un monte sagrado. Te mueves en bicicleta sin hacer ruido y sin echar humos. Acompañas y convives con decenas de objetos que fueron hechos con manos que amaban el mundo y con materiales que respetaban el planeta: un lienzo de lino antiguo, una cuchara de madera de olivo, una olla de barro de Pereruela, un bolso reciclado, un botijo de arcilla blanca… ¿En los matices está la verdad, lo bueno, lo bello?
Bueno, todo tiene sus grises. Mi aldea deshabitada está también cerca de otras aldeas no tan deshabitadas y en invierno, cuando los árboles pierden la hoja, puedo entrever sus luces desde mi casa si miro a través de las ramas cuando oscurece. Me muevo en bicicleta todo lo que puedo, pero también tengo un cochecito para cuando llueve mucho, las prisas son irreversibles o tengo que hacer una compra grande o cargar algo voluminoso. No puedo ni me gustaría ser muy cabeza dura con las cosas. Creo que conviene hibridar. Estar fuera del mundo, pero en este mundo. Sobre los objetos hechos por manos anteriores (y contemporáneas), creo que nos humanizan y son preferibles a mucha de la basura digital o de usar y tirar con que nos uniforman hoy, aunque todos tenemos de todo. Y son importantes todos los objetos: el smartphone como ventana de conocimiento, aunque terminará en pocos años en un vertedero electrónico africano, y la cuchara de palo del artesano, que quizá se pueda legar a los siguientes.
Dices que cuando uno se hace mayor debe tener cerca una caja de los hilos, “ese tallercito doméstico para la resiliencia en esta era de tiendas y enfermedad de estrenar”. Alargarle la vida a un objeto, a un pantalón, a una camisa, es una forma de rebeldía, uno de los modos que tenemos más simples de jaquear este sistema de compras compulsivas…
Aunque soy un zote zurciendo, pocas alegrías son comparables a remendar un calcetín y darle otra oportunidad. Mi padre también lo hacía y recuerdo su cara de felicidad. Yo trato de reparar pantalones, camisas, banquetas. Donde no llego con mi escasa pericia, le pido a alguien que lo haga por mí. Creo que mantener y reparar un objeto es parte de ese respeto que se le debe. Cuidar las cosas es una manera de quererlas, de honrarlas. Reparar está antes que comprar. Las cosas nos sirven y a nosotros nos toca el mantenerlas y repararlas, esa debería ser la parte de un pacto bidireccional. Ya casi no quedan negocios que reparen cosas. Intento que cada prenda o cada cacharro dure todas las vidas posibles.
La escritora Marta D. Riezu asegura en ‘Agua y jabón’ que es una ‘cosista’ declarada y que siempre ha buscado a otros raros que amaran las cosas. Así llegó al diseñador Miguel Milá, recientemente fallecido, y a su credo. Uno de sus principios reza: “Siendo tú mismo puedes pasar de moda o perder encargos, pero siendo otro no sabes dónde te metes”. ¿Qué otros cosistas que no han dejado de ser ellos mismos te atraen, te seducen, te inspiran?
Marta, que además es amiga, es una tipa admirable y una persona de las más íntegras que conozco. Tiene unas convicciones inexpugnables. Ojalá más como ella. Si ella es ser cosista, yo quiero ser cosista también. Aun así, también te digo que no me gusta demasiado acumular cosas y, aunque tengo muchas, siento que estoy vacunado de tener más. Paseo por los rastros con mucha tranquilidad. Nada que no necesite para algo concreto se me antoja. Pienso en la colección de mascarones de proa de Neruda o veo en internet este personaje enigmático, Prince Stash Klossowski de Rola, que vive en un castillo y enseña sus colecciones de objetos exóticos y me agobio un poco. Quizá haya que tener lo que se usa. Este librito tiene a los objetos como una excusa para penetrar en una forma de ver el mundo. Objetos que todos tenemos en nuestras casas. Objetos cotidianos. No quiero hablar de objetos. Quiero hablar de la vida.
Más que fortunas lo que hay que dejar a las nuevas generaciones son buenos ejemplos, círculos de relaciones y enseñanzas para vivir con plenitud…
En mi familia venimos de un círculo decadente por partida doble. En dos generaciones se dilapidó un patrimonio importante. Y la rama de mi madre, los Ulloa, desintegró su linaje hidalgo delante nuestra cuando mi tío Gustavo, que no trabajó en su vida, le dejó el pazo a su amante… A nosotros nos han quedado los lamentos y buenos modales. Y esto último es lo que nos ha salvado la vida a mis hermanos y a mí, una manera de ver las cosas, de estar en el mundo. Yo he decidido no tener hijos y exterminar mi propio linaje. Es lo más ecológico y quizá liberes a los futuros de una supervivencia horrible en un planeta incendiado. Quién sabe qué queda de mundo después de mi mundo.
Los dioses están en todas partes y ya no los vemos. No sentimos lo sagrado. Habitamos lo profano, lo superficial y no percibimos la magia, el símbolo, el milagro, lo divino de este misterio de estar vivo. Estamos hechos de barro, pero en nuestro corazón habita y late una chispa de luz divina que es nuestra verdadera esencia y que nos está llamando a descubrirla… ¿El siglo XXI será espiritual o no será?
No sabría decirte. No tengo yo palabras ni ideas para el siglo XXI. Apenas tengo certezas para mí mismo. Vengo de una educación cristiana que he tenido, como muchos, que revisar, desmontar y recolocar. Para mí, en esta vida pequeña que no va a ningún sitio, la gran conmoción está precisamente en la vida que sucede al lado nuestra, en estos días en que los robles echan la semilla todos a la vez o en la oropéndola que ayer pude ver de refilón detrás de casa y alguno de estos días se marchará al sur para pasar el invierno. Reconforta pensar que hay una ninfa en la fuente que siempre mana agua nueva, que es verdaderamente una sustancia divina. Habitamos lo sagrado. Cada fractal de esta vida es algo maravilloso e inexplicable. Este día que comienza, con un planeta caliente por dentro que late como nuestros corazones. La naturaleza es dios. Qué si no. Ojalá más conmoción en los pechos. Ojalá más ecologismo místico.
“Deberíamos hacer las paces con la noche. Reconciliarnos con las criaturas vivas, a quienes apenas les queda ese espacio de libertad sin nosotros encendiendo luces, troceando la tierra, pegando tiros. Intento que mi casa sea una pequeña isla de sombras en la que pueda distinguir Orión desde la ventana sin pedirle a los ojos un esfuerzo”, escribes. Mirar el cielo de noche nos recuerda de dónde venimos, qué somos y adónde vamos…
No he tenido experiencia mejor para sentirme una carraña flotando en el cosmos que poder estar en silencio bajo un buen cielo de estrellas. Aunque casi no se conozca nada del firmamento ni se tenga ningún instrumento para observarlo. Los ojos y el corazón son suficientes. Que la noche pueda ser noche, que los animales puedan estar medianamente tranquilos en la oscuridad sin la amenaza secular del humano que les priva de andar tranquilos durante el día sin recibir una pedrada, un tiro, una flecha, debería ser la gran noticia. Observar el firmamento es un pasaporte para el extrañamiento, para la conmoción y el respeto. Quizá habría que empezar por ahí, en apagar las luces para encender los buenos pensamientos. Decían los indios lakota que los hombres blancos encendían las luces para no ver las estrellas, porque en las estrellas está el misterio del mundo. Darle la espalda es una declaración de torpeza e ignorancia.
Mientras leía tu libro he empezado a sospechar de todos los objetos a los que acompaño: la sartén antiadherente, el cartón de leche, el pantalón vaquero, el tenedor con el que enredo la pasta… Quiero escapar. ¿Adónde huyo?
Ja, ja, no sé si hay escapatoria. Prueba con el bosque más cercano. Seguro que te tranquilizas.
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