‘Caro diario’, 30 años tomándose la vida como una comedia
‘Caro diario’ ha vuelto a los cines por unas semanas, algo infrecuente una vez que las películas abandonan la cartelera después de su estreno; más si, como en el caso del filme de Nanni Moretti, tuvo lugar hace 30 años. Pero su regreso es explicable, porque el tiempo le ha conferido la condición de clásico. Lo refrenda el completo ciclo que la Filmoteca Española dedica al cineasta italiano hasta diciembre. La película es el cenit de la obra de su autor, una comedia paradójicamente experimental y comprensible.
Si uno hace caso a Italo Calvino, pero pensando en las películas en lugar de los libros, un clásico es una película “que nunca termina de decir lo que tiene que decir”, que “no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizá en contraste”. De modo que puedo afirmar de Caro diario que es un clásico mío, que vi por primera vez a finales de los años 90, en una versión doblada, es decir, sin la voz particular de su protagonista, Nanni Moretti, que ahora podría reconocer entre cualquier voz. ¿Dónde la vi? No recuerdo. Quizá en una sala extremeña. O en una de Madrid. O en una de esas precarias cintas de vídeo grabadas de televisión, con su deficiente definición y sonido. Pero una vez vista, adopté a Moretti como un compañero de cine, en el que encontraba la dicha, la exaltación cuando me hacía reír (en Abril), la pena cuando me hacía temblar (en La habitación del hijo, en Tres pisos), siempre el entretenimiento (en Mi madre, en Habemus Papam) y curiosidades, las de sus orígenes, los intentos afortunados de un autor por buscar un lugar en el cine italiano (Yo soy autárquico, Sueños de oro, Ecce bombo, Bianca, Paloma roja), que ha trascendido a su país.
Gustav Flaubert tenía el afán de escribir un libro sobre nada, de modo que fuera la propia escritura, su estilo, la que sostuviera el libro, no importaba el tema, si es que hubiera de tener uno. ¿No es el primero de los tres tramos de Caro diario, En vespa, la consecución casi perfecta –ya que no hay perfección– de ese deseo? ¿Una película sobre casi nada?
Vemos a Nanni Moretti en una motocicleta recorriendo las calles semivacías de Roma durante un verano. Los cines solo proyectan porno, terror o uno de esos filmes existenciales italianos que él odia, porque no se reconoce en sus maduros personajes amargados. “Yo soy un cuarentón espléndido”, contesta en su diario, que es la propia película. Se para en una verbena donde un grupo canta la canción de Juan Luis Guerra Visa para un sueño. Moretti baila, canta. Le confiesa a una pareja entre el público su amor por el musical Flashdance. Sigue su camino. Se encuentra con la actriz de Flashdance, Jennifer Beals. La saluda, le cuenta que a él le hubiera gustado saber bailar. Ella lo toma como un excéntrico, “un poco imbécil”.
Prosigue por barrios edificados fuera de las rutas turísticas, con nombres como Garbatella, Casal Palocco, barrios proletarios, burgueses, de la periferia, con edificios de hace 30, 40 años, de una arquitectura antigua, moderna, ya ennoblecida. Ni rastro romano del Foro, el Coliseo, Vía Veneto… El suyo es un recorrido íntimo, el de alguien que pertenece al lugar, no de un visitante que se guía por lo que otros contaron. De nuevo se detiene y entra en un cine para ver una película de terror, Henry, retrato de un asesino, que le horroriza.
El viaje termina en el extrarradio, a unos 30 kilómetros, en Ostia, la “playa de Roma”, donde asesinaron a Pier Paolo Pasolini en 1975. Nunca había estado allí Moretti. “No sé por qué”, dice. Su vespa zizaguea por las estrechas calles de esa ciudad costera, desierta a esas horas diurnas del verano. Suena la música de Nicola Piovani. Melancólica, triste como aquella muerte. Moretti se detiene detrás de una valla desde la que observa una portería de fútbol sin red y una estatua alegórica del crimen. Ahí termina todo.
Como un Buster Keaton italiano (ya lo han recordado otros), Moretti compone su propio tipo: casco blanco, camiseta negra, vespa, su figura espigada, aún juvenil, la barba oscura recortada. Un tipo gracioso sin aparente gracia exterior. Serio, seco, severo. Como dicen que se muestra al natural. Las imágenes que lo captan a él por detrás montado en la motocicleta que avanza lentamente en una ciudad casi deshabitada se habían vuelto recuerdo para mí. No las había olvidado. ¿No es ese el sentido del cine? ¿Descubrir imágenes que uno no ha visto tal y como las ve en el cine, y apropiárselas? ¿Imágenes, para mí, sencillas, como tomadas del natural, como estas o las del segundo tramo de Caro diario, Islas?
Islas constituye tanto un viaje homérico como cinematográfico y sociológico, pues remite a la Odisea, al Ulises de Joyce, al cine de Rossellini, a polémicas educativas del momento en que se rodó la película; pero no es necesario que uno haya leído la Odisea ni Ulises, ni visto Stromboli. El viaje, una parodia cultural e hilarante, lo protagonizan dos amigos (Moretti y un estudioso de la obra del irlandés), que recorren las islas Eolias en busca de una calma que les permita escribir. Pero una y otra vez su empeño se frustra en los sucesivos alojamientos en que recalan. Sus odiseas son la visión fugaz de una diosa, Silvana Mangano, cantando y bailando en Anna el bayón El negro zumbón (otra de esas imágenes totémicas del cine), que se emite en la televisión de un bar, la tiranía a la que niños-dioses someten a sus padres contagiados de una educación liberal mal entendida, el recorrido infructuoso por una de las islas subidos a la furgoneta de un alcalde que intenta convencerles de la hospitalidad de una gente reacia a todo contacto ajeno, y la huida de la última isla porque la falta de electricidad (y por tanto de televisor) impide al amigo intelectual, recién abducido por la televisión, ver una serie a la que acaba de engancharse.
Esta mirada satírica la prolonga Moretti en el episodio con el que cierra el tríptico de Caro diario. Médicos es una sátira que uno que ha pasado por médicos y hospitales hubiera querido escribir o filmar. Moretti acude a ellos para tratarse de una urticaria. Pero en lugar de un remedio se ve usado como cobaya cuando comprueba que cada médico que consulta le receta medicamentos diferentes, ninguno de los cuales elimina la comezón en piernas y brazos. Ni siquiera aciertan con el diagnóstico: un cáncer, afortunadamente curable. El único aprendizaje que ha obtenido de esa experiencia de un año es que “los médicos saben hablar, pero no saben escuchar”, y el placer de tomarse un vaso de agua por la mañana antes del desayuno. Ayuda a los riñones. “O para no sé qué. En fin, que sienta bien”.
Aunque aparentemente no lo parezca, Caro diario es una película experimental. Y a la vez comprensible. Puede parecer un contrasentido; pero no. Posee las resonancias de cualquier obra intelectual, artística, repleta de capas de sentido, sin que uno tenga que revolverse desesperado porque no entiende el experimento (metacinematográfico, docucómico, realficticio). La comprensión es inmediata al llegar a través del humor. Caro diario es fundamentalmente una película que hace reír. Propone una vida cómica, a veces absurda (aunque tenga ramalazos trágicos, como el final de En vespa), una vida en la que el humor desestabilice las convenciones, las convicciones, los principios, las rigideces. Una vida, y vuelvo a Calvino, que reivindica la levedad “como reacción al peso del vivir”.
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