Cela, marqués de Iria Flavia: Parar a la bestia
Nació tal día como hoy, un 11 de mayo del año 1916. Y hace 30 años le concedieron el Nobel de Literatura. Hoy Victoria Iglesias, en su carrera por atrapar instantes, detener el tiempo, parar a la bestia, recuerda al escritor Camilo José Cela y cómo se dirigía a Marina Castaño, su mujer, como “la marquesa”. Todo a su alrededor sugería exceso.
Cuando empecé a hacer fotos yo era inocente, lo prometo. No acerté a comprender que estaba emprendiendo un recorrido con consecuencias. Fotografiar significa hacer que los segundos de alguien, o algo, perduren a través de ese viaje que empezó con un clic en una cámara.
Dice Susan Sontag que todas las fotografías son memento mori. Yo ahora también lo creo, y por eso pienso que hacer una foto no es un acto tan inocente.
Desde el momento en el que participamos, como continúa diciendo Sontag, en la mortalidad, vulnerabilidad, mutabilidad de otra persona o cosa.
Detener el tiempo, parar a la bestia, que es lo que suelo intentar, es dar fe de que algo ha sido aniquilado y a la vez puede ser reconstruido.
Porque la ventaja, o desventaja, de todos estos instantes pulverizados es que regresan, convertidos en otra cosa (tal vez en esa materia porosa) si los poseemos como fotos. Pero éstas no son más que los pequeños trozos que cortó el bisturí: mis ojos, la luz que me rodeaba, mi cámara.
Salvo estos pedazos, de los que se puede dar esa fe, el resto de las imágenes que hicieron de bastidor, llegan, después de los años, plagadas de errores.
Por ejemplo, tengo la manía de recordar los suelos como dameros, o los sofás vestidos de terciopelo rojo, las luces doradas, las ventanas moviendo una cortina blanca haciéndole el juego a una brisa fresca, las paredes envolventes decoradas con lienzos figurativos, y los libros con lomos de cuero… Pero tal vez nada de eso estuvo o existió…; o quizás todo fuera cierto pero repartido en distintos lugares y momentos.
En la casa de los Cela veo en mi mente un gran salón con piezas de anticuario y aire moderno, un sofá rococó en un hall frío de suelo de mármol gris, o blanco (o cómo no…, blanco y negro); un despacho amplio de dos estancias, una estantería llena de libros rodeando el marco de una puerta, unas cristaleras que daban a un jardín empedrado
( aunque en la foto aparece césped), un pequeño perro… y a Marina Castaño.
Ella fue la última en aparecer en mi escena. Y fue el mismo Cela el que se dirigió a ella como marquesa. Algo así fue lo que dijo: “Mire a ver si viene ya la marquesa”. Y la señora empleada a su servicio (vestida de uniforme entre blanco, beis o azul claro…) contestó: “Que dice que llega ahorita”… O algo parecido.
Y a mí me sonó todo eso tan extraño…, lo del título, que ni siquiera me impactó cuando vi llegar a la marquesa peinando su rubia melena.
Este párrafo anterior es el ejemplo de que sólo tenemos algunas certezas, e intuimos el resto por las sensaciones que nos deja el armazón (el bastidor) del que se van desprendiendo, poco a poco, las imágenes que al principio teníamos frescas. Puede que el suelo estuviera hecho de mármol blanco y negro, o sólo blanco… Pero, sin embargo, tengo la absoluta certeza de haber visto a la marquesa.
(Tengo la foto).
También es muy cierto que Don Camilo tenía abultados los dedos, quizá por la artrosis, y que su mano deformada se empeñaba en esa peculiar manera de convertir la escritura en papel, en letras diminutas. Era cierta su papada que fotografié de perfil, su aire bronco que me asustaba, su vientre inflamado que en ancianos siempre se asocia con problemas de próstata. Su chaleco de tweed cuadriculado marrón Príncipe de Gales (vamos, el de cuadritos, atravesados por líneas, básicamente). Son ciertos muchos de los detalles que recuerdo porque guardo las fotos. Tengo…, ya saben…, el recorte, el trozo de realidad que es más sagrado que la palabra escrita.
Las imágenes se superponen, una tras otra. Se mueven aniquilando a las anteriores, propiciando el paso del tiempo. Pero de un torbellino queda la estela. De un sendero de tierra atravesado por un tropel de caballos, que nubla el camino, queda el polvo que, poco a poco, se despeja. Hay personas que remueven la tierra y que clavan desconsideradamente en ella las espuelas movidas por su creaciones.
Cela creó libros prodigiosamente poblados. Encadenados a estos torbellinos de seguidores, de amores, odios, pasiones…
Cela se movía a empujones, ex abrupto. Siguiendo el ritmo siempre exuberante en el que lo había colocado el éxito. Y es justo aquí, en esta vorágine del movimiento, donde colocamos la cámara para congelar, tal vez, esas milésimas donde por casualidad pueda asomar esa mueca de debilidad de la que no nos libramos nadie, y que nos convierte, de nuevo, en humanos. Mortales, claro.
Mallarmé: “En el mundo todo existe para culminar en un libro”.
Susan Sontag: “Hoy todo existe para culminar en una fotografía”.
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